Golpe de agua (1era parte)

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~Para C.~


No nos ha sido posible, ni lo hemos querido, 
ser islas; los justos de entre nosotros, ni más ni menos numerosos que
en cualquier otro grupo humano, han experimentado remordimiento, vergüenza, 
dolor en resumen, por culpas que otros y no ellos 
habían cometido, y en las cuales se han sentido arrastrados, 
porque sentían que cuanto había sucedido a su alrededor 
en su presencia, y en ellos mismos, era irrevocable.


—Primo Levi, Los hundidos y los salvados


I

Un paso en falso y caíamos fuera del umbral que nos separa de la muerte. A fuerza de pesadillas nos habíamos dado cuenta de que contra el gobierno no hay victoria. Nunca.

Precisamente por eso, la lluvia al otro lado de la ventana en cristal era fuerte y dura, y las gotas caían como témpanos de hielo al primer rayo de sol primaveral. Siempre me gustó su olor, los augurios de mejores tiempos que encerraba cada chaparrón. Recuerdo cuando así era. Podría permanecer largo rato allí parada, frente a la ventana, escuchando el agua caer y el cielo atragantarse en lágrimas. Más que nada, podría quedarme allí ensordecida, enajenada del mundo y recordando cómo era eso de jugar bajo un aguacero.

Rara la vez había lloviznas espaciadas, por eso habíamos aprendido a afrontar lluvias y vientos con distintas mañas: teníamos vigilantes de nubes, que nos avisaban cómo se desplazaban los disturbios en el cielo; habíamos construido un refugio sólido, impenetrable y a prueba de agua; solo nos bañábamos una vez en semana, por turnos, luego de calentar y recalentar el agua de lluvia por 6 días, para matar y rematar los microorganismos; y teníamos un invernadero interior, que a veces daba buenos frutos, pero últimamente se caían más flores de lo usual y, con ellas, nuestras esperanzas de alimentar la comunidad rebelde. Teníamos una lista extensa de instrucciones a seguir, más bien de supervivencia que de convivencia, cuya regla más venerada era procurar que nadie estuviese fuera del refugio para cuando las aguas se descargaran.

—Ya es hora —anunció C. cuando escuchó el ruido de los primeros truenos.

Oí a C. pedirles a las mujeres que calentaran agua. Tomé la mano de T., el niño enfermo, y apoyé la otra sobre su frente. Estaba empapada en sudor, pero T. no se movió ni dio señales de vida. Tenía la piel helada y apenas parecía respirar.

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Así comenzaba el fin de la propagación del primer virus: la tercera y última fase tardó el máximo de 5 atardeceres en completarse. El sistema inmunológico de T. era más que fuerte: era indescriptible. La oscuridad había entrado en él lentamente; ningún adulto de nuestra comunidad había sobrevivido tanto. El proceso estaba por llegar a su fin. C. me acercó el purrón.

—Esto ayudará.

—Gracias.

C. se fue al otro extremo de la habitación, a mirar desde la puerta y cerciorarse de que nadie saliera de allí hasta que hubiésemos terminado. Envidiaba que pudiera alejarse. A mí me tocaba quedarme y empapar a T. de agua caliente. Temperatura corporal menos dolorosa o más llevadera, al menos; ese era su último regalo y lujo. Mientras le acariciaba con los paños húmedos las llagas que se le habían formado en la piel, hice el conteo regresivo.

Dieron las 5:00 y cayó el aguacero. T. despertó de su trance y comenzó a llorar suave, como lo hacen los niños cuando se mueren de miedo. Levantó un poco un brazo, pero ni eso pudo sostener en el aire. Estaba tan débil que apenas tenía control sobre su cuerpo.

—Mami, por favor, no.

M. apareció de entre las sombras. Su rostro acongojado a duras penas podía transmitir el dolor que llevaba dentro. M. era una mujer con agallas, ella misma se ofreció a hacer el trabajo sucio, y aún en ese momento, la vi destruir su propio temple. Se dejó caer cerca de su primogénito y lloró gimiendo preguntas que ese día no merecían respuestas. No lo tocó, ni siquiera fue capaz de mirarlo. Una de las mujeres que nos servían de compañía la tomó por los hombros.

—No puedes hacer esto ahora. Debemos salvarlo.

Afuera, el sol se escondía entre nubes y el horizonte. La mujer apretó los puños y lloró aún más fuerte. ¿Por qué a su hijo? ¿Por qué? ¿Por qué no estuvo más pendiente a las señales? ¿Por qué no a ella?

—Apúrense o no quedará nada.

Miré a C. con la peculiar mirada de rabia y amenaza que le doy cada vez que abre la boca para decir una de las suyas. A veces se muerde el labio inferior, cuando se da cuenta de que hace mal. Esa vez mantuvo el rostro serio. No se retractaría. Volví a mirar los paños tibios con los que calentaba al niño porque, después de todo, C. tenía razón y yo no debía apaciguar la cruda verdad de su comentario. A veces, también, sus modales impropios vienen con justificación y son justificables. Solo desearía que de vez en cuando no nos hiciera observar el abismo de forma tan cruda. Igual que todos los que nos acompañan en el refugio, en algún momento llegué a pensar que se le había muerto la empatía. Luego, contrario a ellos, me di cuenta de que su problema era el mismo de siempre, que tiene demasiada, y mostrarnos la realidad, tal cual nos tocó, era una de sus muchas corazas.

M. se compuso y dejó de prestarle atención al cuerpo de su hijo. Fijó la vista humedecida a la ventana que mostraba las aguas y los rayos.

—Tápenlo. Será más fácil así.

C. emitió un chasquido y comenzó a dar golpes al suelo con la punta de sus botas. Volví a mirarlo. Sus actos rayaban en esa parte de él que sí es inhumana. No me prestó atención, ni siquiera pareció haber entendido mi lenguaje corporal. Hizo gestos faciales y con las manos que solo tenían una interpretación: «No pierdan más tiempo».

A las 5:06 T. tenía el rostro cubierto con una bolsa de papel y lloraba tan fuerte que todas las mujeres, excepto M., nos contagiamos con su llanto.

A las 5:07 T. se desarmó en alaridos, retortijones y gritos demoniacos mientras su madre le clavaba y retorcía el puñal en el pecho.

Cuando por fin cesaron los sonidos bestiales y el cuerpo de T. se volvió gris, la madre se dejó caer al suelo y se puso las manos ensangrentadas sobre la cara.

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La vida está llena de caminos oscuros. De una forma u otra, todos los entrevemos, porque sabemos que existen, pero no es sino tan pronto nos obligan a caminar por uno de ellos que conocemos realmente cómo son. Cuán llenos están de dolor y vacíos y anhelos. Y tristeza. Ay, cuanta tristeza. M. había entrado a un camino oscuro que C. y yo conocíamos bien. C. se acercó al baquiné lúgubre y desenvainó la espada que carga en la espalda. Era hora de su ritual. M. sabía lo que venía y trató de detenerle las piernas a gritos y golpes. Las mujeres lograron aguantarla, pero como quiera noté destellos de odio en sus ojos cuando miraron a C., como si él fuera el enemigo.

C. primero cortó la cabeza. La bolsa la detuvo de rodar por el piso, que pronto se volvió un lago de sangre púrpura. Después, cortó el pie derecho del cadáver. Solo hace eso cuando se trata de niños. Sin ni siquiera dirigirme la mirada, nos dio la espalda. Abrió las puertas de la habitación y sentí su torbellino de emociones en mí. Él no lo sabe, nunca se entera, ni siquiera tiene la más mínima sospecha de que eso me pasa.

Me olvidé del cadáver y la madre en duelo. Me olvidé de los chorros de sangre perdiéndose a burbujas y borbotones, y me olvidé de los gritos. Yo también me fui, pero no seguí sus pasos. Él se dirigió al cuarto de armas, a amolar el cuchillo que usaría al despuntar la mañana. Yo me fui a la parte de atrás del invernadero, donde cuelga mi hamaca. Había ayudado a matar otro niño. Pronto solo quedarían sus ropas sobre el cuerpo de H. o R. o J.F. o cualquiera que de milagro llegara de otros refugios. Yo quería treparme en mi hamaca, mecerme mientras miraba el techo y estar sola.
 

II

Las llaves que cayeron sobre mí me despertaron de un sobresalto. No había abierto los ojos y ya estaba en pie con navaja en mano. C. esbozó una sonrisa de burla cuando sintió el filo pincharle la yugular.

—Necesitamos madera.

Me tragué los insultos y guardé la navaja en la carcasa que hice para ocultarla en la parte interior de mi antebrazo. Todavía no se colaba la mañana por los tragaluces del invernadero.

—¿Qué hora es?

—La lluvia huye hacia el sur. Quizás tengamos varias horas de calma en lo que forman nubes nuevas.

—Olvídalo. No voy a salir hoy.

Retomé mi posición en la hamaca. C. esperó a que terminara de acomodarme para cortar con el machete una de las sogas que la sostenían.

—Lamento interrumpir tu duelo pendejo, pero tenemos trabajo que hacer.

Por un segundo quise sacar de nuevo la navaja y clavársela en la frente, hacer algo que le hiciera sentir lo que me hacía sentir. Me deshice pronto de los pensamientos. No me quedaba nadie más que me obligara a destruir mis barreras y volver a poner los pies en la tierra. Miré a las personas que se congregaban más allá del invernadero, porque me daban fuerzas para continuar. Sin contar alguno que otro cano que aún sobrevivía, somos gente de colores oscuros en el cabello, la piel y los ojos. Recuerdo claramente la ley aprobada contra nosotros, los de abajo: 1 L.P.R.A. §§ 528, 529 et seq., 530 (Ley Especial de Ajuste Civil, mejor conocido como la Ley EAC). Nos pusieron en la Constitución, sí, luego de los pacientes del SIDA, en el mismo capítulo, por las deformaciones que sufrimos a flor de piel cuando nos toca el agua contaminada. Los fallos en nuestro sistema comienzan en la raíz, en aquello que se hace llamar justicia.

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Algunos de los refugiados dormían plácidamente y sus ronquidos eran la única turbación de la noche. Otros tenían ojeras, pero como quiera no concebían el sueño: tenían los ojos fijos en las esquinas de la puerta principal, el techo y las ventanas. Cualquier gotera pasada por alto podría acabar con la vida de alguien más. O de todos. Me atrevo a decir que, desde hacía un tiempo, en las noches, nadie se hundía en tinieblas y sueños horripilantes, porque la realidad era aún peor. Además de las lluvias y los cielos rojos, en ciertos sectores de la isla solo quedaba un olor nauseabundo en el aire. En su momento, todos aportamos teorías de lo que sucedió, y cómo sucedió, pero sin verdadero acceso a la información, solo nos quedamos con especulaciones e intentos de querer descifrar los misterios.

La crisis económica y la mala administración nos sentenciaron a un destino nefasto. En el 2015 comenzó propiamente la debacle. El gobernador de entonces anunció que la deuda era impagable y, como efecto dominó, las acciones de los bancos puertorriqueños dieron una caída bochornosa en Wall Street. Se dieron los primeros cierres de gobierno y el porciento de exiliados a los Estados Unidos aumentó. Los pequeños negocios empezaron a quebrar mientras se construían más edificaciones para grandes cadenas. The Mall of San Juan abrió sus puertas y se reconstruyeron aceras con mosaicos para gente que podía darse el lujo de vivir en lugares como Paseo Caribe. Algunos legisladores redactaron proyectos de leyes que beneficiaban más a los que tenían de más que a los que necesitábamos el dinero para vivir. Poco a poco se difundieron los rumores de que en menos tiempo del imaginado la isla se convertiría en un paraíso para ricos. La Ley 22 no fue más que una invitación para que ciudadanos estadounidenses acomodados se domiciliaran en la isla sin impuestos sobre las plusvalías. El caos era tal que incluso quienes se movían en la AMA mantuvieron silencio por días. Pasaba tanto que no pasaba nada.

A raíz de la terrible sequía que sufrió la isla por meses, en agosto de ese mismo año inició el primer proyecto de siembra de nubes en los embalses de Carraízo, La Plata y Cidra. Por unos $66 000 mensuales, la empresa Seeding Operations and Atomospheric Research (SOAR) se encargó de calmar la sed de la tierra.

Lo que nadie imaginaba eran las medidas de economía que desde entonces se cocían en la Legislatura y entre las cámaras de El Capitolio y La Fortaleza.

El segundo proyecto de siembra de nubes sucedió unos años después, cuando las clases sociales se habían distanciado aún más y la zona gris entre ellas se había esfumado a otros nortes o se había consolidado a uno u otro lado. Esa vez, para proteger el dinero del pueblo, que está revestido del más alto interés público, con el cloruro de calcio, el hielo seco y el yoduro de plata mezclaron patógenos de los virus EAC1 y EAC2. Las aguas infectadas cayeron solo en zonas poblacionales específicas.

Las aguas se desgarraron sobre nosotros.

—¿Tienes todo? —le pregunté a C. mientras me ajustaba el cordón de la capa impermeable que amarro al cuello.

—Obvio.

Agarré las llaves del suelo y le extendí la mano. C. se volteó y empezó a caminar.

—Levántate sola.

Soy la única en el refugio que conduce la van big foot. Cuando cruzamos los portones en hierro, lo primero que nos encontramos es una marisma que nos separaba de Trablenke, una especie de gheto donde almacenan los cuerpos de los trabajadores que convirtieron de Río Piedras, Hato Rey y Santurce. Lo han dividido en dos secciones: la principal, donde están las barracas de descanso de los cuerpos y los hornos donde queman a los trabajadores, que, por la descomposición, apenas les quedan funciones motoras útiles; y la posterior, el campo de exterminio propiamente, donde llevan a los rebeldes capturados para convertirlos en trabajadores. Los encierran en una jaula enorme y sin techo a esperar la lluvia.

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En nuestra ruta solo podíamos ver de lejos la segunda sección, como si ello fuese un recuerdo constante de lo que tarde o temprano nos esperaba. Había grandes faroles que le daban luz al interior de la jaula para que, incluso a oscuras, pudiéramos ver a los próximos en convertirse. Esa madrugada solo había dos hombres jóvenes en el centro, chillando a viva voz, y una mujer sentada en una esquina, derrotada, inerte; desde ya, muerta en vida.

—Quítate esa cara de idiota triste.

—Déjame en paz, C.

—A ver, dime. ¿Qué te agobia tanto? ¿Que estén allí encerrados o que nosotros estemos acá afuera, sin poder hacer nada?

C. cambió la voz a una de aflicción aguda y se puso la mano sobre la boca, fingiendo sorprenderse por algo.

—¿O será que todavía piensas en T.?

Apreté el acelerador y el volante tembló un poco, como si de pronto la van entera hubiera perdido el control que yo trataba de mantener.

—Ay, sí, eso es. Pobrecita.

—¡Era un niño, C.! ¡Un niño!

C. le dio un golpe al panel de la puerta.

—¡Te equivocas! Era el cuerpo de un niño enfermo. Allí no había nada más que conexiones nerviosas asimilando lo que sucedía. T. murió tan pronto le cayó encima la llovizna.

—Cállate.

—Eres una pendeja. Sabes lo que se tiene que hacer y no lo estás haciendo.

—¿Que yo qué? ¡Claro que sí hago lo que tengo que hacer!

—Mentira. No haces un carajo.

—Tú estás bien equivocado. Hago mucho más que tú.

—¿Ajá? Cuéntame más sobre eso.

—Mato y permito que maten porque sé que hay que hacerlo.

—¡Pero dudas! ¡No puedes dudar si quieres sobrevivir! ¿Quieres sobrevivir? ¿Quieres que sobrevivamos?

Propagué maldiciones en voz baja, como si me alejara y caminara en un valle remoto y sombrío. C. volvió a poner el dedo en la llaga.

You cannot have doubts. Either you want it or you want it. There are no gray shades. Pendeja.

C. estiró el brazo hacia atrás y trajo una olla con sangre seca a su falda. Del interior del chaleco sacó el pie que cortó del cadáver de T.

—Ay, por favor.

—Cállate —respondió con el mismo tono que yo uso y sacó la cuchilla que guarda en el antebrazo.

El proceso de pelar cualquier carne hasta el hueso es uno que, si no se hace bien, fácil arma estropicios. C. había perfeccionado la destreza de pelar los dedos y otras extremidades de los muertos a tal nivel que ni una sola gota de sangre o fibra muscular salía fuera del recipiente que usara. También es el único que atasaja carnes.

Los seres vivos y el ambiente físico interactúan en una inmensa y compleja red de relaciones entre organismos y seres inanimados. En la marisma que cruzábamos despacio solo había plantas de agua y mosquitos. Ya fuera de esta no había nada más que edificios abandonados y en decadencia por el ácido en la lluvia. Incluso oí decir que la plaga de edificios abandonados de Santurce se había esparcido por el resto de la isla. Las hordas de civilización yacían a tantas millas de nosotros que hacía algunos años ninguno veía a alguno de los otros humanos, solo trabajadores, en días de mala suerte.

 

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Los virus son un adversario superior a nuestras fuerzas físicas y mentales, y habían reescrito las leyes habituales de la descomposición. EAC1 entra por los poros desde la lluvia. Al hacer contacto, provoca necrosis instantánea en el área donde cae la gota. En un término de 3 a 5 días, el primer virus se esparce a los órganos vitales del cuerpo, destruyéndolos. Tan pronto comienza a fallar el hígado, hay que matar al enfermo antes de que muera por cuenta propia. Si eso pasa, se activa EAC2, un virus aún más rápido y potente, y que ya está en posesión del organismo entero porque se integra en menor cantidad a EAC1. Ese segundo virus no es otra cosa que un reanimador de cadáveres. En otras palabras, lo que crea a los trabajadores, quienes, hasta que sus cuerpos se quebrantan, mantienen la isla funcionando (por instinto, algoritmos genéticos predispuestos y asimilación de patrones previos reconocidos en el cerebro) para uso y deleite de quienes reciben el agua purificada del ciclo hidrológico.

—Deja la van aquí.

Nos acercábamos al límite de edificios abandonados, con un parque viejo y destruido por árboles secos, separados por enredaderas que ahogaban casi todos los espacios entre troncos y ramas. Procurábamos buscar madera en lugares alternos cada vez, por aquello de romper rutinas. Nos cerciorábamos de que los árboles fuesen ligeros y de tronco fino, para no hacer casi ruido y evitar llamar la atención de trabajadores patrulleros.

Detuve la van entre los escombros de una estructura hecha de piedras y polvos, y me dio ansiedad. Notaba una incómoda sensación opresiva en la sien y en los ojos, y me dolía la cabeza. El cielo se ponía naranja y el brillo me molestaba aún más la vista. Me tapé los párpados con los dedos. Por un momento olvidé dónde estaba, quién era y qué hacía.

—¿Estás bien?

C. me tocó el hombro y de no ser por la discusión que apenas habíamos terminado, me hubiese refugiado en ese calor hogareño y protector que transmiten sus manos.

—Sí. Es solo la migraña de siempre.

—Ok. Vamos, ayúdame con el hacha. Ningún árbol se tala solo.

Escogimos dos árboles que cedieron de un solo golpe. Los cargamos pronto a la van. Sabíamos que era suficiente madera para la cena y hasta quizás para dos días más, pero como el cielo se mantenía despejado, decidimos dar un segundo viaje. La operación tomaría apenas unos cinco minutos, mientras que las aguas no se verterían en los próximos diez. Los próximos dos árboles que escogimos eran de tronco bastante similar, pero más gruesos, por lo que incrustamos el hacha en uno de ellos, para hacer el recorrido más fácil. Un ruido nos interrumpió. Oímos con nitidez unos pasos rápidos y torpes aplastando las hojas cercanas. C. dejó caer el tronco con el hacha, sacó su cuchilla del interior del antebrazo y me hizo señas para que dejara el árbol en el suelo y corriera. Al mirarme, se dio cuenta de que ya mi árbol estaba en tierra y yo tenía navaja en mano.

—Sexy.

—Cállate.

Dirigimos las armas en dirección a la vegetación que se movía cerca. En un instante, nos encontramos frente a frente con un pequeño milagro.
 


Lista de imágenes:

1. Robby Ryke, “Apocalyptic Storms over Miami”.
2. Julia’s Mexico City.
3. Web.
4. Climbinmandan, summitpost.org.
5. Johnny Canuck3, urban75.net.
6. Amanda H., “Remember the Magic: Journey into the Enchanted Forest”.


 

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