"Un arte crítico debería impulsarnos a desorganizar los pactos de representación hegemónica que controlan el uso social de las imágenes, sembrando la duda y la sospecha analíticas en el interior de las reglas de visualidad que clasifican los objetos y sujetos".
-Nelly Richard
I
Desde hace una década habrán sido miles las ocasiones en que las mismas imágenes habrán circulado a través de los medios de comunicación una y otra vez. Con un afán inagotable de provocar el recuerdo y unirnos bajo la conmoción, estas fotografías se han insertado en nuestra memoria colectiva, aparecen públicamente de manera insistente y nos remontan, inevitablemente, a las emociones provocadas por la catástrofe del 11 de septiembre en Nueva York. Generadas en su origen como resultado de la intensa cobertura mediática, las imágenes permitieron a quienes tuvieron acceso a ellas, ser testigo de la angustia causada por el colapso de un ícono mundial y del proceso que inevitablemente llevó el terror a otras partes del mundo, desde otros flancos.
Las impactantes fotografías que muestran el choque de los aviones contra las torres gemelas y el colapso del World Trade Center surgieron desde la inmediatez y circularon de manera ágil y veloz. Sin embargo, con el pasar del tiempo y después de ser difundidas masivamente, podemos desde la distancia retomar las imágenes y percatarnos que contienen dentro de sí mismas sólidas representaciones de vulnerabilidad y de angustia, y argumentar, sin temor a equivocarnos, que las mismas representan un diálogo con la humanidad y la histórica tragedia en la que se inserta una y otra vez el “hombre moderno”.
Estas imágenes representaron el colapso de un ícono mundial y la vulnerabilidad de todo un sistema de ideas que le acompaña. El ataque al World Trade Center, uno de tantos íconos inmersos en el paisaje urbano e insertados por tradición en el imaginario colectivo occidental, representó un golpe directo a un símbolo de poder y crecimiento económico global. Las Torres Gemelas servían de aliento visual a un estilo de vida que ha sabido defenderse y legitimarse a sí mismo dentro de las venas de las miles de personas que lo viven, lo sufren y lo defienden a diario.
Durante los primeros instantes, las imágenes de los ataques del 11 de septiembre fueron construidas desde la desesperación, la duda, la incertidumbre y la adrenalina, con el aparato fotográfico instintivamente convertido en escudo.
Pronto, según se desarrollaba la historia tras el pasar de los minutos, las horas y los días, las imágenes que ya representaban el primer documento informativo, se fueron cargando cada vez más de discursos, argumentos, denuncias e indignación.
Y la objetividad se descubrió a sí misma en su utópica concepción. Quienes fotografiaron el evento se dieron a la tarea de crear, a partir de su visor, sólidos íconos de heroísmo nacional y reinterpretar otros dentro del escenario catastrófico que antes había resultado ajeno, solo por la distancia geográfica o temporal.
Estas imágenes, difundidas una y mil veces, provocaron y todavía hoy provocan en quien las mira, un mar de emociones que desemboca inevitablemente en la aceptación masiva de un discurso oficialista que no cuestiona pero legitima una y otra vez una agenda política y económica, sedienta y agresiva, para algunos de justicia, para otros de venganza y para otros de control.
Con el pasar de los días, la tragedia del 11 de septiembre comenzó a tener nombre. La búsqueda de sobrevivientes pasó a ser una búsqueda de cadáveres y los rostros de las victimas comenzaron a aparecer en imágenes. El aparato fotográfico que transmitió la denuncia, hizo posible, a su vez, la humanización de la tragedia.
Esas miles de fotografías creadas en la privacidad de las instantáneas familiares, se trasladaron al espacio público para darle rostro y dimensión humana a las estructuras de concreto que vimos caer. Y las torres pasaron a ser todos o cualquiera de nosotros.
Así entonces, mediante un bombardeo compartido y participativo de imágenes, se construyó la unicidad del sujeto colectivo. Inevitablemente fuimos uno, todos (los que estamos al lado de acá) bajo una misma identidad de indignación y vulnerabilidad.
II
Para aquellos cuya memoria trasciende una década, el 11 de septiembre se transporta a una catástrofe similar. Un escenario destrozado por el terror, pero agenciado y dirigido desde aparatos construidos para la seguridad. El 11 de septiembre de 1973, un bombardeo aéreo acompañado por detonaciones en tierra dio origen a un tortuoso y represivo régimen dictatorial que representó una violenta ruptura en la historia de Chile.
En ese momento las imágenes transmitidas masivamente, permitieron al mundo ver y ser testigo del bombardeo militar contra otro ícono que había cambiado su significación. El Palacio de la Moneda representaba en ese momento la quimera de un poder popular que crecía en Chile a un ritmo peligrosamente acelerado para el liberalismo.
Muy pronto el terror esparcido dentro de la frontera chilena censuró la creación y difusión de imágenes. La posibilidad de argumentar, denunciar y disentir fue brutalmente reprimida, los aparatos mediáticos controlados y la unidad popular secuestrada, asesinada y torturada individual y colectivamente.
Al tomar control sobre lo público, la dictadura se cuidó de prohibir la difusión de aquellas fotografías que fueran contrarias a la construcción de su discurso. Con la censura se pretendió provocar a través de los años el olvido, la ruptura con la historia, la imposición de un imaginario en el andamiaje social y colectivo. Se construyó un discurso de unidad nacional bajo la tutela militar. Se agenció la sensación de un protectorado paralelo a la tortura. Se institucionalizó la censura. Se condicionó la libertad.
Las representaciones iconográficas del poder y el totalitarismo abundaron en esos 17 años de dictadura. Con la prepotencia que otorga la fuerza bruta se habían convertido en una presencia anejada al espacio visual nacional. Eran en sí mismas el referente vivo a la subyugación, el recuerdo visual diario de que la dictadura permanecía.
Sin embargo, a pesar del terrorismo operado desde el estado y el control sobre el espacio público, comenzaron a circular cautelosamente las llamadas “imágenes de resistencia”. Fotografías que argumentaron certeramente desde la denuncia y que retaban valientemente el régimen totalitarista y neoliberal de Augusto Pinochet. Apoyadas en la “objetividad” del documento, estas imágenes constituyeron un manifiesto al valor desde la “muda” confrontación de las imágenes con la realidad de quien las miraba y de quien las mira.
Cargadas de significación, estas fotografías no solo evidenciaron acciones de protestas públicas. A través de las imágenes, los disidentes lograron establecer sólidos argumentos acompañados por una denuncia frontal contra la represión y establecieron clara y abiertamente la existencia e insistencia de una lucha dispar en su fuerza, pero dispar también en su propósito y valor.
En manos de artistas como Elías Adasme, la fotografía se convirtió en una herramienta poderosa para la manifestación artística y las vanguardias en el reclamo humano por la posibilidad.
En manos de artistas como Eugenio Dittborn y Paz Errázuriz, las imágenes del fichaje, una herramienta más del aparato represivo, retaron su propia realidad de índice y clasificación, y la identidad colectiva estereotipada que imponía el totalitarismo se fragmentaba en tantas subjetividades como sujetos fueron capturados por el régimen militar.
Para sobrevivir, para retar el régimen, se reafirmó desde el arte el valor de la identidad individual sobre una identidad colectiva impuesta y estereotipada.
Así mismo, en manos de quienes resistieron políticamente el régimen, la fotografías se convirtieron en la herramienta a favor de los desaparecidos, en la evidencia de que alguna vez estuvieron con nosotros. Las imágenes resultaron ser a viva voz la “última trinchera del rostro humano”[1], para ser rescatados del silencio y el olvido, para dejar saber que alguna vez fueron individuos con vidas y opciones propias, unidos por la solidaridad del reclamo colectivo.
En las manos de artistas como Lotty Rossenfeld y el grupo CADA (Colectivo Acciones de Arte), la fotografía se convirtió en la posibilidad de evidenciar y difundir acciones de arte políticamente comprometidas. Dejar saber lo que sucedía representaba un reto enorme, sobre todo cuando esa actuación reclamaba un arte libre en su acción y temática, como representación política de la vida misma. Las imágenes de estas acciones de arte retaron la iconografía del espacio urbano donde la represión parecía insertarse en la normalidad.
Hoy, tras varios años de haberse instalado la democracia en Chile, las fotografías de aquellos que fueron victimas del régimen militar permanecen juntas y se difunden juntas. Sin embargo, a pesar de operar como colectivo, cada una de estas imágenes cargan en sí mismas un reclamo al derecho de cada individuo de existir, pensar y disentir política y subjetivamente. En estas fotografías, las victimas del régimen permanecen como identidades individuales que, más que construir un sujeto colectivo nacional, claman por la posibilidad de construir una identidad única como derecho humano y acción política.
Y en el resto del mundo moderno, el valor del sujeto sigue siendo la trinchera de la disidencia. La construcción de una identidad colectiva en torno al valor de la identidad individual a ser, pensar, optar y actuar política y subjetivamente: la quimera.
Notas:
[1] Nelly Richard. Fracturas de la memoria. Buenos Aires: Siglo XXI, 2007.