Cuando trabajábamos en el montaje de Basura, mis ojos no se detenían en las formidables piezas de Nick Quijano más entrañables o íntimas: esos personajes cuyos retratos en primer plano parece que debían ser así desde su origen, como si sus rasgos faciales estuvieran destinados a empatarse, como bien señala Rafael Jackson-Martin en el texto del catálogo —como si respondieran a un “llamado” que se hacen esos fragmentos los unos a los otros—.
Tampoco se detenía mi mirada en los retratos de cuerpo entero que, por la sinuosidad de las suelas que los componen y de las posturas, tal pareciera que van a salir caminando o bailando en cualquier momento; ni en los condominios profusamente habitados por piedras que bien podrían ser para una honda, como pediría León Felipe, pero que aquí se maquillan, juegan dómino, leen los periódicos y hacen comunidad en la apacibilidad de unos grandes recuadros que tanto recuerdan las cajas-ensamblajes de Joseph Cornell.
Mucho menos me frenaba ante los artefactos, las máscaras o los suelajes, estos últimos a modo de pequeños orbes montados sobre coturnos como si fueran el mundo entero de un personaje de tragedia griega. Igual de noche, cuando nadie queda en el Museo de las Américas (recuerdo aquella película con el Museo de Historia Natural de Nueva York como escenario), esos coturnos bajan de su base con todo su paisaje y enjundia, alebrestan a los potenciales bailarines y reclaman a los dramáticos retratos y demás figuras que se pongan a montar una tragedia aquí, en cualquiera de los rincones de esta sala, porque esta exposición, si bien es divertida, nos dibuja una sonrisa de sorpresa y reencarna ese contumaz afán de Quijano por los juegos y los juguetes, también tiene su carga trágica.
No. Yo lo que miraba, tanto frontalmente como de reojo, eran los cientos y cientos de galones plásticos que, apiñados inicialmente donde estamos ahora, esperaban las manos que habrían de ensartarlos para que encarnaran en otra cosa. Esa “otra” cosa es La nube. Y, desde el primer momento, vino a mi mente desmemoriada aquel verso “en las tenues holandas de la nube” y, a estos tiernos veinticinco años, obviamente no podía recordar de qué poema provenían, aunque sí que se trataba de texto cordial para mí. “Tenues holandas de la nube…” La nube, las nubes, las que, en días felices, vemos algodonosas, como cojines ribeteados de encaje desde la superficie del planeta; y, deshilachadas, bellamente agujereadas y finas, como fina holanda, desde un avión.
Dicen que una de las instancias a que debe aspirar el arte en general es a transformar la vida de las personas; más aún en el caso de los propios artistas, a definir un punto: un antes y un después. Esto último es mi caso. Después de Basura y La nube de Nick Quijano, las nubes han dejado de ser aquella flotante, lírica y vaporosa excusa para adivinar animales y otras formas en constante cambio y movimiento para convertirse, de un modo espectacular, en mensajeras aciagas, en profetas infaustas de lo que le sucede y sucederá al planeta y que parecería que no podemos evitar.
“Las tenues holandas de la nube” quizás termine siendo una línea apenas recordable cuando de nuevo esté apostada a la ventanilla de un avión… porque ahora las nubes son para mí esa cantidad inconmensurable de galones de plástico que suponen, sí, su primogénito vientre de agua, pero que apuntan más a la contaminación de ese océano sobre nosotros, el de las aguas superiores y que, según la mitología griega, también le corresponden a Neptuno. Estamos hablando del reino del plástico, mundo que esta exposición de Nick Quijano nos hace remirar, o mirar por primera vez, con lentes nuevos y críticos pues es ese diversificado producto del petróleo que sanguinariamente le extraemos al planeta el que más presencia tiene en nuestra vida cotidiana, desde el cepillo de dientes que nos lustra la calavera en las mañanas, pasando por las computadoras y todo tipo de objetos hasta la espuma que rellena nuestras almohadas para darle descanso a nuestras cabezas en la noche.
Ya lo dice el propio artista: “El plástico es el deseo de la tecné por sobrevivir”. Y la manifestación de ese deseo es tan voraz que el Mapa inmundi de Quijano es, en ese sentido, brutalmente elocuente. Representadas en esa cartografía están nuestra propia irresponsabilidad al manejar los desperdicios de la ciudad y la barbarie de los grandes dineros que horadan y pudren el planeta, además de con los derrames y desperdicios de sus empresas, con sus torcidas conciencias hidrocarburadas.
Aaaahhh… pero volvamos al asunto aquel del verso extraviado… Finalmente, tras arduos esfuerzos de la memoria, recordé que ese endecasílabo procede de uno de mis textos favoritos, Muerte sin fin, del mexicano José Gorostiza, largo poema en que eso que algunos llaman dios es cuestionado sobre nuestra finitud al mismo tiempo que nos cuestionamos a nosotros mismos. Al releerlo, descubro que el verso que le sigue a “las tenues holandas de la nube” es, ¡oh, coincidencia!, “y en los funestos cánticos del mar”.
Tal pareciera que Gorostiza, una vez más, quiere acompañarme en estas líneas pues esos “funestos cánticos del mar” apuntan para mí a las advertencias que los habitantes de nuestros océanos vienen haciéndonos desde hace décadas. Faltaría que apareciera Telxiepia, la sirena de “las palabras aclamantes”, acompañada de otras sirenas y tritones en nuestras playas para que nos narre, con palabras más elocuentes y mayor conocimiento de causa, la tragedia del plástico en el agua.
En este punto quiero darle un giro a lo que voy planteando. Y es que, si bien Quijano nos dice que “BASURA se debe al agua, al fuego, al aire y a la tierra que reciclaron estos objetos hasta transformarlos en piezas irrepetibles, cargadas de belleza y potencia estética”, creo que esta exposición tiene que ver, desde el principio hasta el final, con el agua. Del agua salieron las piezas que Quijano utiliza para esta exposición, del mismo modo que en el agua nació la vida y al agua ha ido a parar el plástico y en ella morirá, aunque tarde siglos y en el proceso la vida marina continúe deteriorándose y la nuestra, en consecuencia, también.
Por otro lado, pienso que subyacente en el título de esta exposición hay unos grandes signos de interrogación: se titula Basura, pero, ¿le deberíamos poner signos de interrogación al principio y al final? Es decir, ¿No se debería llamar ¿Basura?...?
Propongo una analogía entre lo que Quijano nos presenta y la tradición y la invención literarias. No podía menos que pensar en eso después de ver piezas como Codex, en la que los carcomidos tacos de zapatos o sus fragmentos están dispuestos de tal manera que la pieza parece un largo poema en versos tetrasílabos: cada taco, una palabra; cada desecho, una palabra; cada despojo, una palabra; cada línea un verso procedente de un naufragio….
Lo mismo con la pieza Las ruinas y con las maquetas construidas con los enchufes y piezas eléctricas dispuestas en determinado orden, como si el acrílico esmerilado fuera la página en blanco en la que el arquitecto dispone un lenguaje también de náufrago, una ciudad posible, para que intentemos, con una mirada “desde el cielo”, descodificarlos.
Los escritores hacemos con las palabras lo mismo que hace Quijano en esta exposición: vamos por décadas a la gran playa del lenguaje y de la invención, cada día vamos viendo todo lo que ella nos arroja, vislumbramos un cristal brillante aquí, un gastado taco de zapato acá, más allá un metal oxidado, un caracol o un cable eléctrico pulidos. Miramos con detenimiento y discernimos lo que vamos a levantar de esa orilla —que no es agua ni arena, como también diría Gorostiza—.
Poco a poco llenamos nuestro saco particular.
Cargados, cada vez, de diferentes residuos, de escombros que han acariciado otros náufragos, otros recogedores de basuras, otros recicladores de letras como nosotros, los desplegamos sobre la mesa, que es lo mismo que decir, de nuevo, la página en blanco, y tratamos de darles un orden —o desorden, según se quiera—, los acercamos a otros restos recogidos anteriormente hasta que vemos, muchas veces sin nuestra intervención consciente, cómo se da ese llamado entre las piezas y todas comienzan a imantarse, a caer en su sitio, o al menos eso creemos. De ahí también que, insatisfacción de por medio, siempre son ruinas lo que escribimos o códices difíciles de descifrar, que cada texto termine siendo una encalladura, un hundimiento, una basura que también arrojaremos al mar, a aquella gran playa, si es que tenemos suerte.
Saco y mirada cambian con el tiempo. La playa también.
Lo que quizás no cambie hasta mayo es la tragedia que, desde que inauguró esta exposición, conspiran para montar en esta sala y al llegar la oscuridad los suelajes con las maquetas y los retratos, el gabinete de curiosidades y las máscaras, los artefactos con el nido que no albergará a ningún pájaro, los arcimboldos con la nube que no llueve… Cuando el personal del Museo abandona estos predios debería hacer una mejor inspección. Sabe dios si ese es el origen de los ruidos secos, como de pisadas presurosas o de agua chocando con piedras, y murmullos en lengua extraña que, noche tras noche, registran los equipos de seguridad y de los que me hablaba muy alarmada Mariángela López, la directora del Museo, el otro día.
Lista de imágenes:
* Todas las imágenes, a excepción de las que así se indiquen, son cortesía de Iliamarie Vázquez.
1. El Dandy, 2006 - Col. Carlos Ubiñas.
2. El Pintor, 2006 - Col. Gradissa Fernández y Rafael Trelles.
3. Entre paréntesis, "Diálogo con la basura", 2013.
4. Foto suministrada por Nick Quijano y Sonia Cabanillas.
5. El Toro, 1985.
6. Haciendo la corbata, 2006 - Col. UBS.