He estado luchando contra mí mismo en estos días, intentando escribir algo relevante y coherente. No solo esta columna, sino sobre cualquier cosa: trabajos que debo hacer a tiempo, resúmenes de lecturas para mis cursos, observaciones a estudiantes en sus trabajos corregidos… Nada nace, nada se salva. No he encontrado estrategia alguna que me garantice la victoria sobre lo que se ha convertido en algo más allá de un típico bloqueo creativo. Esto ya es un monolito digno de Stanley Kubrick. De hecho, como homínido brincando alrededor del problema me siento, armado con fragmentos de hueso e ignorante del secreto del fuego. Pero luego de tanto tiempo viviendo en duda, he llegado a creer que, tal vez, tengo finalmente una pista, encontrada mientras buscaba brecha fuera de mi fosilización intelectual, y todo tiene que ver con la saturación de la miseria. Mi problema es que, sin quererlo, he comenzado a pensar en grises, en pérdidas, en disonancia. Solo pienso en distopía.
Me costó trabajo aceptar que no era la falta de escritura la que me abrumaba, sino su inverso. El estar abrumado resta no tan solo potencia a la palabra, sino sentido, validez y propósito. Sí, la inteligencia de nuestra especie le permitió sobrevivir en momentos donde el futuro de la especie estaba en juego, pero es esa misma habilidad que nos condena a las penurias de la depresión. La prisión existencial es una jaula con barrotes imaginados e inescapables. Vivo, reconozco, pienso, je désespère. Esa misma capacidad creativa es la que a menudo nos impulsa al desgano, a la apatía, a la autodestrucción. A existir buscando escape entre extremos de vida y muerte, de desconexión. Yo no había sentido este estupor a nivel intelectual, aunque sí emocional. He sufrido de depresión severa por años, cuando esta se encuentra en su mayor aflicción. Cuando uno llega a lo más bajo de la autoestima y pide a gritos el silencio eterno. Eso sí lo he vivido, ¿pero aceptar una rendición incondicional en mi cabeza? ¿Con esa testarudez infame que me ha creado de la peor reputación imaginable? Jamás. En eso estaba seguro, no importa lo tentador que se viese la autodestrucción, mi cabeza encontraría alguna forma de articular una salida, aunque fuese con pura rabia. Pero fue entonces, en medio de un momento de descanso entre embates depresivos, cuando ocurrió la claudicación silente. Un momento. Una foto.
Aylan.
Pensar en distopía es más que un ejercicio mental o un estado anímico. Se convierte en parte indistinguible del resto de tu ser, hasta tomar el control. Es la rendición de tus defensas ante el abismo. Más que nada es una degradación total de tu identidad ideológica. Se manifiesta de muchas formas. Algunos terminan en convertirse en “pragmáticos” y abandonar sus utopías. Otros reaccionan viciosamente, abrazando ideologías reaccionarias. Y otros terceros caen en el sonambulismo, en una pesadilla vivida despierta. Es un nihilismo en todo menos nombre, que vacila entre el cuestionamiento y la total apatía. Pero es insidiosa, silente y eficaz. La zombificación ideal. En mi caso esta distopía no se materializó luego de años de estar sumido en pensar sobre la barbarie de la experiencia humana. Tantos países, tantas masas anónimas de sufrimiento. Tantas crisis. La denuncia y la furia eran parte de mi día, mis palabras mis únicas armas y mejor refugio. Tanto embate no me hizo pensarlo todo en distopía. La foto de un niño ahogado en una playa turca, de un rostro, y luego, conocer su nombre. Eso fue todo. La vida había perdido sentido sin la palabra que le definiese, pero fue en este momento cuando la palabra misma perdió toda validez.
Hemos reducido nuestro consumo intelectual a trozos incapaces de sostenernos. Nos hemos atomizado. Data sin contenido. Imágenes sin repercusiones. El hecho de que mueran noventa y siete personas en Ankara no puede competir con un concierto de música pop. El baile hipnótico de la urna continúa, mientras el Leviatán consume todo rastro de hegemonía. El pensar en distopía no es solución ni escapismo. Es la inmovilidad del desespero, de la vida reducida a trinchera rodeada por tierra de nadie. Aquellos que caemos en el pensar en distopía estamos peor que los zombies, los pragmáticos y los reaccionarios. No tenemos el beneficio de la indolencia voluntaria. Nuestra condena es el gritar en silencio autoimpuesto, el vivir exiliados de la enajenación generalizada en nuestros infiernos personales.
Lo que describo no es la presunción de un sentido de superioridad intelectual, sino el abandono de un falso sentido de esperanza. Pero tal vez es el pensar en distopía lo que puede ser la salvación de su contrario. Si algo trae la distopía es la habilidad de desgarrar las ataduras que la negación del sufrimiento trae. Tal vez no es una falta total de utopía, sino su mayor expresión. Al negarse como paliativo se le rescata como construible fuera de la prisión del constructo. Imaginable sin caer en el reduccionismo del pragmatismo, del “siempre ha sido así”. Tal vez esa sea su mayor valor, el resaltar los grises. Quizás es esa mi esperanza: que dentro de la vorágine exista una salida, antes de aprender más nombres de niños ahogados, y que el regreso se vuelva imposible.
Lista de imágenes:
1. Óscar Bravo, Distopías.
2. Jonás Bel, blog El último verano.
3. Web.