Querida Marta:
Qué bien saber de ti y saber que pronto te irás para Alemania. No pensé que sería posible alcanzarme ya que he cambiado de dirección muchas veces en este pasado año. Zeist, Cotonou, Newcastle y ahora en Utrecht, Países Bajos: la última estadía (por ahora). Tan pronto comenzaba a acostumbrarme a un lugar, llegaba la hora de marcharme a otro y lo que se sentía como mi hogar pasó a ser dos cosas. Mi hogar parcialmente se convirtió en Facebook, en Gmail, el mundo que estaba más allá de la computadora donde por primera vez me pude conectar con precisión a las causas que me interesaban. Ahora siento que cuando vuelva -ya en un mes - tendré cómo encontrar lo que busco. Tengo una larga lista escrita en la cúspide de mi soledad de cosas que necesito hacer al volver a Puerto Rico. Suena melodramático ahora, pero no tienes idea de lo sola que me sentí por tantos meses.
Por eso es que mis hábitos rutinarios también se volvieron mi hogar. Mi familia eran las cosas que yo hacía… el sándwich de huevo, jamón y queso todas las mañanas… y mirar las plantas y los animalitos en los lindos caminitos de este país. Las plantas y los animales fueron los únicos que al principio sentí que me entendían y me aceptaban sin prejuicio alguno. Con ellos no tenía miedo de exponer quien yo era. Me sentí más o menos igual a cuando era pequeña... prefería estar con los animales porque ellos eran menos complicados y más acogedores que los humanos. El bosque alrededor de mi casa me hablaba otros cuentos que nunca había oído y aunque no me podía comunicar en neerlandés con la gente que paseaba sus perros, aún así los perros me saludaban.
Pero, quizás hace un año atrás la de los prejuicios fui yo. Pensé que debía disimular mi personalidad, volverme en otra, más seria, más profesional. Eventualmente, me di cuenta de que nunca he sido quién para portar una máscara. Me río demasiado, canto en voz alta y dibujo en mis libretas. Me gusta dormir y cuando encuentro algo aburrido, se me hace difícil pretender que presto atención. La esencia se me sale por los ojos y en los ligeros movimientos de mi cara. Pero, creo que sobreestimé cómo la gente de aquí me mediría.
Al final del día, después de que no afectes a nadie negativamente (no los saques de su projected path), a nadie le importa mucho cómo eres siempre y cuando te portes bien. Mi comportamiento más arriesgado durante ese tiempo fue simplemente correr mi bicicleta de noche sin tener la luz encendida porque se había dañado. Sabía que, si me veía la policía, me podían dar una multa. Mas, esto nunca sucedió y la nerviosidad me llevó a arreglar la luz lo antes posible. Me volví en una buena residente holandesa.
Los hábitos que por tanto tiempo fueron prohibidos por leyes que no acaté, convirtiéndome en una criminal ante la ley, de repente no eran la gran cosa. Dentro de lo estipulado por la ley del país, pude agradablemente disfrutar de fumar. Con tanto estudiar no fue fácil mantener mis hábitos de fumadora, pero aprendí a incorporarlo a mi rutina asignándome horas específicas. Al principio pensé que fumar sería visto como algo de mal gusto, ya que acostumbramos a que sea así, sin embargo esa idea sólo estaba en mi cabeza y nadie le daba importancia (quizá sólo yo).
El complejo de ocultar quién yo era, por miedo a ser juzgada, cambió en los primeros tres meses. Luego volví a aceptarme como era y comencé un proceso de reafirmar mi personalidad: sin complejos. Me di cuenta de que siempre sería más o menos la misma. Aunque al principio de mi estadía en Países Bajos comencé a dudar mucho de mi decisión, eventualmente las cosas fueron cayendo en su lugar. No obstante, el proceso fue uno lento y de mucho trabajo.
La meditación fue lo más que me ayudó a aceptar mi nueva realidad. Al principio me sentí sola y perdida. Tenía miedo de preguntar y pedir ayuda cuando me perdía rumbo a algún lugar; en más de una ocasión se me aguaron los ojos por esto. Toda mi vida me habían dicho que yo era inteligente y aquí, por primera vez, me sentí como tremenda idiota. Me tardaba más que los demás en pagar en el supermercado – nunca sabía en qué dirección pasar la tarjeta y para contar las monedas me demoraba una eternidad. Las viejitas más arrugadas pasaban por delante de mí en sus bicicletas y los niños de 6 años también. Hacía carreras contra ellos en mi mente y ellos siempre ganaban.
Igualmente, por más que me esforzaba estudiando, leyendo y preparando los ensayos, en las primeras evaluaciones sólo obtenía un “pass”. Hablar y escribir el inglés un poco mejor que mis compañeros de clase no creaba ventaja alguna puesto que las destrezas que los profesores buscaban para evaluar no las tenía tan bien desarrolladas en ese momento. Descifrar cómo usar los sitios web de la transportación pública y aprender a navegar sin hacer una copia del Google Map en un papel, también tardó un tiempito. Pero, al final de esta estadía podía tener un claro mapa mental de mi destino, con nada más que el nombre de alguna calle para ir a la segura.
Y eso es sin hablar del frío… EL FRÍO…. Con tres pares de medias mis pies todavía se sentían congelados en septiembre. Tuve más frío cuando llegué en septiembre que en el pleno invierno de diciembre. No era posible sentirme cómoda en mi cuerpo con tres capas de ropa y la piel reseca. Comencé a sentirme como los fundadores de los cultos dedicados a la naturaleza y el sol. Cuando veía el sol brillar, me ponía bajo sus rayos, sintiendo el calor en las mejillas y dándole las gracias por existir. Nunca quería que el sol se escondiera. La noche representaba la muerte. Hasta lavarse las manos era como un castigo porque el agua salía demasiado fría.
Había llegado a Países Bajos en otoño, y los canales de agua, paralelos a los carriles de bicicleta que tomaba de camino a la universidad, se confundían por caminos cuando les cubría un delicioso musgo verde. Por ese camino saludaba a caballos, ovejas, cisnes y cabras. Siempre era un placer correr mi bicicleta por este lugar. Era imposible no sonreír.
Ya para noviembre, los canales habían comenzado a congelarse. En mi mente, luchaba contra el invierno. No quería que la naturaleza muriera, pero, a la vez, las hojas se veían más hermosas con su color anaranjado. Recuerdo la primera vez que vi escarcha acumulada sobre las hojas en el césped una mañana. Me dieron ganas de comérmela porque me recordaba a un icee, pero decidí esperar a que la nieve fuera más blanca. Ya en invierno, finas capas de hielo cubrían los cruces y caminos de los canales. Me daban ganas de correr mi bicicleta sobre los canales congelados, aunque sabía que esto era una locura. Nunca había visto nieve y esperaba este momento con ansia.
Creo que fui de las primeras en la clase de Development Themes que notó que había algo “raro” con el clima afuera. La lluvia... descendía irregularmente. Luego de unos minutos, lo supe con certeza: sí, ¡sí!, estaba nevando. No pude prestar atención a la clase ese día. Se veía demasiado bonito afuera. No fue fácil correr la bicicleta de vuelta al apartamento. Al menos me distraje tratando de comer toda la nieve que se acercaba a mi boca. Aunque el frío me mataba por dentro y me convertía en una ermitaña, la nieve siempre me gustó ya que era un placer visual observar todas sus diferentes fases. Lo que no era tan agradable era el hielo resbaladizo que se formaba en las aceras y carreteras. Fueron varias las ocasiones donde me precipité, tanto con las botas puestas como en mi fiets.
Al comienzo de febrero, logré escapar ese invierno y terminé en un país un poco más caliente que Puerto Rico: Benín. Por las mañanas, mariposas danzaban volando alrededor del pozo que estaba al frente de mi casa. Por las soleadas tardes, veía a los choferes de los zémidjans (taxi-motos) durmiendo sobre sus motoras bajo la sombra de algún buen árbol. La gente de Benín siempre tenía más calor que yo. Yo andaba agradecida del calor mientras todos adoraban el aire acondicionado como uno de los privilegios más exquisitos del mundo. Los niños dormían escondidos del sol bajo la mesa sobre la cual su madre vendía comida en la calle. Por la noche, los murciélagos arropaban al cielo mientras yo observaba las estrellas. Eran casi las mismas que se ven en Puerto Rico. Las de Utrecht eran otras.
En Benín también experimenté mucha soledad y aislamiento, especialmente por las dificultades de comunicación. Internet era un verdadero lujo, no tanto por el precio sino por la disponibilidad y por ello le era difícil (si no, imposible) a mi familia y amigos contactarme por teléfono. Aprendí francés en ese país y ya para el final de mi estadía la gente no me ridiculizaba tanto. Aprendí a ser feliz dentro de esas circunstancias y logré llevar a cabo exitosamente mi investigación.
Antes de regresar a Países Bajos para comenzar a escribir la tesis, hice una parada en Newcastle, Inglaterra para visitar a un amigo puertorriqueño que cursaba estudios allí. Sólo te diré una cosa. Esa-gente-sabe-parisear. No se me hizo difícil adaptarme a su estilo de vida y el frío, acompañado por la neblina que tanto caracteriza a ese país, me preparó para sentirme cómoda al regresar a Países Bajos. Una primavera (casi verano) me estaba esperando.
Fue una experiencia completamente diferente a la que viví durante los primeros meses del 2010. En primer lugar, después de haber pasado tres meses en el árido Benín, donde, a pesar de mis intentos, no logré hacer amigos, estar ahora en Utrecht –donde la gente entendía al menos inglés– se sintió como un alivio enorme. Sentí que volvía a casa. La temperatura para el mes de mayo era perfecta. Ni muy fría ni muy caliente, pero lo más importante es que ya no tenía miedo. No tenía miedo a salir ni a preguntar y ahora que no tenía cursos fijos y mi único deber era escribir la tesis, tenía el tiempo y la temperatura para hacer todas las cosas no académicas que me habían atraído hacia este país.
Mayormente fui a muchos conciertos. Quizá lo más especial de todo fue el proceso en que mis compañeros de clase se convirtieron en mis amigos (de los buenos) – de esos con los que sabes que vas a mantener contacto. Y juntos pasamos muchas tardes y noches hablando y riendo. Y no sólo eso sino que también encontré un pequeño pero hermosísimo grupo de puertorriqueños. Eso fortaleció el nuevo sentido de hogar que ahora tenía y creó memorables recuerdos. Y aunque el estrés de finalizar mis estudios fue mucho, todo valió la pena al final. No me arrepiento de nada. La soledad que sentí en momentos sólo me hizo más fuerte y me ayudó a encontrar un sentido de identidad más firme que el que tenía antes de emprender este viaje.
Al final del día aprendí cómo mejor aceptar a los demás y a mí misma. Me di cuenta de que simplemente porque alguien no escuche la misma música que uno, comparta los mismos puntos de vista socio-políticos o que incluso sea miembro del Tea Party no quiere decir que no podemos ser amigos. Al contrario, encontré amistades tan pronto dejé ir mis prejuicios.
Así que, mi querida Marta, ahora que me entero que pronto partirás, también de mi querida isla, el mejor consejo que te puedo dar es que cualquier prejuicio o preconcepción que tengas sobre ti o sobre los demás, déjalo ir. No resistas. Mantente abierta a todo lo nuevo, especialmente si te da buena vibra. Y aunque a veces te frustres porque las cosas no salen como quieres o como esperabas, cógelo con calma que todo se arreglará. La vida nos enseña todo lo que necesitamos saber y, a veces, el más ignorante es un maestro que te enseña el arte de la paciencia. Está en nosotros aprender, y para eso hay que tener una mente y un corazón abierto. Después de todo, para eso es que viajamos, ¿no?
Un gran abrazo,
Stephanie
Utrecht, Países Bajos
*Todas las fotografías fueron tomadas por E. Dronkert, a excepción de las últimas dos que fueron realizadas por Stephanie I. Anderson-Morales.