Acepto albergar la intención de matar al niño, que por ello soy vulnerable a escarnio y descrédito, que falto a la generosidad, que cómo me atrevo a. Y ése es precisamente el problema que pienso abordar aquí, que adjudicarle un eterno estado de inmunidad infantil a todo movimiento emergente, contra el cual la crítica no sólo es imposible sino indeseable, pervierte cualquier legítimo intento de radicalizar estructuras, salvo que lograr exactamente lo opuesto, reforzarlas, sea el objetivo que en realidad se persiga en la isla agobiada.
Comencemos por poner en duda la condición emergente en sí. ¿Cuál es el “límite de edad” para que una causa, movimiento o agenda transformadora pueda seguir siendo considerada “emergente”? ¿Es la emergencia un sinónimo de espontaneidad o colindamos aquí, peligrosamente, con la hipertrófica inmadurez? ¿Es “emergente” aquello que es nuevo en nuestro medio cultural pero asumido/criticado/superado en otras comunidades? ¿Es indispensable tener que revivir el proceso emergente de otro lugar en el propio, o sería posible ahorrarse pasos, caídas, derrotas ajenas, o incluso descartar el recurso de entrada por incompatible o simplemente irrelevante?
Conviene aclarar el alcance de fenómenos con los que intento dialogar aquí. Reconozco que en cualquier lista algunos podrían sentirse incómodamente aludidos, o incluso agredidos, sobretodo por la identificación tradicional del arquitecto (que ha sido mi espacio de formación) con el oficialismo institucional. “¿Cómo un arquitecto va a entender el valor del “grass root” cuando su agenda es y ha sido servirle de lacayo al poder?”, dirán, con legítima suspicacia, algunos. Quisiera pensar aquí que mi propia trayectoria y ocasional expresión pública pueda dar fe de mi falta de fe en los arquitectos, la arquitectura y las escuelas de arquitectura, así como el entramado institucional que los cobija y emplea, tanto en esferas públicas como privadas. Invoco, como defensa preventiva, que tanto el gremio como mi imaginario personal de quién soy y a qué respondo nos consideramos mutuamente excluyentes, que ellos allá y yo acá, que yo no soy parte de, ni aspiro a serlo. Estas aclaraciones vergonzosamente autobiográficas confío en que disipen los escepticismos que a flor de piel existen contra la opinión de un arquitecto. Es decir, que para el récord, no lo soy, y me siento privilegiado en ocupar esa zona fronteriza, por no decir, laboriosamente auto-gestionada de alma en pena, marginado, expulsado, si se quiere decir.
Por eso y por muchos más detalles de una biografía que no es el tema aquí, comparto el espacio del excluido, me identifico con él, creo comprenderlo por experiencia propia, y es precisamente por esa relación afectiva que me resulta angustioso atentar contra el status quo del margen, del activismo organizado, de los movimientos de alegada resistencia, gente con la que suelo tener más afinidad que con, digamos, Zoraida Fonalledas.
¿Quiénes son los “emergentes” de mi maldición? ¿Cuál es su perfil y qué les ha hecho blanco de mis insensatas críticas? Probablemente los conocen y han visto. En general, comparten un mismo desprecio hacia el gobierno y la estructura tradicional de los partidos políticos, actitud perfectamente entendible. Se disocian de la estética del consumo conspicuo y adoptan, por moda o convicción, “otra” estética, algo así como abajo el nilón arriba la tela de saco. Fetichizan la alimentación orgánica (aquí admito haber sucumbido también al vicio portlandista) y el contexto rural desde donde se gesta (ahí dejo de comulgar con ellos, soy rabiosamente urbano). Coquetean con distintos niveles de la cultura “vintage”, cuidando de no caer en el hipsterismo, fenómeno del cual consistentemente reniegan. Aunque hablan de crisis ambientales, alimentarias, de falta de participación democrática, sus rituales tienden a la sectarización, al distanciamiento profiláctico de la masa, y sí me joroban mucho diría que al más auto-complaciente y desinhibido esnobismo. Admiten existir en una serie de escenarios post-factuales, tales como el post-racismo, la post-política, la post-crítica, y muchos otros más, porque no es fácil seguirle la pista a cada nuevo post. Si la modernidad era de los “ismos” aglutinantes, en el universo de lo emergente todo es un post atomizador, la marca de alguna nueva forma de escepticismo objetor que da base al corillo.
Retoman de todo: ciudades, solares baldíos, comunidades desatendidas, edificios abandonados, callejones oscuros, terrenos inundables, reservas naturales amenazadas, you name it. Introducen en el espacio “retomado” desde formas devaluadas de entretenimiento burgués (nostalgia por lo obsoleto es una constante aquí), talleres de alguna vocación comunitaria (y digo “alguna” porque el olor a “token gesture” es particularmente insidioso), y en casos extremos una vuelta a paraísos pre-industriales no muy distintos a las resistencias planteadas por el movimiento Arts and Crafts a finales del siglo XIX, que culminó claudicando a su propia postura anti-máquina con tal de atender la agresiva demanda por el “look” artesanal que proliferó en este breve momento de duda “chic”, previo al definitivo ingreso a la modernidad.
Se infatúan, estos movimientos de proselitizada resistencia chamaquitista, con lo temporero. Para ellos nada debe durar, nada debe dejar una huella dura (demasiado institucional), todo ha de articularse a partir de una estética/ética de lo efímero, los gestos deben ser consensuados, lo “feo” cuidadosamente compuesto de forma tal que la ruina, aún en sus formas más sintéticas, domine el comentario de “diseño” que desea articularse. Del mismo modo, muestran desconfianza hacia el gran plan, el desacreditado masterplan, y confían, ingenuamente digo yo, en el gesto casual, en la infinita horizontalidad de los procesos decisionales, en su autonomía de cualquier entidad gubernamental (salvo que sea para pedir fondos), y en medio de ese rechazo a cualquier gesto que exprese indicios de normatividad, se vuelcan sin reservas al mecenas privado, sea un coleccionista o “gestor cultural”, sin siquiera pre-evaluar su perfil político, sus antecedentes de delitos socio-culturales, su cómodo divagar en el espacio del poder al margen de polémicas que trastoquen su indisputada autoridad.
Esta ceguera auto-inducida, y voluntad de hacerse el loco frente a sus auspiciadores, es quizás el detonador de mis acumuladas sospechas contra un sector con el cual debía, ante todo, tener afinidad. Algunos pensarán que debo ser más generoso, que estamos en el mismo bando, que tal y como el niño conciliador grita en medio del conflicto entre párvulos, “no peleen”, debía enfocarme en los logros en lugar de atacar las instancias de naiveté que aquí y allá caracterizan al activismo emergente, un fenómeno tan de moda hoy como los “disco parties” de los ochenta, los “raves” de los noventa y la cultura “lounge” de la primera década del segundo milenio.
No me defenderé alegando que precisamente porque los quiero es que decido compartir mis críticas “constructivas”. Reniego de ese falso consenso, de esa voz suave y cargada de culpa católica que debe ponderar y aferrarse a la sensatez aún parado encima de un volcán a punto de explotar. Adopto, contrariamente, la intención de destruir de cuajo lo que se ha convertido en noñería ratificadora de un orden corrupto, distracción conveniente contra las preguntas relevantes, escapulario de liberalidad cooptado por cuanto personaje sospechoso prolifera en esta guarida de piratas y hacendados que se niega a mutar hacia algo mejor. De la ratificación de un orden podrido no puedo participar, y si lo he hecho en el pasado pido mis excusas a tiempo, y hasta diré que lo hice intentado subvertir la lógica desde adentro, en momentos donde yo también me creí emergente.
Chamaquitismo no es un fenómeno identificado con una edad o generación en particular, es si acaso la tendencia a desactivar el poder subversivo del activismo al punto de retener el gesto simbólico sin la violencia desestabilizante (violencia conceptual, que nadie asuma que me he convertido a la causa de la revolución armada, aunque me gusta el patrón de camuflaje). Se chamaquitiza toda gestión cuando el discurso adopta el balbuceo de la cultura del “sound bite”, la inmediatez desechable de las redes sociales, la acción lúdica que distrae antes que llamar a la conciencia y la afirmación, en una parodia imprudente del situacionismo. Se es chamaco cuando la fe incondicional en la claque pesa más que la exposición honesta de la diferencia y la objeción, y aquí traigo la trágica alusión al adolescente inseguro que frente al hambre de participación llega a amputar su diferencia si fuera necesario.
El chamaquitismo no es vehículo de movimiento social alguno, si acaso la extensión del mangoneo “new age”, la certeza de que cualquier cosa que el nene haga es buena, y que debe reforzarse para que crezca sano y seguro de sí mismo, aunque su desempeño sea mediocre y para nada destacable. Se pluraliza así la crítica, desprestigiada de antemano por algún remilgo contra la autoridad muy mal ubicado, pues el crítico hace tiempo que perdió esa garita hegemónica y no actúa hoy con la intención de restaurarla, no podría aunque quisiera, lo cual es de por si un problema.
Se chamaquitizan instituciones en un esfuerzo desesperado por ampliar su clientela, con quienes proceden a dialogar en el lenguaje del reggaetón o el utopianismo “peace and love”, si entienden que ese es el gancho más efectivo. Se crean estructuras paralelas de acción y formación “educativa” frente a la convicción de que la única gestión valiosa se incuba desde la “periferia”. Se cultiva la convicción de que abandonando aquello que ejerce un rol central forzará su eventual colapso, si no es que detrás del gesto comunitario lo que buscan es la auto-realización en el sentido más egoísta del término. Eso explicaría lo patéticamente inefectivo de las estrategias, la pusilanimidad de la voz, el avainillamiento de los programas.
Mis objeciones comenzarían con el urbanismo, el descrédito chamaquitista de la presencia/intervención gubernamental en el espacio público, que viene marcada por un perverso mito libertario, como si fuera la centralización del gobierno nuestra gran enfermedad. Igualmente objeto el consiguiente vuelco a la iniciativa local y comunitaria como única lógica a considerar, sin el perito o el profesional competente, porque ese tipo se asume ser doble agente del gobierno malvado. Aquí se importan imaginarios y antagonismos de otros lugares, ciudades y tradiciones de gobierno. Que permanezcan intactos, sin revisión, conforme a alguna hipótesis de cual es nuestra “realidad”, constituye una vulgar concesión a la moda, a actuar según el dictado de alguna autoridad “cool”, siempre remota y desconocida, a la que le consagran la acción en medio de un acto de confianza temeraria.
Existen distintas formas de corporativizar al activismo emergente con ropajes que no son de acero inoxidable, cristal u ortogonalidad obsesivo-compulsiva; no porque la lechuga se adquiera en un local sin aire acondicionado vendrá redimida de las plagas del capital. Y es aquí donde quizás radica el origen de la ambivalencia discursiva que deja intacta la geografía del poder aunque adopte la estética de la rebelión. El distanciarse del pensamiento político, cobijado en la certeza de que la gestión desde la “gente” es suficiente para librarse de cualquier pecado original y mortal, ha fomentado toda una clase de activismo y activista cultural que se auto-margina a la posición del adorno, accesorio simpático pero en todo caso inefectivo. La intencionalidad del gesto parece importar poco, replegándose a explicaciones generales, ricas en mistificaciones y romantizaciones mágico-celestiales del cuerpo social, que vienen a intentar sustituir (infructuosamente) la claridad de una agenda.
Se desautoriza en la fe chamaquitista a la idea misma de la agenda, por rígida e inflexible, a cambio de una asumida flexibilidad, apertura y horizontalidad que se imaginan panacea. Se confunde la horizontalidad con una sobrestimada ausencia de jerarquía, en un lenguaje que cree abolir los desbalances por medio del espacio rizomático y maleable que termina fungiendo como prisión de voluntades, y cuya aparente fluidez y vitalidad no deja de ser un espejismo. Fuera de ese universo plano de interacciones no pautadas y “espontaneas” yace un orden cuya presencia burla el radar de la cautela crítica, si no es que los propios subordinados ya han perdido el deseo de conocer a su verdugo, de pautar un encuentro, o al menos una visita de reconocimiento.
Me intrigan los emisarios del poder que aparecen aquí y allá travestidos de chamacos activistas, interpretando su rol con tal rigurosidad que hasta ellos mismos se olvidan de sus lealtades escondidas y función de doble agente.
Formas de activismo cultural, ya sea a través del diseño, la organización comunitaria, la restructuración de espacios de producción o la creación de ámbitos de debate, que se desvinculan del pensamiento político, del que sea, han despertado en algunos la esperanza de una segunda era de confrontación a la hegemonía del capital en cualquiera de las acepciones que la ciencia política tenga para describir su mutabilidad viral. Mi objeción final es que desentenderse de lo político, ya sea por desconfianza o dejadez, distrae la atención del objeto y sujeto aludido, y en última instancia se suma al espectáculo sin que se llegue a producir el anhelado corto-circuito. Lo más desagradable es comprobar que detrás de la pose comunitaria integradora se está re-introduciendo la figura de la “estrella”, el gestor individual, es decir que el chamaco distraído y falto de rigor es un oportunista trabajando su plaza como cualquier otro perro soñando con longaniza.