Conozco pocos hombres que hayan tenido el privilegio, el gusto, la dicha, la delicia, el placer, pero, sobre todo, el trauma de haber estado al mando de la labor doméstica de su hogar y de la crianza exclusiva de una bebita de un año. Soy privilegiado.
Como muchos puertorriqueños, intimidados por el discurso alarmista de que “las cosas están tan malas” en la Isla y seducidos por el verdor de la grama al otro lado de la verja, mi entonces esposa y yo nos mudamos para Rhode Island, en el noroeste de los Estados Unidos. Dicho estado, el cual fue el primero en declararse en quiebra luego del autogestionado colapso económico americano del 2008, es de la mitad del tamaño de Puerto Rico, hecho que me encanta repetir una y otra vez. Así como lo lee, no somos tan chiquitos nada. Allí, como cualquier inmigrante (claro está con todos los privilegios que nos brinda la ciudadanía americana sobre nuestros hermanos latinoamericanos) pasamos un sin fin de malos ratos.
Comienzo por ahorrarles los relatos del infierno que son los inviernos. Todos los días le doy gracias al dios Caribe por nuestro clima. Basta Facebook para enterarse. Seguido les digo que mi núcleo de tres (padre, madre y niña) nos adentramos a una cultura aparatosamente diferente a la puertorriqueña. Una cultura de valores anglosajones- victorianos, donde reina el discurso (muchas veces hipócrita) del “political correctness”, mezclado con los valores rebelde-anarquista-punk de la juventud americana y con los valores arrojados de un inmenso ghetto de dominicanos, guatemaltecos y colombianos, quienes eran estrictamente la clase trabajadora de allí. A este contexto nos fuimos a vivir, con la promesa de un empleo profesional de muy buena paga para mi esposa, y una vida doméstica para mí, quien, a fin de cuentas, siendo artista, cualquier cosa me queda bien mientras pueda seguir haciendo arte. Pensaba yo.
La vida de la labor doméstica es muy compleja, históricamente injusta y específicamente invisible. La escritora francesa Simone de Beauvoir creía sobre el rol de lo doméstico para la mujer que “la existencia precede la esencia”, y nada más cierto que esto. Se es uno primero, ser humano, luego se construye uno en los roles que “le asigna” la vida. Que el rol de lo doméstico haya sido relegado a la esfera femenina, ha sido principalmente por el hecho de que el poder político-social-militar… (la lista es larga) siempre ha estado constituido desde el patriarcado, por hombres demasiado listos que se han aprovechado y celosamente guardado su poder, a cuesta de casi cualquier cosa. No es hasta nuestras generaciones contemporáneas, moldeadas por el pensamiento crítico feminista, que podemos revisar y entender que el poder del patriarcado ha sido abusador y derrochador, manejado irresponsablemente, corruptamente, y que tiene que cambiar ya.
Entonces, el rol doméstico no tiene absolutamente nada que ver con el género, tiene que ver con los listos que siempre han estado en el poder. Es gracias a la era del feminismo que siquiera hemos podido mirar a los ojos este fenómeno antes galvanizado por las manos de “los más fuertes”; y gracias a esa mirada de confrontación las cosas han cambiado. Legiones de mujeres que se han profesionalizado con el pasar de las décadas, son ahora “las más fuertes” y las que traen “el tocino” a la casa, como fue mi entonces esposa.
La labor doméstica es de mucha soledad y de mucho silencio. Es una labor que nunca se acaba. Es desesperantemente interminable. Es una labor cuya misión aspira a no parecer labor, porque todo se limpia, todo se esconde, todo se perfuma. Irónicamente, cuando algo queda fuera de sitio o sin desempolvar es más notable que si la casa entera estuviese regada: el ojo crítico del otro, al llegar la noche y con hambre, no perdona. Añadido a esto, los infantes son máquinas de regar. Su propósito de vida es precisamente ese: aprender a través de la exploración física de los objetos y del juego. Es algo hermoso, pero contraproducente para quien se encarga de recoger. Es casi la representación visual de una “deconstrucción”.
Crié a mi hija desde el año hasta los tres. Asumí todos los roles de identificación necesarios: aprender su lenguaje de comunicación no verbal, cocinar a su gusto, velar por los signos de enfermedad, hacerme de un círculo social apto para ella, cambiar pañales con harto cuidado, peinar, bañar, leer cuentos, cantar y hasta rezar. Criar a un bebé es algo inexplicable y hasta fenomenológico, porque tiene un tempo atemporal. Es de suma importancia trasladarse de prisa de un lado a otro (completamente regido por los horarios alimentarios y de descanso de la cría), pero hay que hacerlo con calma y delicadeza. Los niños se “quiebran” muy fácilmente, se les hace llorar, se accidentan inesperadamente, y no hay nada más desesperante que un bebé fuera de control. Todo esto requiere de un aprendizaje vertiginoso por parte de quien cuida al bebé, y, al estar lejos de abuelos que le echen a uno la mano, es uno de los retos más grandes que cualquiera pueda enfrentar.
Viví muchos momentos de grave angustia, mientras estábamos solos en ese apartamento mi hija y yo. La promesa de que llegara una madre contenta en la noche —luego de echarse al cuerpo 40 horas de vida corporativa a la semana, con dos horas de tapón diarias, en temperaturas cercanas al subcero, sin sentir el sol por meses y meses— (demás está decir) no era muy prometedora. Entonces, encontrar unos zapatos fuera de sitio, encima de la mesa del comedor, podía o no ser una falta grave. La labor doméstica tampoco paga con dinero, paga irónicamente “en género”. Llegaba la compra una vez cada dos semanas, había techo, calefacción, agua, luz y cine los fines de semana, pero no había un sentido de finalidad. Se sentía más como una especie de purgatorio existencial, en el cual se repetían todos los días y noches por igual, per secula seculorum.
Cuando recientemente, alguien me comentó que “al menos te mantenían”, sinceramente, me dieron deseos de llorar. Mantenerse uno mismo es un asunto de supervivencia. Mantener un hogar es un asunto de expectativas. Siempre hace uno el “performance” de la casa feliz, donde se vive decentemente, donde hay remanso y seguridad, pero no es hasta que se experimenta en concreto ser dueño del rol doméstico que se puede entender de que carajos se llevan quejando las mujeres toda la historia. Estoy agradecido a mi exesposa por esos años de angustia. Hoy día soy un hombre mucho más fuerte gracias a ella, pero esa fortaleza, claro está, no es de carácter sino de paciencia, de amor por la familia y de respeto por el trabajo. Así aprendí que el trabajo es honra, con paga o sin ella.
Lista de imágenes:
1) Steven Frost, "Rules of the Marquess of Queensbury", 2010.
2) Steven Frost, "Rules of the Butcher", 2010.
3) Steven Frost, "Every Man a Winner", 2011.