"Mientras tanto, las aves"

* "Mientras tanto, las aves" es un fragmento de Palacio, la primera novela de Sergio Gutiérrez Negrón.

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"And suppose a parrot says ‘I don’t understand a word,”
or a gramophone: “I am only a machine”?”
- Wittgenstein, Zettel §396

Sus últimos e-mails, antes de esa conversación, me lo explicaron todo. O, por lo menos, intentaron. Se me hizo difícil, al principio, comprenderlos. Por no decir creerlos. Si Alice una vez poseyó una sintaxis limpia, comprensible, ya la había perdido. No miento si digo que desde que llegó el primer correo, el de felicitaciones, me esforcé, no, me obligué a aceptar que la Alice que me escribía, la Alice que estaba en Japón, no era la misma Alice que se bañaba mientras cantaba canciones de Billie Holiday o Esperanza Spalding a todo pulmón, no era la misma Alice que siempre que cocinaba vaciaba paquetes completos del pique Texas Pete sobre lo que fuese. No. Diría que eran dos seres totalmente distintos. Aunque, quizás me equivoco y eran el mismo. Quizás esta nueva mujer que me escribía siempre estuvo hibernando dentro de mi esposa, esperando ese momento en el que pudiese quebrarla como cascarón.

Fabrizio Quagliuso

Fue en su último día en la oficina de telemercadeo, según me contó, que conoció al ornitólogo. A veces, en sus listas de llamadas se colaban números telefónicos que le pertenecían a familias japonesas, pero que, en sus archivos, aparecían a nombres de americanos e ingleses. El ornitólogo contestó la llamada y, antes de poder excusarse, Alice emprendió con el monólogo que el guión de la empresa indicaba. Cuando terminó, el ornitólogo se tardó un segundo en contestar, como si procesase todo la información que le habían impartido.

—No hablo inglés desde hace mucho—balbuceó el hombre.

—Disculpe, señor—dijo Alice, lista para cortar la llamada, pero el hombre la interrumpió.

—¿Cómo se llama, miss? —preguntó.

—Alice, señor, Alice Walsch.

—Alice—repitió y se cortó la conexión.

Fue tres días después que le prestó importancia a la llamada. Y, aún entonces, sólo porque el ornitólogo volvió a contactarla. Estaba en su apartamento preparándose unos fideos cuando sonó el teléfono. Titubeó antes de contestarlo. Recién había pagado para que lo instalasen. Tomó el auricular pensando que sería relacionado a los muchos trabajos a los cuales había solicitado. Me dijo que inclusive saludó en japonés, antes de volver a hacerlo en inglés.

—¿Alice?—preguntaron.

—Sí, ¿quién me habla?

—Soy el Doctor Abe. No me conoces. Hace algunos días llamaste por equivocación—entre palabra y palabra había una pausa, y Alice casi podía escuchar al hombre pasando las páginas, como si leyese de un libreto en el que había escrito un parlamento en inglés—no cuelgue, por favor.

—¿Qué desea?—insistió ella, un poco incómoda.

—Llamé a la oficina y me dijeron que ya no trabajabas allí. Me dijeron que estarías buscando trabajo y como dije que me interesaba contratarte me pasaron tu información personal.

—¿Contratarme para qué?

—Como dije, mi nombre es el Doctor Abe. Fui profesor de ornitología en la Universidad de Tokio. Me especializo en la vocalización aviar, y en las habilidades cognitivas y comunicativas de ciertas especies… aves que hablan, en resumen… esto parecerá raro, pero ofrézcame un segundo de su tiempo… Mi hija murió hace cinco años…

***

Fabrizio QuagliusoQué lleva a Alice a aceptar la oferta del hombre, no sé. Me dijo que se tardó dos días en devolverle la llamada. Le permitió al señor Abe explicar de qué constaría, cómo le pagaría, y el porqué de todo el asunto, y luego le informó que lo pensaría. Me dijo que cuando devolvió el auricular a su lugar, estaba segura de que lo dejaría pasar. Que esperaría porque apareciera otro trabajo, uno más normal. Uno en el que quizás no estuviese arriesgando la vida con un loco.

Eso me dijo, pero terminó aceptando, terminó descendiendo por esa incierta madriguera.

Intento imaginármela saliendo de su pequeño apartamento para tomar un poco de aire, para deshacerse de la sensación de absurdo que le debió haber dejado la llamada. La veo en su chaleco grisáceo, sus jeans de siempre, el pelo más largo de lo que lo ha tenido en años, caminando entre las masas de japoneses en trajes de oficina. Todos construidos a partir de la misma tela negra, todos con la misma camisa blanca, el mismo maletín, los mismos zapatos, todos mirando hacia adelante, sin parpadear, deteniéndose en los cruces, esperando por la señal, y luego continuando, como coágulo, como una estampida que ha perdido su frenesí y que ahora marcha monótonamente por una larga chorrera de asfalto, de vidrio, de plástico.

Fabrizio Quagliuso

Veo a Alice intentando perderse entre ellos, la veo con la mirada fuerte que vestía cuando pensaba zambulléndose en esa corriente, y la veo diciéndose que la mayoría de los que la rodean son más jóvenes que ella y tienen carreras, y tienen familias, y tienen vidas que pasan por desapercibidas. La veo diciéndose—mintiéndose—que algún día ella tendrá lo mismo, algún día ella será uno de ellos, pero por ahora no, le falta algo que hacer. Es entonces que se da cuenta que tiene que ayudar al ornitólogo, que para eso es que está en Japón, que para ayudar al Doctor Abe fue que me abandonó, que dejó atrás su carrera, su vida que pasa por desapercibida, que lo mandó todo a la mierda por esa mínima oportunidad de hacer algo que realmente valiese la pena.

Me engaño, claro.

Lo sé.

****

Su correo no dejaba espacio para la duda. Al segundo día no había recibido ninguna otra llamada y apenas le quedaba suficiente dinero para quedarse en Tokio. Además, esa noche, cuando se acostó a dormir, no pudo dejar de pensar en la historia que le había contado el ornitólogo.

Fabrizio Quagliuso

—Debe ser horrible, Frank—escribió—tras recibir las cenizas del cadáver de su hija, el señor Abe huyó de Tokio. Abordó el primer shinkansen, así se llama el tren bala, hacia Kioto, sin decir nada en su empleo, sin preocuparse por las aves que dejaba en su laboratorio. Tenía otra casa allá. No había ido desde hacía tres años, cuando enviudó. Allá también tenía un laboratorio—repleto de cotorras, pericos, papagayos, y otros tipos de aves que imitan la voz humana, importados desde distintas partes del mundo—cuidado por una anciana a la que conocía desde niño. Fue en verano. Cuando llegó, abrió las ventanas y recorrió la casa lentamente. Me dijo que había algo en el aire, una brisa ominosa que se escurría a centímetros del suelo. De las paredes aún colgaban las fotografías familiares, las pinturas de su esposa y los diplomas de su hija, que en paz descansen las dos.

Para huirle a estas, entró al laboratorio que estaba adjunto a la casa. Un pequeño aviario personal. Allí, con las luces apagadas, hundido en las sombras, se quitó los espejuelos, se sentó en una esquina y voló en llantos. Un hombre tan recto, tan japonés como el Señor Abe llorando, rompe el alma. Pero, eso no es todo. Escuchó voces dentro de la casa. Regresó al pasillo pensando que era la señora que se encargaba de las aves, pero no. Provenía del cuarto de su hija. Se acercó con sigilo. “Hola papá”, dijo su hija y se le detuvo el corazón. “¿Cómo estás, papá?” Por un momento juró que la veía, que por la ranura inferior de la puerta la veía moviéndose como hacía cuando hablaba por teléfono. Me dice que se vio abriendo la puerta y encontrándola sana y salva, encontrándola de cuerpo completo. Me dice que juraba que se le había abalanzado encima, y que se habían abrazado, y se habían besado, y en la calidez de ese apretón supo que había malgastado su vida. Pero, parpadeó.

Fabrizio Quagliuso

El señor Abe maldice el momento en el que lo hizo, porque su hija se deshizo, y quedó frente a él una habitación deshecha con unos cuadernos colocados encima de la cama, y tres aves, tres grandes aves volando alrededor del cuarto, asustadas, hablando con la voz de su hija, hablando con las palabras de su hija, hablando el inglés que hablaba su hija como si se tratase de una mala broma. La señora que cuidaba las aves me dijo que, cuando llegó, encontró al señor Abe tirado en el suelo, catatónico. A su alrededor, estaban las tres aves, muertas. Me dijo que intentó hablarle, pero éste no respondía. Era como si estuviese en otro mundo, dijo la mujer.

—En el momento que acepté, no sabía nada de esto, por supuesto—continuó—el señor Abe sólo me contó lo necesario. Lo básico. Su hija y él no habían tenido una buena relación. Él era un científico de renombre y su esposa una pintora de cierto éxito, mientras que la joven Kaede quería ser actriz de Hollywood. Insistía en hablar en inglés, en escribir en inglés, en eliminar su acento para poder hacer el añorado cruce. Cuando cumplió los dieciocho años, desapareció. El señor Abe dice que Kaede jamás se enteró que su madre se había enfermado de cáncer, tampoco supo que murió queriendo verla. Entonces, un tiempo después, reapareció. De la noche a la mañana, retomó las llamadas y comenzó a preocuparse por él. Recibió la noticia del fallecimiento de su madre como si se tratase de un extraño. Como si no le importase.

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Las llamadas se hicieron constantes. Diarias. Todas las mañanas, a la misma hora, el señor Abe conversaba con su hija. O sería más preciso decir que intercambiaban información. Minucias. Era un intercambio algo frío, que intentaba, pero nunca lograba, la estrechez familiar. A pesar de esto, el viudo las aceptó con alegría. Escuchar la voz de su hija, tan parecida a la de su esposa, le era suficiente. Nunca le mencionó el cambio a Kaede, esa mecanicidad que había adquirido al hablar, por miedo a perderla nuevamente. Aún cuando el doctor se mudó para Osaka por algunos meses, Kaede continuó las llamadas. Esas conversaciones eran lo único que le daba algo de paz, dijo la señora que cuidaba las aves. Una hora antes de su llamada del viernes en la mañana, estando en Osaka, en la renovada cúspide de su relación paternal, recibe la llamada del hospital diciendo que su hija Kaede acababa de fallecer en un accidente automovilístico, que la tenían en un hospital de Kioto. Entonces, el señor Abe regresa y encuentra a las aves, encuentra los diarios de su hija, escritos en inglés, y descubre que, durante la última semana de su vida, Kaede estuvo viviendo en esa casa.

Lista de imágenes:

1. Fabrizio Quagliuso, "160 Yen, #01", 2010.
2. Fabrizio Quagliuso, "Shinbashi Station, 16:15", 2010.
3. Fabrizio Quagliuso, "Faceless #15", 2010.
4. Fabrizio Quagliuso, "Yurakucho Station, 20:52", 2010.
5. Fabrizio Quagliuso, "Street 2010-2011 #08", 2010.
6. Fabrizio Quagliuso, "Unseen #05", 2010.
7. Fabrizio Quagliuso, "Street 2010-2011 #00", 2010. 

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