Imagen y palabra crística en un soneto de Laura Gallego

Josefina Rivera de Álvarez, en el ya clásico Diccionario de la literatura puertorriqueña, comentaba la poesía de la bayamonesa Laura Gallego Otero[1] afirmando que:

Su verso, de expresión intimista y fondo angustiado,
fuerza imaginística y precisión de decir, enmarcado dentro de las formas de la poesía moderna, pone de manifiesto una delicada sensibilidad de mujer que se proyecta fundamentalmente por las vertientes temáticas del amor (en cuya cuerda hace eco un tierno sentimiento maternal), y la muerte y la patria. (Rivera de Álvare, 1974, p. 659)

portada

Esta identificación de la voz poética femenina con la sensibilidad delicada y con la ternura maternal ya se había señalado en Historia de la Literatura Puertorriqueña de Francisco Manrique Cabrera. Había reseñado el trabajo artístico de la novel poeta bayamonesa enmarcándolo en “la voz de la mujer isleña [que] vuelve a dejarse oír con la nota de fina ternura que siempre le fue característica” (Manrique Cabrera, 1986, p. 368). Esa ternura y delicadeza maternal que ambos críticos puertorriqueños de los 50 aducen ser tan típicamente femenina y que leen en la poesía de Laura Gallego, trasluce en su poema titulado "Soneto al Cristo de Bayamón”[2]. Sin embargo, enmarcando críticamente este soneto modernista en el contexto crítico en el que surgió, un contexto de disputa artística y teológica, tanto el juicio crítico de Rivera de Álvarez como el de Manrique Cabrera nos parecen hoy como planos e ingenuos por unívocos. En este trabajo de investigación, aún en desarrollo, intentaremos ver la “fina” imaginería maternal femenina trabajada en “Soneto al Cristo de Bayamón”, como un arma de lucha ante la incomprensión estética y cristológica de un controvertido lienzo de la Iglesia católica puertorriqueña de la década de los 50.

El trabajo poético de Laura Gallego Otero se había dado a conocer desde el mismo 1950 en revistas literarias como Bayoán, dirigida por el escritor lareño Luis Hernández Aquino, y Poesía, de la que se publicaron en Bayamón pocos números durante 1953 (Rivera de Álvarez, 1974). En esta última, junto a poemas de estudiantes suyos, Gallego publicó obras de poetas como del Nóbel español-puertorriqueño Juan Ramón Jiménez y de la poeta de su generación Violeta López Suria. Asimismo, le son publicados poemas y ensayos en otras revistas y periódicos puertorriqueños como Alma LatinaOrfeoAsomanteEl Mundo y la Revista del Instituto de Cultura Puertorriqueña.

El “Soneto a Cristo Crucificado” sale del anonimato solamente hasta 1972 con la edición de Obra Poética de Laura Gallego, recogida por el Dr. Luis de Arrigoitia. Por ello podemos disculpar a Josefina Rivera de Álvarez cuando soslaya una de las temáticas más caras a la poética de la bayamonesa, al reconocer en ella solamente las del amor, la muerte y la patria: se trata del tema de Dios y lo religioso. Para 1967 —que es cuando aparece la edición revisada y aumentada del Diccionario de literatura puertoriqueña que se publicó originalmente en 1955—, Gallego había sacado a la luz, de los diez poemarios que componen toda su obra, solamente sus primeros dos: Presencia, publicado en 1952, y Celajes, de 1959. Sin embargo, “Soneto al Cristo de Bayamón” no es un poema aislado en su producción poética. Hay que reconocer, como acertadamente lo notó Martínez Planell (1988), que “ya desde Presencia Laura Gallego comienza una práctica que no ha de abandonar: la de utilizar en sus imágenes un vocabulario estrictamente religioso”, y que se acentuará en su poemario de 1979, de estilo y corte místicos, Que voy de vuelo.

Esta comunión de Laura Gallego con la poesía religiosa se verifica en las múltiples obras de índole teológica y de temática claramente católica que recorren todos sus poemarios: desde Presencia con “Cantiga a Santa Teresa”; pasando por la colección Almejas de tu nombre (1954) con el poema “Dios me abre a ratos el paraíso”, así como también, entre tantos otros, con el poema titulado “La cara de Dios”; o el tremendo y terriblemente desgarrador poema “Yo quiero pasar a cuchillo las palabras” del poemario En carne viva (1955); otros posteriores como “Pasos de Dios cayéndose en la tierra”, “Dios dio en la roca”, “Dios silbó al mundo”; o uno de sus últimos poemas, hecho en forma de plegaria y titulado sencillamente “Señor”.

El “Soneto al Cristo de Bayamón” pudo haber sido parte de un proyecto de poemario titulado El aroma en la mano, según se desprende del “Nota bene” y la ubicación de este poema en las obras completas editadas en 2008 por Luis de Arrigoitia. De ser así, el soneto habría nacido exactamente en 1951, inmediatamente luego de que el pintor modernista, el entonces padre dominico holandés Marcolino Maas, pintara un conflictivo Cristo crucificado y fuese colocado en el altar mayor del templo parroquial Invención de la Santa Cruz en la plaza de recreo del municipio de Bayamón. Con este “Soneto al Cristo de Bayamón”, Laura Gallego entró en una fuerte discusión teológica y litúrgica que se desató entre la intelligentia boricua de los 50, al tiempo que incursionaba en aquella poesía que, como lo hizo el neoyorquino contemporáneo suyo Allen Ginsberg (1926-1997) con la obra del postimpresionista francés Paul Cézanne, poetizaron una descripción interpretativa de un lienzo. He aquí el soneto:

Un relámpago fija su figura 
dibujada en clamores de alba plena 
verde y ágil la rama te sacude 
develando en la tierna luz serena. 

El arte de los mundos te combate 
desprendido, tronchado y sin lamento, 
y duelen tus moradas ligaduras 
tu triste majestad torcida al viento.

Nace el anhelo de ir a descenderte 
para acunarte y para comprenderte 
escarnecido y triste ante la aurora

y la música sube dulcemente 
como otra cruz melódica y naciente 
clavándote a mi alma que te llora.

Siendo aún editor auxiliar del desaparecido periódico El Mundo, el Dr. José M. Lázaro García[3] (1950/1986) publicó un artículo sobre un “Crucificado” muy particular, que desde hacía algunos meses exhibían los frailes dominicos en Bayamón. Según Lázaro, con el lienzo, que vino a conocerse como el “Cristo del árbol”, se había comenzado un necesario proceso de diálogo entre el arte moderno y la vida de la fe en Puerto Rico (1950/1986, p. 61). El Dr. Lázaro da cuenta de la “desavenencia doméstica” que tuvieron los frailes dominicos y los fieles católicos de Bayamón en torno al “nuevo Cristo”, debatiéndose entre reclamos dogmáticos y exigencias estéticas. Se traía a colación en las discusiones del Bayamón de la década de los 50 el caso del artista belga Albert Servaes[4] uno de los fundadores del Expresionismo flamenco, cuyo Vía Crucis en carboncillo, realizado entre 1919 y 1920, por orden del Santo Oficio había sido retirado de las iglesias de Bélgica un año después. Según Lázaro: 

La razón para la prohibición de Roma no fue ciertamente que la obra de Servaes careciera de hermosura, sino que la composición y expresión de la misma, traicionaban algunas verdades teológicas, principalmente aquella según la cual los dolores y la muerte del Salvador fueron esencialmente voluntarios y su sufrimiento, aunque humano y horrible, fue el de una persona divina que ejerció en todo momento pleno dominio sobre la parte sensitiva del Dios-hombre. (1950/1986, p. 60)

Jacques Maritain (1972), el filósofo católico francés, no es solo citado al caso en el artículo de Lázaro (1950/1986)[5], sino que su conferencia de 1924, titulada “Algunas reflexiones sobre el arte religioso”, domina la argumentación del puertorriqueño y su reflexión teológica sobre el "Crucificado" de fray Marcolino. Partiendo de que el pueblo debía poder “rezar sobre la belleza”, como lo había pensado el papa Pío X (Basurko, 2006)[6]. Lázaro comentó cómo el “Cristo del árbol” evocaba la imagen del Siervo Sufriente del profeta Isaías, que prefigura lo que él considera como “el martirio indescriptible de la Cruz”. Por ello, contemplando el lienzo del holandés, invoca el Salmo 22, 7, según la traducción de la Vulgata: “Ego sum vermis et non homo". (1950/1986, p. 60).

Maritain (1972), considerando con supremo respeto la lamentable situación dogmático-pictórica de Servaes, sirve de eco premonitor a la diatriba que enfrenta la obra de fray Marcolino (p. 139). El filósofo puertorriqueño asume su voz:

Séanos permitido agregar, sin embargo, que desde este mismo punto de vista dogmático la innoble sentimentalidad de tantas producciones comerciales debe afligir igualmente a la sana teología, y no es, sin duda, tolerada sino como uno de esos abusos a los que uno se resigna por algún tiempo habida cuenta de la debilidad humana y de lo que se puede llamar, acomodando una frase de los Libros Santos, "el número infinito de cristianos de mal gusto". (Lázaro, 1950/1986, p. 60)

Laura Gallego, sin duda, no entraba en ese “número infinito de cristianos de mal gusto” que señalaba Maritain. Con sus imágenes cromáticas y “tiernamente maternales” en clásicos versos endecasílabos, el modernista “Soneto al Cristo de Bayamón” dialoga con la crítica que hizo el médico y escritor Tomás Blanco Géigel[7], quien se ocupó también del fenómeno artístico-cristológico desatado por la obra de fray Marcolino desde la revista Puerto Rico Ilustrado. Cabe permitir al mismo Blanco (1986) que nos exprese su lectura poética del “Cristo del árbol”:

Es una honda y cordial concepción del Cristo en que se revivifica con laceradora simpatía su condición de hombre nacido de mujer: es una representación de la humanidad de Jesús en que se me hace imagen plástica el atributo de “pararrayo de Dios” que aplicaba Rubén Darío a los poetas. Dios hecho hombre y atenido al colmo de los sufrimientos del hombre. Y para alcanzar ese colmo, el hombre hecho Mesías, transfigurado en vate, en mentor, en poeta, en víctima: pararrayo divino (p. 56).

Blanco conecta al Cristo de fray Marcolino con el gran fundador del modernismo latinoamericano, el nicaragüense Rubén Darío[8]. La conversación a la que invita Tomás Blanco para leer el lienzo del dominico holandés se establece con un texto del poemario Cantos de vida y esperanza (1905)[9] de Darío, poemario del que Ángel Luis Morales (1980) reconociera no solo ser el más profundo de Rubén Darío, sino, aún más, el libro de su entera obra que se caracteriza por una nota especial de religiosidad y preocupación filosófica (p. 287).

pintura

Así, por una parte, ante la gesta artística del dominico holandés que busca la irrupción del modernismo en el arte sacro puertorriqueño, la incomprensión sufrida por lienzo y artista, vendrían icónicamente pronunciadas por “¡Torres de Dios! ¡Poetas!” de Rubén Darío. Por eso Blanco (1986) afirma contundentemente que el de Marcolino “no puede ser un Cristo al gusto de los satisfechos o de los santurrones o de los taimados”, ni tampoco “es un Cristo aceptable […] a una burguesía que haya perdido sus justificaciones de dignidad, tradición y virtud; que solo se atenga a su narcisismo, a su poltronería y a su mal gusto” (p. 56). Blanco teologiza el ars poetica desesperada de Rubén Darío, haciendo del Cristo un vate que atrae hacia sí los dolores de la humanidad contemporánea para redimirlos, así como el artista Marcolino Maas recibe las acusaciones e incomprensiones de los tradicionalistas.

La relación que establece Tomás Blanco entre la controversia sobre “El Cristo del árbol” y el poema “¡Torres de Dios! ¡Poetas!” de Rubén Darío la trabaja desde el interesante diálogo entre palabra e imagen, entretejido en la cultura occidental desde el poeta jonio Simónides de Ceos. Así como lo cita Plutarco (2012), Simónides explica que la pintura no es otra cosa que poesía inarticulada, mientras que un poema es una pintura articulada. Así, cuando Darío llama “pararrayo de Dios” a los poetas incomprendidos del Modernismo, salta la evocación visual, plástica, de la misma humanidad terriblemente sufrida de Jesús crucificado que recoge el Cristo de Marcolino. El mismo poema de horror, pero con articulaciones diversas entre el color y la palabra. De ese mismo diálogo de imágenes y palabras se vale Laura Gallego para inmiscuirse en la diatriba sobre el Cristo de Bayamón.

En el soneto de Gallego, la figura retorcida del árbol de Jesé, “escrita” en el lienzo por el fraile pintor, aparece, ante todo, llena de una luz centelleante haciendo del "Crucificado" un “pararrayo de Dios”. Las evocaciones del relámpago y de la plenitud del alba en el primer cuarteto proponen una claridad más bien enceguecedora que, como en toda experiencia mística que se traduce en palabra, resulta, en fin de cuentas, paradójica:

Un relámpago fija su figura 
dibujada en clamores de alba plena 
verde y ágil la rama te sacude 
develando en la tierna luz serena.

La luz fulminante que circunda al Cristo vilipendiado es la que lo dibuja trasformando el empellón estruendoso de la imagen en ternura y serenidad. Contrario al oscurantismo que se criticaba tener para el pueblo fiel, este “poema” crístico de Marcolino la voz poética lo admira fundamentalmente pleno de una fértil verde brillantez de árbol luminoso.

En el segundo cuarteto, se invita entonces a reconocer el pugilato entre las artes del mundo y las de la entrega del Cristo Rey, cuya majestad, en el cuerpo torcido y amoratado por los golpes funestos de los males del mundo, se ve ya en la actitud silenciosa de los que se abandonan: sin lamento.

El arte de los mundos te combate 
desprendido, tronchado y sin lamento, 
y duelen tus moradas ligaduras 
tu triste majestad torcida al viento.

Es cuando, comenzando el primer terceto, la voz poética deja salir un instinto maternal, conmoviéndose por el dolor tortuoso del Cristo. Desea descenderlo del madero —evocando a una María Magdalena, a un José de Arimatea, o recordando la María Dolorosa de la escultura de Miguel Ángel—, para acunarlo, para ofrecerle la comprensión de la que fue privado Cristo y su profeta pictórico Marcolino Maas.

Nace el anhelo de ir a descenderte 
para acunarte y para comprenderte 
escarnecido y triste ante la aurora

Pueden escucharse, casi de manera sinestésica, en el cuarto terceto, las nanas consoladoras que tararea la voz poética al "Crucificado", que ahora yace en ese otro árbol de acogida en el que se ha metamorfoseado el poema. El canto maternal que asciende de su alma compasiva es la nueva cruz donde es clavado el Cristo, para robarle sus dolores y llorarlos ella en su poema.

y la música sube dulcemente 
como otra cruz melódica y naciente 
clavándote a mi alma que te llora.

pintura

De acuerdo con Martínez Planell (1988), en “Soneto al Cristo de Bayamón” se deja ver ya una etapa de confrontación en la poesía de Gallego que estallará en En carne viva de 1955 y que “distorsionará toda la cosmovisión del mundo y de la religiosidad que se presenta en [sus] primeros libros” (p. 123). Esta consideración que conecta nuestro soneto con un trabajo más problematizado del tema religioso desconoce, sin embargo, el marco de pugna artística y cristológica del que el poema del “Cristo del árbol”, de Marcolino Maas, quiere participar. La voz poética de Laura Gallego, aquí, hace uso de aquella “fina maternidad” que adjudicaba a la poesía femenina clásica, para batallar junto otros intelectuales por la defensa receptiva de una obra de arte moderno, en una institución que aún miraba a la piedad tridentina del siglo XVI.

 


Notas:

[1] 1923-2007.

[2]  Este es el título que aparece en su última publicación dentro del textoLaura Gallego. Cincuenta años de poesía (1950-2000), versión actualizada deObra poética, en el que Luis de Arrigoitia lo recoge por primera vez como“Sonetos al Cristo de Bayamón”, así en plural. 

[3] San Juan, 1909-1968.

[4] 1883-1966.

[5] El libro original en francés es de 1920. Sin embargo, ediciones como esta, que es traducción de la tercera en francés, añadieron en calidad de apéndices otros textos posteriores sobre el mismo tema. José M. Lázaro tuvo acceso a la primera edición en español bajo el cuidado de la editorial La Espiga de Oro, Buenos Aires, 1945. Es esa la que cita en su artículo.

[6]  La frase se recuerda como “quiero que mi pueblo rece sostenido por la belleza”. Basurko recoge la cita de Rousseau, O. (1945). Histoire du Mouvement Liturgique (p. 211). Paris: Cerf.

[7] San Juan, 1897-1975.

[8] 1867-1916.

[9] Poema paradigmático de esta línea religiosa de Cantos de vida y esperanzaes el poema “Spes”.


Lista de referencias:

Basurko, X. (2006). Historia de la liturgia. Barcelona: Centre de Pastoral Litúrgica.

Blanco, T. (1986).“El Cristo del padre Marcolino. Un artista que ciñe a su inclinación en busca de un estilo propio”. En J. A. Mass, Arnold Maas. 1909-1981. El mundo en que yo viví (pp. 56). [S.l.]: J. R. Mass. 

Gallego, L. (1972). Obra Poética. Río Piedras: Editorial UPR.

Gallego, L. (2008). En L. de Arrigoitia (Ed.)Laura Gallego en su poesía. Laura Gallego: cincuenta años de poesía (1950-2000). Río Piedras: Editorial UPR.

Lázaro, J. M. (1950, 9 de agosto). "El nuevo Cristo de Bayamón". (Reimpreso en Arnold Maas. 1909-1981. El mundo en que yo viví, pp. 59-61, por J. R. Mass, Ed., 1986, [S.l.]: J. R. Mass)

Manrique Cabrera, F. (1986). Historia de la literatura puertorriqueña. Río Piedras: Cultural.

Maritain, J. (1972). "Algunas reflexiones sobre el arte religioso". En (Trd.), Arte y Escolástica (pp. 131-141). Buenos Aires: Club de Lectores.

Martínez Planell, S. (1988). Los temas en la poesía de Laura Gallego (Tesis de Maestría). UPR, Río Piedras.

Morales, A. L. (1980). Introducción a la literatura hispanoamericana. Río Piedras: Edil.

Plutarco. (2012, 24 de marzo). De Gloria Athenesium, III, 346.

Rivera de Álvarez, J. (1974). Diccionario de literatura puertorriqueña. (Ed. Rev. Vol. I, II, p. 659). San Juan: ICP.


Lista de imágenes:

1. Portada del libro editado por Luis de Arrigoitia,2008.
2. Fray Marcolino Maas, El Cristo del Árbol, 1951.
3. Albert Servaes, "Crucifixión" serie Via Crucis, 1919. 
4. Oswaldo Guayasamín, La Pietà de Avignon, 1980.
5. Enguerrand Quarton, Pietà de Villeneuve-lès-Avignon, circa 1460.

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