… mi discurso es más fiel a la idea de mí que a la realidad de mí. […] Trato de lograr que mi discurso no niegue esa realidad de mí y al contrario la exponga y me humanice, me vulnere y le devuelva la fragilidad a la complacencia del yo.
—Aixa Ardín Pauneto, mi status de facebook[1]
Fue emocionante escuchar el otro día a Aixa Ardín Pauneto leer de improviso muchos de sus poemas. Me quedé cavilosa y decidí escribir sobre ello, quizás para ordenar mis pensamientos sobre el género poético. La poesía contemporánea tiene peculiaridades reñidas con su la historia literaria y, hoy, parece que anything goes. Por eso me interesa la poesía de Ardín: de muchas maneras nos dice que nothing goes, idea que me parece a la vez justa y espeluznante.
Palabras palabras palabras
Tengo claro, que no es lo mismo palabrificar o apalabrar que dirimir palabrerías que abaniquen mis certezas o agazapen mis faltas.
Para Ardín, escribir es un ethos, busca insertarse en pleno mundo humano y versear lo social. Se enfrenta a un lenguaje “fallido” al dramatizar la brecha entre las palabras y las cosas. El despliegue léxico —sustentado metódicamente en la duda— hunde al lector en la mayor incertidumbre. Entre el poema “Los poetas necesitamos más palabras” (Batiborrillo, 1988) y el más reciente “Día del poeta” (2011, Esto y Aquello), donde advierte que “buscó poeta en el diccionario /?“género común” /?y encontró otra razón para?/ desconfiar del lenguaje”, Ardín ha acendrado esa duda que cuestiona un lenguaje agotado, institución que ya no alberga ni vehicula la experiencia, el pensamiento, el sentido. En la cotidianidad abusiva que nos abruma, la falla del lenguaje —su traición— sólo apunta al hecho de que, en el creciente abismo entre las palabras y las cosas, se agazapa impune la injusticia.
El recelo se asoma también en la idea del mapa, trazo institucional que abole la libre ambulación fuera de ruta. Ardín da la impresión de que su hablante anda destemplada por el matorral del mundo, intentando encontrar el camino y sus palabras: “las veredas que se miran en el mapa /?para saber donde no caminar?/ ha transitado la poeta caminos impostergables /?en total negación.” Buscar la palabra justa va de la mano con buscar un proceso ordenado para comprender un mundo en caos. ¿Existirá la palabra “justa” en medio de la injusticia? Si el disloque de la utopía palabrificada es tan brutal, toda pesquisa léxica, toda búsqueda de ruta, de orden y de un sujeto integral están abocadas a una constante lucha —imposible de ganar— por crear sentido.
En el vaciamiento entre las palabras y las cosas, nociones como la “verdad” quedan aniquiladas por el zarandeo mismo del lenguaje. La erosión metódica de “la verdad” como concepto central al discurso político de la poesía comprometida tradicional, es decir, monológica, es, a fin de cuentas, la admisión de una complejidad disolvente. ¿Cómo, pues, encontrar terreno firme para la protesta? ¿Qué consignas colectivistas pueden sonar íntegras? Esta poesía rezuma contradicciones, desconfianza, suspicacia ante sus propios actos de habla y ante el valor de su discurso. El sujeto está escindido entre conciencia discursiva, y performatividad parlante y corpórea. La pregunta la hace Ardín misma: ¿Quién habla cuando “yo” hablo”? ¿Cómo prometer? ¿Cómo afirmar? Ante un desvalimiento así, ¿cómo actuar? Ardín decide colocarse como objeto ante el lector para que éste asuma su acto real sobre ella, y la “prenda”:
Préndeme, hazme llama agigantada, vorágine que consume. Hazme mecha acelerada que detona bien los cuerpos, que lubrica orificios y hace trueno, que invade el aire y se apodera del oxígeno. […] Soy andrógino y sexuado, inquieta identidad que no se registra. Volátil ave de fácil vuelo no permanezco chamuscado. Soy, fénix y abraxas, me regenero, doy la batalla. […] Escapo ágil de la encerrona y brillo que prendo. […] Reniego indignada el control que accede el mons pubis, el valle falo, la cueva lava contralba. […] contra esa ley que me culpa y me condena en ausencia. la ataco con el magma del compromiso hecho vientre y verga. Creo mi propio dios sincrético que lleva mi nombre. Mi propia diosa a mi imagen y semejanza, mi ángel post-moderno, útil e imperfecto. Prendo en mil llamas por cada vida escamoteada en closets […] Soy, fuego hembra y llama macho, visible e ineluctable, muñeco de papel y palabras multiacepcionadas, un frágil entre-líneas que sólo percibe el astuto. Soy, un tórrido archipiélago de estampas autóctonas, un jíbaro jaiba, un juan bobo y su puerca, un oso, una bucha, un mamito, una vedette. Me prendo metrosexualmente, me epidemio. […] Mecha lista me hago brasa cuando la norma me silencia, cuando los cuerpos me erotizan. Prendo de gusto y también de coraje, de placer extremo y de genuina amargura. Prendo que soy carne. Prendo que soy hueso. Prendo que soy conciencia sola y colectiva Prendo que soy grito que al mezquino se le enfrenta. El tú y el yo que se repite en la contienda. Soy somos los cuerpos que aman. Soy somos los cuerpos que deliran, los que se vuelven pasión y calma, esos que se hacen sexo sin sucumbir a la reyerta y hacen de la patria una cotidiana misión de vida.
Lo que vale para lenguaje y cartografía, vale para el género. Aquí, lo queer está en el titubeo ante la corrección lingüística —el lenguaje no es propio, sino que debe ser apropiado, recreado ofuscando el género en pronombres, verbos y adjetivos—, en el andar al sesgo, fuera de ruta. La sexualidad des-orientada produce una libérrima política de cuerpos nomádicos, metamórficos, que cosechan el excedente producto de la errancia del sujeto que reformula constantemente su cuerpo-lenguaje-lugar. La poeta misma emigra performativamente de un género a otro: de poetisa, deviene poeta y, de colectivo separado en masculino/femenino, deviene masa de permutaciones prendidas con la chispa del cambio, para enunciar el nuevo ethos de una patria sin closets, abierta.
Los pequeños actos del corpus
No es fortuito que trate de entender al otro, de ser el otro, de sufrir el otro.
Para Ardín, la erótica lésbica desbanca el corpus literario amatorio. Una aguda conciencia de desconexión lo anima: el amor se concreta al enunciar su “epifonema”: su exclamación final, su resumen. Quizás el imaginario de los afectos fallidos o truncos haya permeado todo su discurso. Como si su fallido acto de habla proviniera de promesas incumplidas, como si el sentido primario de pertenencia nunca se hubiera validado con actos puntuales en la cotidianidad. Me parece un reto extraordinario tratar de sobrenadar el abismo entre el sujeto “palabrificante” y aquél —mundano, material— que no se sabe ni se quiere hablante, sino que opera desde una corporeidad básica cuyo deseo, siempre imaginario, se verá defraudado por una interlocutora “palabrificada”: la amada:
¿Habré de apartarme de lo simple, de lo humilde de un beso?¿Habré de olvidarme de la sencillez de una caricia, del incalculable contenido de un suspiro?
[…]
¿No sería eso tan válido como el sordo concierto de mis dedos cavilando tus promesas, resguardando tus mitos, tus tesoros todos, penetrando las profundidades del mar oscuro y desconocido de tus deseos?
[…]
Tendré, tal vez, que recurrir a lo infinito, lo más allá de las fronteras de la existencia, lo omnipresente, lo todo, lo pagano quizá, lo divino acaso. Beatificarte
El acto de escribir excluye el acto material de los cuerpos, o, como afirma la dedicatoria de Epifonema de un amor (2006), “[…] la palabra [está] incompleta sin la acción”, variante poderosa del dictum lacaniano: “Todo acto fallido es un discurso logrado.” Es la ética erótica a la que se refiere Jacques Lacan al hablar de la amada en la poética amorosa medieval aún vigente: “El objeto femenino se introduce por la muy singular puerta de la privación, de la inaccesibilidad. […], está vaciado de toda sustancia real. [… La poesía] consiste en plantear, según el modo de sublimación propio del arte, un objeto al cual designaría como enloquecedor, un partenaire inhumano.” La amada deviene enloquecedoramente abstracta —sublime— al palabrificarse, deviene más remota al ganar el contorno impreciso de lo divino. La poética amatoria, y la social, de Ardín se fundan en esa desconfianza esencial que proviene de palabrificaciones falaces, y sus consecuentes incomunicación verbal y desconexión de los cuerpos.
Esto se complica al tratarse de un amor lesbiano en el cual la amante también busca ser una amada idolatrada, de bordes borrosos, convocada por el acto de habla de su amada, que nunca se concreta puesto que esa amada nunca habla ni responde. Así, este soliloquio epifonémico deviene requiebro, frustrada petición de igualdad del tú y el yo como amada-y-amada.
El libro, manual para las manos
Más de una vez no he encontrado qué acción pro-activa llevar a cabo para hacerle frente a casos cercanos de violencia contra la mujer, esa misma que conceptualmente tanto trato de señalar como escritora.
La poderosa conciencia matérica de Ardín resalta en su Epifonema de un amor, libro artesanal diseñado por la autora con Nicole Cecilia Delgado. El formato apaisajado y estrecho que nos obliga a leer la horizontalidad implacable de la línea (pregunta la voz poética, “¿Cuántas líneas son necesarias para amarte?”), la parsimonia con la cual se presentan los versos en tipografía de variado tipo y tamaño que ponen la escritura a gritar a todo pulmón, y las páginas cortadas o cosidas a mano en su centro, nos hablan de la objetualidad del libro como acto logrado y discurso fallido: el lenguaje, en sentido conceptual, necesita dirigirse a los dedos de la mano, a los ojos como imágenes y no como palabras, a nuestros oídos como ruido y no como escritura. El juego formal sobre la página mediante elementos de la poesía concreta expresa desconfianza en la abstracción lingüística. A Epifonema no le basta ser buena literatura: hay que manosearlo.
Irónicamente, la cesura entre lo matérico y lo conceptual hace del libro un dispositivo preformativo que repite la brecha entre las palabras y las cosas, ahora entre cuerpo y corpus, entre grito y escritura. Pero, firmado y numerado, cada ejemplar deviene, según Lacan, arte, pura sublimación. Del objeto al arte hay un largo trecho donde lo matérico se obnubila para concentrar su presencia en lo simbólico. Así, el poemario se va del lado de la amada —de lo sublime. Que no nos extrañe esta metamorfosis: el libro está dedicado a la amada y, a fin de cuentas, se parece a ella: es inhumano, objeto.
En su último libro, La mano izquierda (2010), hecho a mano por la autora, se repite la costura roja en el lomo,y el corte disparejo de las páginas como en Epifonema, la rusticidad de la fotocopia, y el deseo de recapturar, ya no el cuerpo, sino un corpus poético anterior: se trata de una antología que suma ciertos poemas de Batiborrillo a poemas posteriores leídos en ocasiones públicas —entre los que se destaca “Préndeme”, ya citado. Antologarse es recapturar, de regreso a lo social, el lenguaje transpersonal. Regresa Ardín, con mano izquierda —torpe, aguerrida, peligrosa, como toda cosa zurda—, a anatomizar su discurso, invitando al lector a confesar su desvalimiento ante la poquedad del lenguaje como acto en lo real y a asumir el riesgo de actuar.
Una tiene que debatirse entre apreciar la maravilla retórica de esta poesía o caer en la total desesperación al comprender lo que "dice". Estos poemas parecen decirse solos, ser producto improvisado en el momento. Es como si la extraordinaria pericia formal de Ardín cediera la palestra a la pertinencia política coyuntural para no enfrascarse en una pelea sin ganador. Así debe ser la poesía política. Con dos lenguajes que le son propios y vernáculos —lo físico y lo poético— que se funden impropiamente, Ardín construye una máquina, siempre prendida, de incertidumbres aviesas, proactivas, indispensables.
Notas:
[1] Todos los lemas provienen de Aixa Ardín Pauneto, “mi status en facebook”, Esto y Aquello.