Hay quien dice que tengo buena mano para las plantas. O, como dicen los estadounidenses, que tengo un pulgar verde. Agradezco el cumplido. Sin embargo, me pregunto si se trata sólo de las manos y del pulgar. ¿No será quizá que lo que tengo verde es el ojo o el olfato, el oído? Si se me dan bien las plantas es porque las miro, les presto atención, las toco y hasta las huelo. Mis sentidos me dejan saber cuándo necesitan agua, sol, sombra, abono, hasta un poco de cariño.
Y me pregunto si lo que es cierto del cultivo de las plantas no lo es también de otros cultivos, de otros afanes, como el proceso de enseñanza-aprendizaje.
He sido maestro por ya casi cuatro décadas. Lo he sido por casualidad —en mis momentos más piadosos digo que por providencia divina— ya que nunca me había propuesto la enseñanza como carrera. Por el camino, he tenido ocasión de reflexionar largo y tendido sobre esa tarea difícil, exigente, frustrante, imposible, aunque también noble y sorprendente, que es la enseñanza. ¿Qué es enseñar? ¿Qué es precisamente lo que se enseña? ¿Cuál es la relación entre enseñar y aprender?
Se han escrito seguramente miles de páginas sobre cada una de las preguntas anteriores, ninguna de las cuales se prestaría para este breve ensayo. Lo que me interesa explorar aquí, de manera inevitablemente superficial, es el papel de los sentidos y del espíritu en el proceso de enseñanza-aprendizaje.
No es posible enseñar ni aprender si no miramosel objeto bajo estudio, si no lo escuchamos, lo tocamos, lo contemplamos, si no nos entregamos a él con la integridad con que un niño juega y aprende. Uno de mis hijos es maestro de cuarto y quinto grado en una escuela de Harlem. Se trata de un plantel excepcional donde los niños aprenden con las manos en la masa. Se mueven por el aula, dialogan con sus compañeros, observan, miden, recortan, serruchan, pintan, calculan, imaginan, conjeturan, investigan. Cuando uno de ellos se enfermó y tuvo que ser hospitalizado, le dijo al médico que se apresurara a curarlo porque tenía que ir a la escuela el lunes. El lunes lo esperaba su proyecto, y también lo esperaba una comunidad para la cual el aprendizaje sigue siendo apasionante.
En mi propia práctica como maestro de lenguas extranjeras, evito las reglas, cuyo valor real es sólo como un a posteriori, un conocimiento que sólo tiene sentido después que se ha experimentado y comprendido la lengua. En vez, invito a los estudiantes a prestar atención al comportamiento de la lengua. ¿Cómo se comportan los verbos cuando lo que se quiere expresar es el matiz de repetición o continuidad de una acción versus el matiz de acción iniciada o concluida dentro de cierto tiempo contextual?
Cuando intento responder a esta pregunta, procuro que los estudiantes sientan los valores relativos del imperfecto y del pretérito, que los visceralicen, si se me permite el neologismo: damos saltos para expresar el sentido puntual del pretérito, o movemos la mano en forma de onda para expresar el sentido de acción en marcha,de habitualidad, de repetición o de duración indefinida que caracteriza el imperfecto. Recalcamos el valor narrativo del pretérito moviéndonos de un punto a otro: “Abrió la puerta, entró en la sala, caminó hacia el podio y gritó: ¡Viva el español!”. Consideramos el valor descriptivo del imperfecto, cómo detiene la narración para pintar escenas, y nos movemos también, pero esta vez como un pintor se mueve frente a su lienzo.
Si se trata de literatura, invito a mis estudiantes a prestar atención al comportamiento de los textos, para lo que hará falta leer y releer, curiosear, hurgar en el territorio de significado que es un texto literario. Y si de un territorio se trata, propongo a mis alumnos que actuemos sobre el texto como lo haría un explorador: mirando, escuchando, tocando, husmeando. Hay tanto que descubrir en una obra literaria; pero nunca lograremos tales descubrimientos si no nos entregamos al texto de cuerpo entero.
Repaso mi propia experiencia como estudiante y constato que mis maestros inolvidables son precisamente aquellos que traspiraban su materia. Descubro que mi aprecio de estos maestros tiene poco que ver con su método de enseñanza y todo que ver con una entrega al objeto de estudio que se les salía hasta por los poros en busca de espíritus afines con quienes compartir su propia devoción. Algunos de estos maestros inolvidables usaban el método socrático, otros dictaban conferencias, y aún otros usaban métodos menos ortodoxos. Todos, sin embargo, rezumaban autoridad, entrega, pasión, integridad.
¿El espíritu? Sí, pero no uso la palabra “espíritu” aquí en un sentido religioso, sino en el sentido de aquello que nos anima o mueve, aquello que nos da vida, fuerza y movimiento. Sólo se puede aprender y enseñar si nos mueven el interés, el compromiso, la curiosidad genuina, el deseo verdadero de aprender y que nuestros estudiantes aprendan. Viene a mi mente una profesora de matemáticas que tuve hace décadas y que ha de permanecer en el anonimato. Cuando algún alumno levantaba la mano para hacer una pregunta, solía decir con cierta languidez: “¿Y tú quieres que me levante y vaya a la pizarra?” Pero, también acude a mi memoria un profesor que tuve en Emory University, el teólogo argentino José Míguez Bonino, quien daba unas conferencias magistrales, en las cuales se asomaba un espíritu asombrosamente vigoroso, comprometido, íntegro.
Recuerdo una reunión de padres y maestros en el colegio donde estudiaban mis hijos hace muchos años. La directora trataba de explicar por qué no había aún un maestro de inglés. Una madre levantó la mano, se puso de pie y dijo: “Yo lo que quiero saber es qué van a hacer a la hora de poner las notas”. Me fui de la reunión con la sospecha de que si la directora hubiera contestado “les pondremos “A” a todos”, la madre se habría marchado satisfecha.
¿Qué proceso de reemplazos habrá tenido que ocurrir para que aquella madre llegase a concluir que lo único que merecía su inquietud y desvelo era la nota al final del curso? Creo no equivocarme al afirmar que todos los niños nacen con una curiosidad voraz. ¿Qué les hacemos por el camino para que esas ganas de aprender se reduzcan a la codicia por un signo —la nota— aun cuando el signo ya no signifique nada?
Me temo que nuestro sistema educativo esté plagado de esa idolatría. ¿Cuántos padres que hacen ellos solitos el proyecto para la feria científica no se congratulan y sienten orgullo por su hijo cuando el proyecto gana un premio? ¿Cuántos no sienten una satisfacción inmensa cuando el nene o la nena “les saca todas A”, aunque no haya aprendido nada de valor verdaderamente formativo? Es una especie de síndrome de impostura educativa que nos ha llevado a reemplazar el valor del aprendizaje por el ídolo de la nota, la estrellita, la cinta o la medalla.
Pero, al fin y al cabo, no se trata ni de sensualidad ni de espiritualidad ni de racionalidad como si fueran entidades discretas e independientes. De lo que se trata es de la totalidad de nuestro ser: boca, tacto, olfato, oídos, espíritu y cerebro. Se trata de integridad. No hay adiestramiento ni método que, prescindiendo de tal integridad, pueda desembocar en el momento eureka del verdadero aprendizaje. Las preguntas claves serían: ¿cómo se enseña esta integridad?, ¿por dónde se comienza a transformar un sistema educativo que amaestra y achata al ser humano, en uno que lo invita a entregarse de cuerpo entero a la aventura interminable del aprendizaje?
Dicen que el gran maestro francés Yves R. Simon definía la enseñanza como un desbordamiento de contemplación. En efecto, me parece que la enseñanza tiene que ser una especie de derrame de nuestra entrega al objeto de estudio; un superávit que se desborda en busca de cuerpos, mentes y espíritus que de alguna forma sientan una curiosidad similarmente ávida.
Lista de imágenes:
1) R. Kikuo Johnson, "Building a Better Teacher", 2010.
2) Eskinder Debebe, "World Teachers' Day", 2014.
3) Julian Germain, "Saudi Arabia, Dammam, Kindergarden, Activities" de la serie Classroom Portraits, 2004.
4) UNICEF, "Malawi Classroom", 2012.
5) Julian Germain, "Brazil, Belo Horizonte, Series 6, Mathematics" de la serie Classroom Portraits, 2004.
6) Noel Celis, Una maestra de la escuela de Camias en las Filipinas enseña a sus estudiantes la lengua Atya, una lengua que está bajo el peligro de desaparecer, 2012.