La isla ciudad

Muchos estaban en desacuerdo con la transformación para el país que prometió el recién electo gobernador en su campaña. El nuevo mandatario, elegido en un ejercicio democráctico, era un hombre que evidentemente atraía a las multitudes; no sólo por su buen parecido físico, sino también por su forma única de embellecer las palabras. Con su campaña electoral logró, al igual que el estratega Joseph Goebbels en la propaganda Nazi, hipnotizar a las masas con un proyecto de crecimiento para la isla.

Este espacio en el Caribe había sido bautizado como la Isla del Encanto. Eran cien por treinta y cinco millas de pura fascinación, donde el centro de montañas estaba ceñido por las planicies que bordeaban las costas. El exotismo de los bosques, la espesura de los campos, la honestidad de los mares y el cobijo de la gente hacía de este punto en el océano un refugio tentador.

El plan maestro del gobernante era convertir los cuatro puntos cardinales de San Juan Bautista en una Isla Ciudad. El esquema comenzó por el norte. Donde alguna vez existió una sucesión de infinitas dunas, que protegían la costa de inundaciones costeras, ahora se rebelaban edificios de concreto sembrados a la orilla del mar. El icónico barrio Carrizales, donde René Marqués enmarcó parte de su obra La Víspera del hombre, desapareció como el sagaz asesino borra toda huella del crimen. Allí donde alguna vez hubo un manglar, que bailaba de puntillas sobre la marea, se levantó una mega tienda de ferretería. Este era el principio de un gran desarrollo de ciudad.

Entre las montañas y la costa, el líder tenía planificado expandir la autopista, exactamente por donde estaban localizadas las fincas de leche del país. Para eso debía eliminar las zonas de ganadería y explotar los mogotes. La desaparición de los montículos de piedra caliza hizo que se secaran los pozos de agua natural. El movimiento de suelo, por las montañas de piedra despedazadas, arrastró los sedimentos hasta los ríos y de ahí al océano.

La resaca de un mar doliente no permitía que los bañistas pudieran divisar sus pies en el fondo de la playa. El jardín submarino, que una vez existió a orillas del Atlántico, se convirtió en un espacio desteñido y marchito. Los corales de fuego ya no adornaban el paisaje marino y tampoco visitaban esas aguas el mero, ni el chapín. El suelo del océano sufría.

Una vez completada la reforma en el sector norte, el gobernador celebró el progreso en la economía por el tráfico de turistas. Los viajeros llegaban, de todas partes del mundo, atraídos por el agua opaca de estas playas tan convenientemente localizadas; a solo pasos del hotel donde se alojaban.

Quienes repudiaban el plan maestro se desplazaron al pueblo donde jamás llegó ninguna epidemia. En el monte fueron acogidos por varias familias que nunca habían considerado vivir en otra parte. Era gente que todavía sembraba sus tierras y caminaba descalza sobre el lodo. Así continuaron emigrando poco a poco otros vecinos de las llanuras; refugiándose todos bajo un mismo cielo.

Mientras, en los llanos, el plan continuaba su desarrollo:

–Disculpe Gobernador, pero hay una situación que amerita su atención –le explicaba el Ayudante Especial al mandatario.
–¿Qué es lo que usted entiende que pueda ser más importante que este proyecto?
–Perdone, pero es que han eliminado las playas del norte del Programa Bandera Azul porque están contaminadas —explicó el funcionario.
–Mire, si estuvieran contaminadas no vendrían tantos turistas. No me traiga tanto lío.

El Ayudante bajó los ojos y calló. El gobernante siguió el modelo de éxito del norte para el área sur. Hoteles y edificios adornaban ahora el paisaje que alguna vez estuvo pintado de uvas playeras y palmas de coco. Por el gran puerto de esta región llegaban los cargueros de petróleo a suplir la creciente demanda de combustible. Un accidente, que pronto fue olvidado, aceleró el desarrollo de la construcción.

–Gobernador, ha pasado algo terrible —exclamó el Ayudante Especial.
–Usted parece un jinete del apocalipsis. ¿Qué le pasa ahora?
–La embarcación griega, Zoe Colocotroni, derramó miles de galones de petróleo cerca de la costa suroeste.
–Aja… ¿Y qué pasa? —cuestionó el gobernante indiferente.
–Desconozco muchos de los detalles, pero me informaron que el bosque de mangle cercano se afectó considerablemente.
–¿Por qué eso sería un problema? De todas maneras yo iba a eliminarlo —contestó con arrogancia el mandatario.

El Ayudante Especial, una vez más, bajó la cabeza y se tragó las palabras. No solo los mangles habían desaparecido, todas y cada una de las áreas verdes que una vez existieron al norte y al sur de San Juan Bautista fueron deforestadas para darle espacio al concreto. El suelo seco se estremecía formando grietas calcinadas.

Los niños y los ancianos comenzaron a padecer de enfermedades pulmonares. Las estadísticas de muerte entre este grupo seguía aumentando, a la par con el ingreso de los ciudadanos. El gobernador estaba satisfecho con el adelanto de su creación, la población era cada vez más rica. Eso alentó al obstinado a continuar, como jinete desbocado, el avance de su programa.

Al igual que la minoría del norte, algunos pobladores del sur huyeron a la cordillera. Los antagonistas se adentraron hasta la capital indígena para vivir rodeados del cedro y el ausubo. Allí se refugiaron en su propio mundo para experimentar el cuchicheo entre el viento y el san pedrito.  En la meseta solo se escuchaba el sonido de lo autos y las máquinas de construcción. Por otro lado, los vertederos subían tan altos como la cumbre en el centro.

–Es mi deber informarle que los vertederos ya no aguantan más basura —comentó temeroso el Ayudante Especial.
–Oiga, ¿va a seguir con el dilema? ¡No quiero más interrupciones!
–Pero Gobernador, es que los lixiviados están contaminando los lagos. Además, las calles se están llenando de basura. Ya no hay donde depositarla.
–En los lagos siempre han caído esos líquidos tóxicos a los que usted se refiere. No entiendo cual es el problema ahora. Y dígale a los alcaldes que recojan la basura. ¡Qué Municipio Autónomo, ni Municipio Autónomo! —gritó el gobernante malhumorado.

El gobernador continuó, sin desviar la vista hacia ningún otro lado, el progreso del este y oeste, que consistía en incrementar el espacio de las marinas. En el oeste se envenenó el mar con derrames de combustible y limpiadores. Por donde se pone el sol, en vez de oler a pescado, se paseaba un hedor a aceite quemado. Murieron cientos de turistas envenenadas con pescado y, por ende, los extranjeros dejaron de viajar a este destino. El mandatario alegó que había sido un acto terrorista por parte de los pescadores; los cuales se habían quedado en la costa solo para ejercer el único oficio que conocían. Las autoridades le crearon unas carpetas y designaron a los humildes trabajadores como los más buscados. Los rebeldes tuvieron que escapar al pueblo del grito y de los patriotas. Entretanto, alrededor de toda la costa, se comenzaban a experimentar leves temblores, como un quejido de la Madre Tierra.

Una vez completada la obra, el gobernador, absorto en su mundo de piedra, descansó para disfrutar la Isla Ciudad. Miró a su alrededor el dantesco panorama.

El mar sin peces ahora entraba al recibidor de los edificios abandonados. Una epidemia de diarrea y la resurrección del cólera se paseaban por los hoteles, edificios y las avenidas de la gran ciudad. Los pañales sucios de los infantes que habían muerto hacía tiempo todavía perduraban entre botellas de plástico y los recipientes eternos de styrofoam. Las únicas especies nativas en la localidad eran los mosquitos del dengue; que vivían plácidamente en las gomas desechadas de los autos.

–¿Pero es que todo lo tengo que hacer yo? No me puedo ir por un minuto y mira lo que pasa.
–Pero Gobernador, tratamos de decirle… —le susurró el Ayudante Especial.
–¿Decirme qué? ¿Qué estos alcaldes no sirven para nada? —gritó el mandatario.

En el momento que el gobernador vociferaba, la tierra, que en algún momento llamaron bendecida, comenzó a temblar. Como consecuencia del terremoto, un funesto tsunami despedazó lo que quedaba de la urbe.

Los pocos habitantes de los llanos que habían sobrevivido a las enfermedades y al terremoto, incluyendo al gobernador y su ayudante especial, acabaron sumergidos en el océano. La furia del mar inundó toda la costa limpiando el fondo marino. La majestuosa ola barrió las ruinas de los hoteles, las marinas y demás edificios.

Mientras tanto, en Morovis, Jayuya y Lares, los sobrevivientes de la nueva Borinquen ahora podían pescar desde el balcón de sus hogares.

Lista de imágenes:

1) Jiang Pengyi, Unregistered City, No. 2, 2008.
2) Jiang Pengyi, Unregistered City, No. 4, 2010. 
3) Jiang Pengyi, Unregistered City, No. 5, 2010. 
4) Jiang Pengyi, Unregistered City, No. 6, 2010.
5) Jiang Pengyi, Unregistered City, No. 8, 2010.
6) Jiang Pengyi, Unregistered City, No. 3, 2009.
7) Jiang Pengyi, Unregistered City, No. 1, 2008. 
8) Jiang Pengyi, Unregistered City, No. 7, 2010.