Diseminados (parte 2)

*Esta es la segunda y última parte de "Diseminados", una pieza que alude a la emigración antes y después del golpe militar de Chile, pero también a la dispersión de cuerpos vivos y muertos. Para acceder a la primera parte, pulse aquí.

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Los padres de Jaime Giordano, Enriqueta Mirshwa y Lucio Enrique Giordano. (Concepción, Chile)

Jaime no se fue de Chile en los años 60 por razones “político partidistas”, aunque toda expresión fuera entonces, de partida, política. En pleno gobierno de Alessandri, justo cuando la Universidad de Concepción le había dado una beca para irse un año a investigar a Harvard, Jaime, que a los 25 años era ya catedrático de literatura hispanoamericana, se le ocurre publicar un artículo nada menos que en la misma revista de la Universidad alabando la “vitalidad”, “apertura vanguardista”, “ornato” y “máxima hermosura” de la ciudad de Concepción: su cementerio, añadiendo a esto el agravio de que la ciudad carecía de líderes. 

No hizo más que salir aquel artículo en la propia revista de la Universidad cuando el entonces rector de la Universidad, que por supuesto se consideraba un líder, lo declara 'persona non grata' y le revoca la beca.  Jaime, despechado, aceptó un contrato de “Assistant Professor” en la Universidad de Nueva York en Stony Brook. Como el abuelo, tendría que volver a empezar de cero.

En el invierno chileno de septiembre del 73 y verano de Nueva York, Jaime no llegó a escuchar en Santiago el último discurso de Salvador Allende, sino aquel otro de junio en la tarde del Tancazo en el que la multitud le gritaba: “A cerrar, a cerrar, el Congreso Nacional”, mientras el presidente intentaba persuadir al pueblo de su férrea confianza en la tolerancia y la deliberación democrática.

 

Jaime siguió de paso hacia el norte de Chile, en ruta a conocer Lima, seguro de que volvería a Lota a trabajar en asuntos culturales con Danilo González, el alcalde comunista fusilado en Concepción a raíz del golpe militar del 11 de septiembre. Ni Jaime ni Enrique regresarían a Chile hasta la apertura que se diera en los años 80, cuando a Gonzalo Rojas le removieron la “L” del pasaporte chileno.

La atmósfera asfixiante del Concepción de mediados de los 60 no sería ni remotamente comparable a aquella brutalidad que acallaría la voz diseminando masivamente los cuerpos disidentes sin deliberación, tolerancia ni juicio alguno. Un italiano anarquista expatriado no pudo imaginar hasta donde llegaría aquella monstruosidad en ciernes.

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Pablo Giordano y su abuelita. (Concepción, Chile)

En Chile quedaron los viejos solos y también Pablito, con su madre, Eliana, quien nunca pudo adaptarse a gringolandia.  Entre una familia tan grande y diversa hubo de todo.  Mientras algunos se exiliaban en Francia, Italia y Australia, otros resistieron desde adentro y algunos, de alguna manera, participaron en el régimen de Pinochet “living la vida momia”. 

En una de mis vueltas a Chile, quizás en el año 1986, un escritor alemán me mostró los bocetos de los murales de Julio Escámez, destruidos por los milicos en la Municipalidad de Chillán. Se comentaba que ganas no le faltaron de hacer la misma destrucción con el mural de la Universidad de Concepción: “Presencia de América Latina”, de Jorge González Camarena, pero hubiese sido una ofensa diplomática contra México.

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El joven Enrique Giordano, al inicio de la década de los '60. (Concepción, Chile)

Si en Nueva York el Chile Democrático, en las inmediaciones de las Naciones Unidas, consignaba testimonios de ex presos políticos para olfatear con la escritura la huella de tantos cuerpos ausentes, en Chile era también imperativo preservar aquellos bocetos de Julio Escámez con la ilusión de restaurar, en un futuro que parecía lejano, aquel impresionante mural que historiaba “la violencia social” y “el abuso imperial sobre pueblos indefensos” en pleno siglo XX, tal como Camarena había pintado la conquista y colonización de América Latina. Desde el pasado y el presente, ambos representaban las heridas de Latinoamérica para sanar el futuro, como lo había hecho Neruda en “Alturas de Machu Pichu”:  “Sube a nacer conmigo, hermano,/ Dame la mano desde la profunda/ zona de tu dolor diseminado”.

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Con la mayor ingenuidad del mundo, no pude contener un mal carmenritazo y le empecé a decir al escritor: “Vaya suerte la suya, los otros amigos de Jaime tuvieron que quemar hasta los libros”. Iba a seguir comentando, cuando Jaime me pegó un pisotón por debajo de la mesa, prueba irrefutable de que estaba literalmente con una mecánica conexión entre boca y patas. Al salir de aquella velada, me explicó Jaime que “afortunadamente”, como muchos extranjeros habían llegado a Chile después de la Segunda Guerra Mundial, Pinochet parecía asumir que tener apellidos alemanes, polacos, checos, dálmatas, rusos o hasta italianos, garantizaba un perfil fascista que los adhería incondicionalmente al régimen. 

El niño Jaime Giordano con su triciclo, 1942. (Concepción, Chile)

En parte tenía razón porque en la ola de fascistas escapados de la Segunda Guerra Mundial estaban muchos de los artífices de la tortura de la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional). Pero entre muchos descendientes de emigrantes, un poco más libres de la vigilancia del régimen por sus apellidos “europeos”, había quienes usaban esa ventaja para salvar libros, pinturas prohibidas y dar asilo a perseguidos por “razones” políticas.

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Fue entonces que me contó algo que había mantenido en secreto por 13 años: su padre y su madre, como tantos otros extraños solidarios, habían también ocultado en su casa a un colega y amigo nuestro. Jaime estaba en Lima, y de ahí volvió a salvo a Nueva York, pero varios de sus ex colegas de la Universidad de Concepción no solo fueron echados de sus puestos de trabajo, sino colocados en la lista negra, y desde los primeros días buscaron la manera de escapar de los torturadores de la DINA.

El niño Jaime Giordano en su primer verano en el río Taboleo. (Verano de 1945, Chile)

Uno de esos colegas perseguidos pidió asilo en casa de los viejos Giordano Mirschwa, y ellos lo metieron en una pieza en el segundo piso con la estricta prohibición de encender la luz o descorrer las cortinas. Había allí también una covacha donde podía esconderse en caso de que irrumpieran los milicos enviados por un momio más malo que el futuro malvado Voldemort de Harry Potter. Una vecina los delató, informando que había visto una silueta en la casa mientras los dos viejos estaban en la iglesia. 

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Aunque no allanaron la casa como era frecuente hacer entonces, apostaron a un carabinero 24 horas al día en la vereda del frente para atrapar aquella silueta enemiga si intentaba salir de su guarida. Con tan mala y buena suerte que justo se aparece a visitar a los viejos un sobrino de doña Enriqueta que era piloto y general de los carabineros. Al encontrarse con el uniformado enfrente de la casa, le pregunta, por supuesto, la razón de tal control de vigilancia. El asilado se mantuvo inmóvil en la pieza, una sombra bajo otra sombra, mientras doña Enriqueta y don Aníbal le servían al sobrino pan amasado, pebre, longanizas con papas, kuchen y mate para calentarse en el invierno.

Intercambiaron noticias sobre la familia en Temuco, hicieron chistes de los viejos tiempos porque de los nuevos no convenía hablar. Al despedirse del sobrino, se quedaron pegaditos, colgados a la puerta del vestíbulo que daba a la calle, desde donde escucharon al sobrino-oficial decirle al carabinero: “Andate, huevón, que estái perdiendo el tiempo por las puras vigilando a estos viejos momios”. En pocos minutos que parecieron mil años desaparecieron el sobrino y el guardia apostado ya por varios días frente a la casa. Detrás salió una silueta cubierta hasta las orejas con un abrigo de lana, a buscar refugio en otra parte.

El niño Enrique Giordano, 2-3 años de edad (Chile, 1949)

En 1997, poco antes de aceptar el puesto de profesora en la UPR y saltar otra vez el charco hacia la isla, llevé a mi hijo Danilo a ver el film de Roberto Benigni: La vita è bella. A la edad de 8 años, él comprendió que de algún modo esa historia se tocaba con la suya.

Después de reír y llorar por buen rato, me dijo: “Mamá, ¿cómo fue que el abuelo Giordano se salvó del holocausto?” Aunque murió regañando y lamentara en su momento haber tenido que salir de Italia, le dije que esa desgracia lo había salvado de Hitler. Tu padre y tu tío se fueron de Chile a tiempo; los salvó el espíritu rebelde del abuelo y las plegarias del padre converso, le dije. 

 

A Danilo González lo fusilaron sin que mediara la triste e ingenua comicidad del padre del niño de aquel film de tragicomedia italiana. A otros los echaron en fosas comunes, en el mar, en el desierto de Atacama, ametrallados desde algún helicóptero intentando cruzar la cordillera. Otros sobrevivieron con asombro el horror de vivir para mirar los “ojos taladrados” y hablar desde “tantas bocas muertas, tanto dolor, diseminado”.

 

*Daguerrotipos y fotos originales, cortesía de la familia Giordano-Rabell.

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