Ha salido antes en blogs que han circulado la red y ha sido confirmado recientemente en un artículo del New York Times: ese lindo gatito, como diría Piolín, que nos hace derretir el alma con su mirada tierna, al parecer, es un asesino y no exactamente a sueldo. Carita inocente escondiendo el venidero zarpazo, como si fuera una de esas personas que se dejan caer para que la recojan, o uno de ésos que cogen pon y quieren guiar. No es el tigre del colonialismo del que nos precavía José Martí en Nuestra América, sino el "mínimo tigre de salón" en la "Oda al gato" de Pablo Neruda. Lo confieso, como asistente personal de una gatita rescatada (nadie es dueño de un ser felino), la noticia no es la más agradable. Menos mal que en mi caso, la susodicha minina nunca sale del apartamento, salvo para ir a la clínica veterinaria.
Los gatos suelen generar toda una gama de reacciones. Desde rechazo debido a alergias hasta los más puros enchules: el gato no es un animal que le suele ser indiferente a la gente. Incluso a través de la historia, los gatos han sido tildados de todo, desde encarnaciones de la divinidad hasta representantes de lo siniestro. En ese sentido, el gato prototípico es casi como lo que la pesada tradición milenaria ha hecho de la mujer estereotípica. Ante los ojos bifurcados por el culto al miedo, el felino es celestial o diabólico, mientras que la mujer es María o Eva, virgen o prostituta, ángel hogareño o parrandera andariega. Los gatos, como las mujeres, han sido folklóricamente creados a imagen y semejanza de inseguridades religiosas y culturales.
Recuerdo cuando era niña y mi abuela me decía con absoluta certeza que los gatos eran traicioneros. En seguida añadía un supuesto cuento verídico de un sacerdote en quién sabe qué pueblo que murió a las garras de un felino -un gato negro- que lo vino a estrangular a media noche mientras él dormía. Me intriga y me entristece también la historia de que el Papa Gregorio IX, allá para el siglo XIII, determinó que los gatos eran diabólicos, lo que propició la matanza de muchas de estas criaturas.
Con el cuento de mi abuela y con esta anécdota papal, me resta cuestionar si alguna vez estas personas habían observado propiamente el comportamiento de un gato, si habían visto bien sus ojos, ésos que Neruda poetiza, señalando que éstos "dejaron una sola /ranura / para echar las monedas de la noche". ¿Cómo es que algo de 7 a 15 libras puede causar una debacle de proporciones mayores, al estilo de una simple mordida de manzana?
Tiene que haber gato encerrado.
Hay gatos como los que también ilustra el inigualable poeta portugués Fernando Pessoa en su famoso "Gato que brincas na rua". Es el gato que genera envidia de la buena porque es un gato contento con lo que le ha tocado ser y vivir en la vida: "invejo a sorte que é tua / porque nem sorte se-chama". Mientras en el poema de Neruda la voz poética no tiene otro remedio sino confesar que no conoce al gato, ésta coincide con lo señalado por Pessoa pues, en definitiva el gato nunca pretende ser lo que no es. En la oda se establece claramente que "…el gato / quiere ser sólo gato".
El gato, my friends, es la figura que es y que quiere ser lo que es, nada más… ni nada menos. El tan vilipendiado gato y/o el idealizado gato: irónico, ya que el gato no ha querido ser lo que no es. La mujer, como el gato, vista como fuerza tentadora y desestabilizante (del orden simbólico rancio) o como ejemplo de sumisión "angelical" ha sido caricaturizada y violentada por esos encorsetamientos dogmáticos y socioculturales. Esto se ha discutido ampliamente por activistas y artistas feministas que han llamado la atención a las repercusiones de dicha problemática. Y siempre, siempre, continúa la intriga que nos propulsa a continuar indagando por qué. ¿Por qué se ha hecho casi lo mismo con los felinos y con las féminas?
Los felinos se precian de hacer lo que quieren cuando quieren. Neruda nos recuerda que "todos se creen dueños, / propietarios, tíos / de gatos, compañeros, / colegas, / discípulos o amigos / de su gato". Los gatos no titubean en pedir lo que quieren cuando lo quieren. Mi gata no deja de mirar con asombro lo que hay del otro lado de la ventana, aunque siempre sea la misma carretera lo que se divisa. Es como si intuyera que el panorama nunca es el mismo y que siempre hay algo de qué maravillarse, contemplando literalmente el horizonte. Ver un gato en movimiento es presenciar una sensualidad muy fina, un indiscutible sentido de estar a gusto con al forma habitada. Los gatos, en fin -o más bien, en y desde el principio- son feministas en el más amplio y des-clichado sentido de la palabra. En eso sí que no hay gato encerrado.
La libertad de ser tal y como somos es prerrogativa felina. En eso me siento "discípula" (nunca propietaria pues hay que aceptar la realidad) de mi gata. Ahora, con tal de que nunca se me escape del edificio…