La senda textual


Conspiraban en improbable silencio las paredes, formando un seductor túnel que parecía llevarme, en éxtasis, al acojinado rincón de mis ilusiones. Mientras, anegado por el júbilo del tiempo extendido, hallazgo de deliciosa quietud, me emocionaba ante la idea de poder desatar aquel atrapado torrente de lectura. Una reciente edición de los poemas de Safo esperaba junto a la butaca, sobre el pequeño librero que inicia la muralla de tablillas que rodea mi estudio. La excelente introducción del autor, erudito que ha dedicado su vida a traducir a la poeta, se compaginaba en la bella edición que poseía y se encargaba de acentuar el ritual de lavarme las manos, antes de sentarme a leerla, para evitar que los aceites naturales que produce la yema de los dedos la marcaran, comenzando así, un prematuro proceso de deterioro.

Este docto glosador me enseñaba, en las primeras veinte páginas, sobre recientes transcripciones de poemas previamente desconocidos de Safo y descubiertos, como arqueológica evidencia de un ancestral prejuicio, en los depósitos de basura de una antigua ciudad egipcia. Se trata de la historia milenaria de un tabú que, en la cristiandad de su origen, se esforzaba por negar la sexualidad de la poeta, inventándola como una especie de sacerdotisa, quien, al dirigirse a las fieles que la rodeaban, lo hacía con el más profundo de los cariños, cual si pastora a sus feligreses. Su fama, comparable a la de Platón en la viva época de oro del pensar heleno, padece los efectos del devastador veto que termina diezmando su contribución, contando hoy con solo fragmentos de sus poemas, mientras que disfrutamos de los detalles de las obras completas del filósofo ateniense.

Rodeado del placentero sosiego, temblaba de entusiasmo con la idea de terminar la introducción y entrar por fin al texto poético, pero leer a Safo surgió en la desesperada búsqueda de un oasis. Exhausto por el extenso reajuste de fuerzas entre múltiples deidades, Hesíodo en su Teogonía insistía, incansable, obligándome a catalogarlas en elaborados diagramas que se acumulaban a mi lado. Las mitologías del hombre griego vivían en la bóveda de su realidad y me cercaban por los continuos caprichos de divinidades que, como los libros en las paredes, confinaban, a la vez que prometían, la escurridiza clave que explica todo a los dispuestos a pagar la tarifa de la interpretación. Pero estos dioses, junto con las revisiones de interminables intercambios de ventaja en el largo conflicto entre Teucros y Aqueos, eran solo un enlace en la larga cadena que comenzó a eslabonarse muchos textos atrás. Protágoras, en especial el escrito platónico y su uso de historias de Titanes y Dioses del Olimpo, en su contextualización de ideas sobre la posible enseñanza de la ética y los laberintos orales con que Sócrates trataba de minarlas fue lo que me llevó a remontarme al poeta de tiempos homéricos.

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Pero ni aun los sofistas, esos tenaces promotores de la práctica, contrincantes eternos de los filósofos y sus deseos de hacer la idea el centro de las cosas, fueron el principio. Arribaron con el pasar de páginas de un libro que, aunque inquietándome con la idea de la verdad como el todo revelado en la dialéctica de las contradicciones, se empecinaba en erosionar mi comprensión. Luego de con mucha pausa estudiar su primera media centena, entendí prudente, por lo pronto, dejar de lado lo prematuro de intentar descifrar la Fenomenología del Espíritu de Hegel, para desempolvar las bases del pensamiento epistemológico, y así convertir el repaso de Protágoras, Parménides y Teeteto de Platón, en ese orden, en la nueva prioridad.

La verdad, en su deseo por preservarse como tal, necesita ser escurridiza, haciendo provisional cada punto de descanso en el camino. Un trecho que continuamente crece a nuestras espaldas y en el que aquí narro, traza en reverso sus pasos en el encuentro con Gogol, Chéjov y toda esa pandilla de escritores rusos que, mirando con sus largos y puntiagudos bigotes, se asoman desde lejos en mi espejo retrovisor, como si conocieran la inevitabilidad del eterno retorno. Estos me entretuvieron por largo periodo, en mi deseo de empaparme con las raíces literarias que inspiraron a Joyce, el cual ha sido objeto de inevitables, aunque intermitentes, acercamientos de mi parte a través de los años; el último de estos, luego de comenzar a leer la segunda novela de Rafael Acevedo.

Heme aquí. Quebrando los glaciares de una improbable media vida en los exiliados fríos del noreste norteamericano, donde treinta años no parecen hacer mella en mi deseo por desarrollar un panorama claro y completo de la nueva literatura puertorriqueña, pareciéndome prudente releer algunos clásicos. Por ello dediqué un esfuerzo considerable a Papeles de Pandora. Hace mucho tiempo había leído "La Muñeca Menor" y también "El Regalo", este último en una antología seleccionada por Efraín Barradas. Ambos cuentos me impresionaron y siempre pensaba que la admiración que goza la narrativa de Rosario Ferré, entre escritores y lectores, era más que justificada. Mi error fue asumir que el resto de su obra era una mera extensión de estos dos relatos. Dilaté madurar la profundidad de la riqueza de estilos que ahora lamento no haber visitado antes. Mejor tarde que nunca, y gracias, Rosario, donde quiera que te encuentres, por el orgullo de saber que eras y seguirás siendo grande, entre los grandes de la literatura universal.

Alejado de la vulgaridad insular, de la que en su momento pensé era rigor cristiano huir (parafraseando al gran Luis Rafael Sánchez), me permito ver la literatura de mi país desde una cómoda falta de agobio por el “qué pasará mañana” isleño. Sería deshonesto negar que por momentos ha triunfado el gusto cosmopolita sobre el "lelolai", frase que también tomo de la casi inagotable mina que es La Guaracha del Macho Camacho, la cual, dicho sea de paso, es el enlace próximo, en esta narrativa que va dando marcha atrás, en busca del origen que me puso a leer a Safo.

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Mucho me gustaría decir que ahí comenzó todo, pero no es el caso. El proceso de las relecturas lo inició El Quijote. Queriendo hacerme poeta, que según dicen es enfermedad incurable y pegadiza, imitando esta vez a Cervantes y, aun sin saber que el tiempo me acercaría a otra, me dejé trastocar, a la manera de Alonso Quijano, por el despliegue de 1086 páginas de una mentalidad que, desde el siglo XVII, miraba, al igual que yo, hacia el pasado. Le siguió, obviamente, Cien Años de Soledad y un Gabo que jugueteaba con la falta de novedad bajo todo lo que el presente sol alumbra. Sustituya, en esta cita del clásico, "conservadores" por cualquier grupo hegemónico y "liberales" por cualquier minoría, para ver un tiempo que apenas ha pasado:

Como Aureliano tenía en esa época nociones muy confusas sobre las diferencias entre conservadores y liberales, su suegro le daba lecciones esquemáticas. Los liberales, le decía, eran masones; gente de mala índole, partidaria de ahorcar a los curas, de implantar el matrimonio civil y el divorcio, de reconocer iguales derechos a los hijos naturales que a los legítimos, y de despedazar al país en un sistema federal que despojara de poderes a la autoridad suprema[1].

Podría seguir, pues ¿dónde es que en realidad comienza la senda textual de un lector? y ¿cuál, en última instancia, fue, en la casi ciega búsqueda por entre la nebulosa de las poco claras e iniciales memorias, el primer escrito que se leyó? Solo basta continuar, hasta que la capacidad lo permita y, rindiendo honor a la obra, pasar la página y entregarse, compartiendo en la plegaria de ser consumido por el deseo: el tan ansiado primer poema de Safo.

Oración a Afrodita

En tu trono moteado eterna Afrodita,
astuta hija de Zeus,
te ruego, no aplastar mi corazón
con dolor, Oh señora,

pero ven aquí si alguna vez antes
oíste mi voz desde lejos,
y dejando la casa de tu padre
de oro y vino,

acollando pájaros a tu carro. Hermosos
gorriones veloces que zumban en alas que golpean
te llevaron desde el alto cielo hasta el nuestro
sobre la negra Tierra

y pronto llegaste. Oh bendecida,
en tu cara inmortal una sonrisa,
me preguntaste lo que estoy sufriendo
y por qué te llamo,

lo que más quiero que suceda
en mi corazón loco. "¿A quién debo persuadir
de nuevo para llevarte a su amor? Quién,
¿Oh Safo, te ha hecho daño?

Si ella huye, pronto la perseguirá.
Si desprecia los dones, ahora ella sobornará.
Si ella no ama, pronto ella amará
incluso a regañadientes".

Ven a mí ahora y líbrame
de tajante agonía. Anda
llena el corazón de fuego. Quédate junto a mí
y sé mi aliada.


Notas:

[1] García Márquez, Gabriel. Cien años de soledad. Buenos Aires, 1967. http://bdigital.bnjm.cu/docs/libros/PROC2-435/Cien%20anos%20de%20soledad...


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