Aibonito

* A mediados del siglo 21 un filántropo legó su fortuna a la New York University con una condición: que el Departamento de Español y Portugués de NYU acogiera un pesado archivo y se encargara de ordenarlo y difundirlo. De esa fuente se extrajo el Atlas de autores puertorriqueños inéditos, obra de referencia que destaca los lugares geográficos de una serie de autores desconocidos, incluso irreales. La entrada siguiente es un ejemplo. 
(Marta Aponte Alsina para 
Cruce).

(De Atlas de autores puertorriqueños inéditos)
Catalina Fernández de González (1863-1895)

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Leía a la luz de un quinqué de aceite, que saturaba el aire con un hilo de humo provocador de lágrimas y sofocones, y mientras leía abría y cerraba un abanico de sándalo estilo Mefistófeles, así llamado por la ilustración de una de sus caras, donde el diablo galán disminuido en las varillas del dibujo opuesto, un búcaro desbordante de camelias sobre telón carmesí, guiñaba un ojo para diversión y espanto de los niños, tres dulces angelitos.

“Leer en esta atmósfera dominada por las tinieblas –de día no hay descanso– es como picar cebollas”, escribió, “la penitencia de un cocido sabroso”.

El humo dejaba en las pieles un olor que no se suavizaba con sobos de Agua de Florida, pero las corrientes de aire eran temibles, enfermaban infantes y mataban viejos y atosigaban con el olor venenoso de las flores blancas. La vida no era generosa en sus ofertas: o el encierro del quinqué o el sereno vil; o asfixia o espantos y presagios, pues cuando se abría la ventana entraban mariposas nocturnas, a la vista de las cuales se repetían los motivos de angustia: si negras, auguraban una muerte en la familia. A veces, por suerte, cuando en las noches veraniegas despejadas caía en la tentación del descuido, por la puerta entreabierta se veía una estrella fugaz que los niños celebraban saltando débilmente sobre el piso de tablas de palma.

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Aibonito es un pueblo de la Cordillera Central, el municipio más encumbrado de la Isla. Fue fundado cuatro décadas antes del nacimiento de Catalina Fernández, y de todos los orígenes del nombre del lugar, que antecedió quién sabe por cuánto al año de la transformación del conjunto de caserones rodeados de bohíos en municipio, el más sonoro es jatibonuco, voz taína que algún poeta tradujo con impecable sonoridad como “río de la noche”; y el más entrañable, el que lo atribuye a la expresión del aventurero Diego Álvarez cuando en 1615, al llegar a las alturas del monte Asomante, exclamó (aquí el verbo escolar es preciso): ¡Ay qué bonito!

Fernández nació en una de las casas contiguas a la iglesia donde fue bautizada, confirmada y, a los dieciséis años, desposada con Fermín González, un vecino que le llevaba veinte y era dueño de una hacienda ganadera en las márgenes del Río la Plata. En 1879 la carretera central no estaba terminada. “Por el camino del pueblo a la hacienda resbalan las mulas más malamañosas”, escribió en uno de sus cuadernos. Las dificultades del viaje transformaban la hacienda en una prisión y algo de cárcel tenía la mole de dos plantas, con apenas dos ventanas de dos hojas en cada uno de los lados, cuatro ventanas en la fachada, buhardilla y techo a dos aguas que se alargaba horizontalmente sobre el balcón trasero del segundo piso.

En la planta baja se almacenaban misceláneas y dormían las bestias. Los huecos pequeños de las ventanas y los entrepaños anchos cobraban la densidad de un muro de mampostería. “Vivimos de puertas adentro, como las polillas”, lee una nota del 7 de febrero de 1885. De puertas afuera las montañas circundantes eran otra muralla, y las tierras tan feraces que las flores silvestres competían en tamaño e intensidad cromática con las gardenias dobles y las rosas castellanas de Catalina.  

Tres partos y cinco años después de su casamiento, Catalina Fernández de González era una matrona gruesa y simpática. Gruesa, no cabe duda, porque en palabras suyas “acurruco en los almohadones de mis pechos” a los hijos anémicos –solo uno la sobrevivió– que don Fermín le hizo antes de limitarse a practicar lo que en el lenguaje médico se conocía como “membri virilis in vagina feminae sine ejaculatio”.

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La simpatía es la tónica de casi todos sus apuntes. Se conservan tres cuadernos escritos por ella en años distintos: 1885, 1888 y 1893. Además de copiar cuentos y versos propios y ajenos, menciona las lecturas en familia –Alberto o el desierto de Strathnavern, de Mistress Helme;  El amigo de los niños, de Berquin– y lo que leía a solas, cuando Fermín dormía y ella podía darse el lujo de salir al balcón con el quinqué encandilador de animales nocturnos. Las orientales, de Víctor Hugo (“yo también soy «L´hôtesse arabe», la que sueña y escucha”) y Las fantasmas, de Andrés Bello.

Sobre este último comenta que le hubiera gustado leerlo en el original francés. El comentario no parece una mera ingenuidad. Es posible que sus libros más queridos viajaran desde París a Barcelona o Cádiz, y de ahí hasta las aduanas del sur o del norte de Puerto Rico en la maleta de algún estudiante de Medicina, quizás Eusebio Rosa, primo segundo de Fernández.

Si encontráramos alguno de sus libros anotado por ella, más allá de los pocos comentarios que les dedica en su cuaderno (“tal parece que este autor no toma nada en serio”, a propósito de Galdós) esa proximidad entre la palabra espontánea y el libro ocupado comunicaría, con el inevitable descuido de un animal disimulador, la hermética soledad de la isla; la conmoción que debe haberle causado al viajero que, tras un trayecto tan largo como descabelladamente incómodo, la veía aparecer, de pronto, cuando ya se sospechaba la locura del capitán de navío y la inevitable muerte en altamar. En polacra, o en goleta, no era raro que durara dos meses la travesía atlántica. Los camarotes donde los pasajeros colgaban sus hamacas no eran más espaciosos que un ataúd hecho a la medida de un cadáver grande. Aun así viajaban los libros.  

El tiempo que ocupó la autora que fue Catalina Fernández de González no puede concebirse desde lo que hoy es el tiempo. La experiencia instantánea de todos los tiempos, que es la prisión particular del presente, no era imaginable entonces, aunque las ironías de la autora pudieran confundirse con la irritabilidad de la hembra que no se acostumbraba a que la vida le pasara por el lado sin tocarla.

Una mujer de su clase, habitante en una hacienda del interior de una isla vigilada por el yo lo mando de los capitanes generales españoles, en un pueblo de difícil acceso, en las riberas de un río poco caudaloso al fondo de un precipicio; una mujer prisionera de una casona sombría metida en una vega espléndida cercada por la sierra, con una inaccesibilidad análoga a la que marca la herradura de los Montes Cárpatos hechizados por otras criaturas de la noche, sin que el pico más alto de Aibonito llegara a los 800 metros de altura, y el monte que dominaba las horas de Catalina, se conociera como el Peñón de Peláez; que una mujer como ella escribiriera estas notas, ilustra una mezcla de lo que su primo el doctor Rosa, antes de aplicarle las sanguijuelas, hubiera llamado humor de filibustera: humor sanguíneo revuelto con humor flemático.

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Había escrito poemas y cuentos, desde que su tía –una ex monja que se arrimó a la familia cuando por enfermar de fiebres tercianas la liberaron de sus votos en el convento sanjuanero de las Carmelitas, y que sobrevivió tanto a Catalina como a Fermín– le enseñó a leer y escribir en español y francés; pero de todas sus páginas solo quedan los tres cuadernos. El 8 de enero de 1885 apuntó: “Los lunes bajo al río con las mujeres. Si no estoy pendiente desgarran la ropa, como si en vez de golpearla con palos, la despedazaran con sus dientes. Luego cuido que la pongan a secar y que no la caguen los pájaros. Los sábados nos bañamos en el río, los niños y yo y Valiente, un perrazo negro que Fermín adora y yo creo que es la encarnación del Enemigo, con su pelambre mugrienta. Cuando tienen los pelos mojaditos, es más fácil espulgar a los niños”.

Intercalados con poemas, apunta unos remedios copiados de los aguinaldos puertorriqueños. Su letra en estas transcripciones abandona el capricho para regirse por el rigor de la plantilla. “15 de abril: Para toda clase de envenenamientos es menester, ante todo, provocar el vómito por medio del emético o la ipecacuana, y a falta de esto, con ingurgitaciones de agua caliente y aceite.”

Existe un retrato de Catalina, una tosca pintura de medallón, de dimensiones propias para hacer pareja con el retrato desaparecido del marido, la cara dividida entre la luz y el lado de las sombras. ¿Obra de la tía ex monja? Tal vez. Los fotógrafos ambulantes preferían las ciudades marinas a las haciendas cercadas.

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El cuaderno de 1893 menciona la visita de ese año a San Juan: “Compré un abanico nuevo, cortes de percal y merino y una colcha. Eusebio, que ahora vive en Cangrejos, y que llegó hace poco de la Península, me regaló Los pazos de Ulloa y Le Horlà, un relato de Maupassant para ponerle los pelos de punta a una piedra. La Revista Puertorriqueña, como siempre, tan llena de ideas que no sé por dónde abrirla”. El 7 de junio la letra se inclina hacia abajo:

“Hoy pasó por la casa el ingeniero de caminos Herminio Vals. Vino a avisarnos de la voladura de montes con dinamita. Hay que estar loco para seguir insistiendo en meter una carretera donde ni siquiera es concebible una trocha. El monte se les resistirá, pierden el tiempo. Ese camino es retorcido como una víbora en una canasta. Cuando avanzamos hacia la cabeza de la víbora y miramos hacia abajo parece que en lugar de adelantar volviéramos atrás. Estos montes locos son un remolino de supersticiones y leyendas”.

La cita evoca unas palabras que Catalina nunca leería, la mágica descripción de los Cárpatos en Drácula. Más adelante compara a H. con el capitán general y resiente que el buenazo de Fermín le provea reses y hospitalidad. “Es demasiado bueno Fermín. Ya fue generoso con el anticristo Palacios, cuando componteaba en su bestial cuartel a los hermanos masones de Eusebio, que se salvó porque lo escondimos en el gallinero”.

En otra ocasión: “Es un altanero ese hombre, como la dinamita que día y noche me taladra la cabeza, el niño se pasa llorando, el agua del río se enturbia. Cuando le recité de memoria «L´hôtesse arabe»,  me miró como si en vez de la jíbara que piensa que soy reconociera a la señora ”. Postrera mención: “Hoy partió H., con el mismo gesto galante y altanero. Me besó las manos, como si nada. ¿Ahora qué?”

El último de sus añorantes poemas narra la historia de una criatura de blanco que cuando vuelan dinamitados los montes se fuga de las entrañas minerales. Pasa las noches con las garzas que se recogen en las ramas de un árbol. En las madrugadas sale de cacería. Envenena el cuello de sus víctimas con la ponzoña de un canto:

“Flor de muerte/la montaña negra/nido de sierpe/se desintegra/al cuerpo inerte/ya nada alegra./Un remolino/de horrenda regla/quimeras verdes/demonios ciegos/gallinas negras/monstruos alados/de la honda tierra./Niño sin suerte/para la guerra/que tú te  salves/ y yo…”

Su viudo atarantado no encontró quien le interpretara la enfermedad de Catalina. Eusebio no llegó a tiempo con sus sanguijuelas y fue Fermín quien dio el carpetazo a la vida escrita de su mujer: “Estaba pálida como la nieve” (él que nunca vio la nieve), “como si le hubieran chupado las ganas de vivir por el agujero del cuello, se apagó en unos días. 3 de septiembre de 1893”. Qué bonita, hubiera dicho Catalina de la letra esmerada del hombre. Fue enterrada sin velorio previo, con detente y escapulario de San José, el patrón de Aibonito.

Juicio crítico:

“Nuestra Emily Dickinson de la altura”, apuntó al margen de uno de los cuadernos, con untuoso exceso, un tal CRN. Nadie más ha escrito sobre el legado de esta mujer. Viviana Paletta sugiere que Glissant se proponía “escribir un texto sobre identidad y frenesí en Catalina Fernández de González y Jean Rhys”.

Cognomentos de Aibonito: La ciudad fría; El pueblo de las flores; los Cárpatos del trópico.

Atracciones: flores de pascua, calles limpias.

Ausencias: Osos, lobos, gamuzas, linces.

Lista de imágenes:

1. Hubbard, R. "The Novel Reader", 1857.
2. Conti, T. “An Amusing Story” Illustrated London News, abril 1ro, 1893.
3. Robinson, Theodor. "Nettie Reading", circa 1894.
4. Cassatt, Mary. "Women Reading", 1879.
5. Peñón llamado Pelaez. Carretera central entre Cayey y Aibonito. 
6. "The Picture Book", Gertrude Kasebier, 1903.
7. Mujer afro-americana leyendo, siglo XIX.
8. Millicent Garrett Fawcett, sufragista inglesa, 1890. 

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