'¡¿Y esos nenes… de quién son?!': algunos comentarios sobre racismo cotidiano*

“Señora, coopere con los Hogares CREA comprando… ¡¿Ea, y esos nenes?! ¡¿Son suyos?!” me pregunta un muchacho que vende bolsas y quesitos. Viste camiseta amarilla con las siglas C.R.E.A. Esperábamos que cambiara la luz en una intersección entre Río Piedras y Trujillo Alto. El aire acondicionado de mi carro estaba dañado y tenía todas las ventanas abajo para que mis tres hijos no se sofocaran del calor.  Dos iban sentados en sus car seats cerca de las ventanas, el mayor en el medio con su cinturón. El muchacho estaba recostado de la puerta, mitad de su cuerpo dentro del vehículo observando a los tres morenitos sudorientos que llevaba esa mujer blanca. “Son mis hijos”, respondí con una sonrisa. No era la primera vez que me habían preguntado de quienes eran esos nenes. Desde que nació mi primer hijo este tipo de situación es parte de mi realidad cotidiana. Hasta llegué a pensar que cada vez que iba al hospital a parir las enfermeras apostaban entre ellas para ver de qué color iba a salir el próximo. Aunque no creo que mis familiares se unieran a las apuestas de la sala de maternidad, puede ser que algunos hayan pasado por la capilla del hospital a pedir que al menos uno saliera blanco. 

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En el 1999 me casé con un santomeño radicado en San Francisco, California. Nos conocimos en plena Mission Avenue, en el barrio de los latinos. Él andaba con dos amigos, yo con una. Ellos a pie, nosotras en carro. Mientras esperábamos que cambiara el semáforo de  una intersección, observamos cómo ellos trataban de parar un taxi. Cuando al fin lograron que uno se alineara a recogerlos, un hombre blanco en chaquetón y corbata atrajo la atención del taxista una cuadra más abajo. Con tambores en mano, brincaron y saltaron reclamándole al taxista por haberlos abandonado. Eran tres hombres negros cargando tres tambores africanos. Mi amiga y yo observamos todo el evento con gran indignación. Íbamos camino al cine cuando decidimos que regresaríamos a ofrecerles “pon” a aquellos muchachos. Sorprendidos de que dos extrañas le ofrecieran un “ride”, les contamos que acabábamos de ser testigos del acto racista de aquel taxista. Los muchachos deliberaron. Era de noche, tenían mucho que caminar y un lugar en donde debían estar. Aceptaron. En el camino hablamos un poco más sobre el incidente y nos presentamos, dos de ellos eran caribeños como yo, uno haitiano y otro santomeño. Nos hicimos amigos casi de inmediato, no solo compartíamos la indignación de aquel evento indiscutiblemente racista, sino la nostalgia de un Caribe lejano. Unos meses más tarde nuestra añoranza caribeña nos trasladó desde el Pacifico hasta el Atlántico. Y desde entonces experimentamos el racismo puertorriqueño cotidiano.

“¡Oye, parece que a ti te gustan los negros!” me han gritado en la fila del supermercado. Para algunas personas mis hijos aparentan ser un acto de rebeldía de mi parte. Para otros un atrevimiento, tal vez hasta una aberración. Me casé y parí tres hijos con un hombre negro y de las bocas de nuestros observadores diarios salen supuestos discursos de raza, sexualidad y de poder.

En algunos lugares me cuestionan a dónde voy con esos nenes. “Son mis hijos”, he tenido que asegurar. Aun así me miran con caras de incredulidad, en ocasiones no ha sido hasta que los mismos niños me han llamado, “Mami…”, que me han dejado pasar. Una cajera una vez me preguntó si esos nenes que andaban conmigo eran de un Hogar de niños. Donde quiera que voy siempre me han mirado y comentado algo. Intento no prestarles atención, continuo comprando, comiendo o paseando. 

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En el Food Court de un centro comercial urbano una vez se nos acercó un señor con celular en mano. Pensé nos pediría fotografiarnos  (nos ha ocurrido antes), me tomaba un café mientras Luna se almorzaba algo. “Esta es mi hija”, me decía mientras me acercaba el teléfono. “Vi a tu nena y me acordé de la mía, era así mismito como la tuya. ¿Es tuya, verdad?”. Esa duda siempre está presente en los comentarios de los extraños. El señor tenía razón, su hija era negra y tenía un parecido a mi Luna. Luna sonrió, pero no le hizo mucho caso. Son muchas las veces que se nos acercan para hacernos cuentos de otras familias parecidas a las nuestras. En dichos relatos nunca faltan los comentarios de los morenitos con pelo bueno y los trigueños de nariz perfilada.

En una mueblería una vez me persiguieron sigilosamente. Yo andaba con dos de mis hijos de la mano y otro en el coche. Esta vez no solo me perseguían (como de costumbre) las miradas de los demás clientes y empleados, sino que  físicamente me seguían un hombre y una mujer.  No disimulaban el interés que tenían en nosotros. Eventualmente se me acercaron, “Perdone, señora, pero cómo logró adoptar a tres hermanitos?". Respiré profundo y con una sonrisa forzada contesté, “no son adoptados, los parí a los tres”. “Hay, discúlpenos es que…”, respondió la pareja, “nosotros quisiéramos poder adoptar y cuando la vimos pensamos…” y por ahí siguió su historia muy particular.

“¡¿Qué vas a hacer con esos niños y esos pelos?!” me han reclamado varios de mis familiares. Rizos revueltos, alborotados y entremezclados con otros más acaracolados. A mi hijo mayor los rizos le cuelgan más que al otro, a la niña se le alborotan en nudos que enmarcan historias de más de doscientos años. Cada greña carga el orgullo de ser afro… afro-boricua, afro-santomeña, afro-caribeña. Orgullo que pocos aparentan entender (o querer ver). Una vez me fui por varios días en un viaje de trabajo y dejé a mis hijos con una amiga muy querida. Cuando regresé le había alisado el pelo a Luna. No me llamó antes de aplicarle tales químicos. Pelo “lacio” tuvo la niña de cuatro años. “¡Qué niña más hermosa!” Los halagos le llovían. Estuvimos años dejándole el pelo crecer e intentando que regresara a su estado natural. 

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“Eso es abuso contra menores… ¡Nena, llévalo a darle forma a ese pelo! Un niño tan lindo, con una cara tan linda y con ese pelo! Si cae un piojo ahí… ¿Por qué no me lo dejas a mí que yo lo llevo a recortar?” Estos son algunos de los comentarios que constantemente escuchamos (evidentes incomodidades) en torno al pelo grifo de mi hijo menor. A los siete años decidió con firmeza  que no quería recortarse más. “¡Quiero un afro!” finalmente afirmó el niño a los siete y medio. Una vez más me convertiría en su orgullosa defensora, esta vez del afro que cultivaba. El pelo, su pelo, símbolo de afro descendencia, de orgullo, instrumento de resistencia.

El tercero se dibuja con afro y se pinta de color marrón desde la infancia, mientras que el primero no se pintaba en los dibujos de la escuela, se dejaba en blanco. Esto siempre me preocupó. Hablamos con las maestras y las trabajadoras sociales de la escuela. Visitamos a psicólogos buscando respuestas, ayuda, estrategias[1]. Además dialogamos con los tres sobre lo hermoso y valioso que es ser una persona negra y sobre la importancia  de su/nuestra afrocaribeñidad. Les leímos cuentos sobre identidad racial, diversidad, y luchas por la equidad. Sus abuelos y tías de parte de padre nos visitaban de San Tomas con frecuencia. Cuando mi suegra nos visitaba se quedaba al menos dos meses con nosotros. Con ella (madre de cuatro, abuela de doce y bisabuela de dos) aprendí a ser mamá de uno, de dos y después de tres. A todos les trenzaba el pelo y les hacía cuentos de su niñez.

Aun así no fue hasta segundo grado que Guillermo se pintó marrón. Recuerdo el día en que ocurrió. Casi nunca tengo tiempo para mirar con detenimiento los trabajos que se exhiben en los pasillos de la escuela, pero esta vez tuve que parar, por primera vez Guillermo se había coloreado marrón. Ya, casi en sus catorce, se identifica como negro. Luna siempre ha incluido en sus dibujos su pelo rizado y su piel marrón. De los tres es la que más pendiente está de la raza de quienes están a su alrededor (con frecuencia cuenta cuantas personas negras y cuantas blancas hay en su salón, en su clase de baile, en su campamento de verano…). A pesar de identificarse como negra en ocasiones me ha preguntado por qué no es blanca como yo. Guillén se autodefine como el más negro de la familia y repetidamente me reclama por qué yo no puedo ser negra como él[2]. 

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Notas:

* Según Arrancando mitos de raíz: Guía para una enseñanza antirracista de la herencia africana en Puerto Rico (Editora Educación Emergente 2013) por Godreau, Franco, Lloréns, Reinat, Canabal y Gaspar, el racismo cotidiano incluye “el rechazo por rasgos físicos asociados a la negritud… siendo el pelo crespo un flanco común de burlas; mofas e insultos relacionados con la higiene (piojos…);… cuestionar la pertenencia de un niño o niña a su familia o comunidad por su color de piel (ej., diciéndole que no es hijo o hermano de su familiar)…”(p.196).

[1] “En el último siglo la sociedad puertorriqueña se transformó en un sistema económico capitalista con un nuevo proceso invasivo… de manipulación de los estados psicológicos. Se desaparecieron las personas negras de los libros de historia puertorriqueña, de los censos, de los lugares visibles y de los espejos. La ideología superior estadounidense hizo un buen engranaje con la mentalidad colonialista e hispanista puertorriqueña para idealizar los cuerpos de las persona de piel clara… En Puerto Rico hemos evadido históricamente la existencia, la presencia y la labor de las personas negras. Nos hemos negado a ver, palpar y sentir que somos negros y negras”. http://diversidadyopresion.blogspot.com/2011/09/hacia-una-deconstruccion-del-racismo-en.html).

[2] Me uno a los reclamos y exigencias de CLADEM de Puerto Rico sobre el racismo patriarcal de nuestra Isla publicados en 80 Grados el 5 de octubre del 2012:

  • Realizar censos nacionales con indicadores concretos, que permitan conocer la situación de la población afrodescendiente desagregada por género, raza y etnia, como fundamento de las políticas públicas orientadas a combatir el racismo y la discriminación.
  • Construir y elaborar un sistema de indicadores de inclusión racial con perspectiva de género para todos los programas de desarrollo que impulsen los gobiernos y los organismos de desarrollo internacional. De este modo nos hacemos eco de las exigencias presentadas en el Informe sobre los derechos humanos de las mujeres afrodescendientes de la región latinoamericana y caribeña.
  • Garantizar igual acceso a la educación universitaria y a los empleos para las mujeres negras para eliminar las brechas salariales existentes por raza y género.
  • Impulsar legislación que prohíba el hostigamiento racial en el empleo.
  • Instaurar un currículo libre de prejuicios raciales desde los grados elementales. La educación anti-racista es crucial para eliminar las relaciones de poder y la opresión sistemática entre los géneros, etnias y razas.
  • Eliminar los epítetos racistas en las más altas esferas del gobierno de Puerto Rico. Al permitir que personas en los altos puestos gubernamentales lancen insultos racistas con impunidad, el gobierno da su aval al racismo y pone un ejemplo negativo que se reproduce a todos los niveles de la sociedad.