Lapidaciones de otoño

pintura

Rembrandt, The Stoning of St. Stephen, 1625.

Lapidamos. Matamos a pedradas al son de trompetas mediáticas y opiniones regurgitadas. Anunciada queda la llegada de otoños a la vez que yacen ignoradas aquellas primaveras inconclusas, olvidadas, reprimidas. Conspiran los murmullos televisados y las voces fantasmales de la radio al leer de sus libretos enajenantes. Predican al unísono sobre el peligro inminente de los reaccionarios extranjeros en tierras lejanas e ignoran a los demagogos del patio. Denuncian la quema de banderas mientras celebran el asedio a sus derechos a cambio de un falso sentido de seguridad. Ni un segundo de pensamiento es considerado para reflexionar sobre la obsesión expansionista de aquellos a quienes veneran como huestes salvadoras.

Obedece. Consume. Reza. Vota. Calla.

Inconcebible es para el fanático pensar que el insulto deshumanizante sumado al bombardeo anónimo podría llevar a la furia y la indignación de quienes son aplastados “colateralmente” en el nombre de la democracia corporativa. Reverbera la letanía de generalizaciones alienantes preñadas de otredades demonizantes. Hipnotiza el coro disonante que proclama la muerte de aquella frágil “promesa de libertad primaveral” mientras se prepara ritualmente la cruel lápida del otoño propio. Que la muñeca de trapo tire la primera piedra. 

pintura

Vasilij Dimitriev Polenov, Christ and the Woman Taken in Adultery, 1888.

¿Cuáles libertades agonizan? Dicen, repitiendo como papagayo, que es luchar por defender la democracia del terruño. Magna obra eso de defender lo desconocido. No, imposible que sea esa ilusa quimera de ley y orden de la cual se habla en estas costas pero que nunca ha sido más que una fantasía en la lengua del tirano. Una quimera que arremete y condena la acción del que vive aplastado por el absolutismo de la fe mientras los mercaderes del odio declaman sobre el altar del absolutismo de ideas. Cambiamos profetas y cruzadas por la asfixia de los bancos y de los rituales vacíos. Nuestra agencia política ha sido reducida a un lastimero teatro de lo absurdo,  mientras apiñamos piedra sobre piedra. 

Lapidamos sin misericordia. Hablamos de la barbarie de ese “otro” barbudo, ululante, enturbantado, y cubierto de polvo, de aquel primitivo que vive agonizante en su arcaica tradición. Pero ciegos estamos ante el fetiche del odio disfrazado de palabra divina, de la explotación del esclavo asalariado, del estudiante endeudado a perpetuidad, de la intolerancia que reduce al homosexual a una amenaza sub-humana, del cruel deseo de controlar la sexualidad misma de la mujer usando de cobarde coartada palabras milenarias y deidades muertas.

pintura

Boticelli, The Punishment of Korah and the Stoning of Moses and Aaron, 1481-82.

Y de esta forma lapidamos inmunes a la crítica, desde una posición de superioridad cuestionable fundamentada en la entrega a la servidumbre. Lapidamos desde los clichés expirados de barricadas en la calle, o de las efímeras y deshumanizantes torres de marfil. Lapidamos nuevas acciones, nuevas ideas y nuevas opciones por  el afán de rendirle culto a la lápida de ideales espectrales. Condenamos al otro por vivir en el más profundo oscurantismo mientras sonambulamos abrazados al falso confort de un vulgar conservadurismo. Añoramos como enamorados al totalitarismo, que promete la libertad absoluta de la rendición.

Lapidamos reforzados por nuestros miedos y odios, armados con piedras de vivos colores. Lapidamos con la convicción de la tribu y libres de todo escrúpulo traído por la razón. Lapidamos al joven rebelde y exiliamos a una generación de jóvenes profesionales para asegurarle el porvenir a algún parásito antediluviano revestido del color tribal. Lapidada queda la verdad ante la adorada mentira y las culpas huérfanas de pasadas administraciones. Después de todo, queremos futuro y no pasado, y nos regocijamos en nuestra amnesia histórica.

pintura

Nicolas Bertin, La Lapidation de Saint Etienne, circa s. XVIII.

Entramos ansiosos a nuestro propio otoño al son de la lápida, jugando un curioso juego de muerte. Una pedrada a la vez matamos la idea misma de la libertad y la reemplazamos por su doble fantasmal fundado en el miedo y la intolerancia. Corremos despavoridos, luego de años de estupor, a tomar esas piedras de colores vivos, espoloneados por el coro del caudillo y el cura, de partido y culto, y nos lanzamos  esas coloridas piedras con una amplia sonrisa y promesas vacías de cambio y progreso. Mientras tanto, nos ahogamos juntos en esos tsunamis de las lapidaciones de otoño.