Carta desde la calle: rondas de sopa para el alma

 

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Puerto Rico, como muchos otros países, enfrenta un problema craso de personas sin hogar. Este es el término que prefiero usar, pues “deambulante”, como coloquialmente se les llama a las personas sin techo, es un término mal aplicado. Deambular, según  la Real Academia de la Lengua Española, significa “andar, caminar sin dirección determinada”. Este término puede incluso referirse a un estado sin rumbo, y ¿quién no se ha sentido alguna vez sin rumbo? Esto lo aprendí hace algunos años, cuando todavía para mí era normal usar el término “deambulante”, término que hasta nuestra constitución define como la falta de techo propio.

Sin embargo, mi propuesta no es problematizar la definición de la palabra, sino el contexto en el que se utiliza. Aquí no suele utilizarse el término “deambulante” para hacer referencia al que está sin casa. “Deambulante” es el aufemismo que se usa para no decir “tecato”, que es como despectivamente nos referimos al usuario a drogas. Este cliché puertorriqueño lo he escuchado más de una vez, y las contradicciones inherentes en la definición misma me pegaron en la cara a mí también. Precisamente porque su fuerza etimológica me conmovió comencé a ver el problema de las personas sin hogar desde otra perspectiva. En varias ocasiones he aceptado el hecho de que no sé ni de dónde vengo ni a dónde voy: más de una vez he sido “deambulante”.

Esto lo aprendí en la calle. Ahí estábamos una amiga y yo, sentadas en la acera de un centro comercial de Caguas, viendo a la gente pasar y mirarnos con desprecio. Podía leer en los ojos de los viandantes los cuestionamientos: “¿qué hacen ellas ahí?, ¿no les da asco estar tiradas en la acera?”. Murmuraban… “ese hombre debe apestar, si se dejan engañar les va a robar”. Lo cierto es que la persona con la que conversábamos sí nos robó. Pero no a punta de pistola ni a la fuerza. Nosotras nos dejamos robar por la ternura que nos dio la plática. Ese día terminamos comprando todo lo que a nuestra idea él necesitaba para pasar la noche, sin un techo, pero con lo necesario. 

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Allí dio inicio mi etapa de sopas y rondas, ahí comenzó mi lealtad con la gente del más desafortunada del país. Comencé a descubrir los beneficios de pertenecer a los(as) muchachos(as) de las sopas. Mi participación en este proyecto me permitió entrar a algunas de las barriadas más peligrosas del país. Llegar hasta allí suponía, entrar en la tierra prometida de los que reciben y reparten comida. Es tratar de ganar la confianza adquirida tras años de inseguridad que generan sospechas en los más vulnerables. Es también conseguir por medio de un acto de generosidad que quién manda en aquellos territorios diga: “ustedes pueden entrar”. Implica además descubrir que en algunos de los lugares más “calientes” del país es posible sentirse más protegida que en la propia casa. Era común en esas noches sin techo, entregando sopa, que la conversación del alma nos llevara a entender por qué cada uno no tenía casa y por qué los prejuicios de los que tenemos nos hacen, asimismo, más miserables.

En esas noches conocí a mi amigo Lenny, un joven de unos 30 y tantos años, delgado y alto. Lenny me conmovió de maner extraordinaria. Hizo que me sintiera desolada, impotente, frágil… Él en realidad no, lo que me hizo sentir así fue este sistema corrupto y absurdo que pedía, para rehabilitar a un hombre adicto, que no fuera un adicto “tan difícil”. Todavía no se entiende que la adicción es una enfermedad, y que es más simple rehabilitar al adicto a la cafeína que al adicto a heroína.

Todo centro tiene sus exigencias, pero al que llamé buscando ayudar a mi nuevo amigo, me lo describieron como el Edén. “Yo prácticamente tengo un Edén aquí”, me dijo con voz tímida la directora del lugar, en busca de empatía. Llamé a distintos centros: recibí las mismas respuestas. En cada uno me interpelaban con preguntas que hoy considero más absurdas que cuando me las hicieron: ¿tiene identificación y certificado de nacimiento? Varias veces escuché con paciencia cuando me decían: “no tengo espacios, lo puedo anotar en lista de espera”.

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Qué lógica tiene solicitar identificación a un hombre que vive en la calle y que duerme dónde caiga la noche. O, más bien, ¿qué importa?… Desde cuándo es lógico concluir que toda persona sin hogar, adicta o no a sustancias controladas, está muy pendiente de sus documentos personales, que jamás los ha vendido ni dejado en el olvido. De todas las frases que tuve que escuchar en aquellos días, además del Edén, una más logró marcarme de por vida. 

En un centro estuve a punto de lograr que “entrevistaran” a Lenny. La directora, para aceptarlo o no, quería garantizar primero que alguien asumiría el costo de $25.00 que tenía la cita inicial. “¿Quién pagará la cita?”, inquirió la mujer. “Yo”, respondí. De inmediato aquello se convirtió en un diálogo que deseaba terminar de inmediato. Aquella persona que dirigía un centro de rehabilitación intentaba convencerme de que mi intento no valía la pena, pues son muchas las veces que “este tipo de persona” dice que quiere salir del “vicio” y en realidad no es así. En aquel momento comprendí a Lenny. Si me reciben para rehabilitarme con el mismo trato que tengo en la calle, ¿para qué? ¿Dónde se deja de ser humano? ¿Dónde dejo de tener derechos? ¿Dónde no merezco un poco de aprecio y respeto?

Esta “carta desde” mi indignación y mi empatía se la dedico a Lenny, mi amigo sin hogar, quien se fue del país y logró encontrarse con los suyos, y a quien, hasta este momento, no he vuelto a ver. No sé si volveremos a econtrarnos. No sé si tan siquiera logró librarse de su adicción, solo sé que como él hay demasiados, al mismo tiempo que apenas hay pocos centros para atenderlos, y muy pocos corazones que creen en la rehabilitación.

Quisiera dedicar esta carta también a todos los que salen a hacer rondas, a todos los que escuchan a Lenny, a Angelito, a Silencio y a tantos otros. A los que entienden que todas las personas el contacto de un abrazo y la belleza de la compasión, sin importar su olor ni su físico. ¡Que vivan las noches de sopas que alimentan el alma y las aceras sucias, que a fuerza de encontrarnos con el otro, hemos convertidas en sillas!

 


Lista de imágenes:

1. Skid Robot, de su serie sobre graffiti y las personas sin casa de Los Ángeles, California, en la que Skid Robot graffitea los sueños de las personas más desafortunadas de la ciudad, 2014.