Otra vez la Nación

Hace dos años un estudiante graduado de filosofía a quien acababa de conocer, me confrontó en torno a mi situación colonial. Nótese que no he dicho “a la situación colonial de mi país”, sino “a mi situación colonial”. Estábamos en “The Local”, uno de mis bares favoritos en Atlanta, ciudad donde viví durante 7 años. El chico, quien había nacido y se había criado en Nueva York, acababa de regresar de Cuba, en donde aún vivía parte de la familia a la que sólo conocía de oídas. A todas luces, se trataba de un viaje importante: el mítico viaje a los orígenes. Aquel viaje no había cambiado al joven, en todo caso, había fortalecido sus pretensiones tribales de ser él, junto a los suyos, el único (los únicos) en su especie. En vez de hacerlo más sensible a la voz de otros, el viaje había contribuido a esa sordera que se hace evidente en medio de argumentos político-nacionalistas. El alcohol había comenzado sus efectos, así que traté, en lo posible, de ignorar aquellos ataques bastante mal hilvanados sobre la falta de compromiso, y de espíritu de lucha que convertían al puertorriqueño en un ser a medias, políticamente y humanamente inferior.

En resumidas cuentas, lo que pretendía el estudiante de filosofía era establecer las grandes diferencias entre Cuba y Puerto Rico, y cómo esas diferencia sociopolíticas determinaban una moral. No hay que entrar en detalles. Todos hemos escuchado esta historia muchas, muchas veces. En todo caso, lo que estaba claro era su intención de herir mi orgullo patrio, pero lo que no sabía el chico aquel era que ya por aquellos años eso que hemos designado orgullo patrio era una cosa muy chiquita en mí. Una llamita casi extinguida. Sé que a mi padre no le gustaría leer esto. Sé que a él le hubiera gustado (por no decir que hubiera exigido) que le diera la batalla al susodicho, que le demostrara con mis palabras, mi inteligencia y mi valentía que lo que decía no tenía valía y que aquí estaba yo, una puertorriqueña con los cojones bien puestos para darle una lección. Pero era precisamente por tener los cojones bien puestos que no podía engancharme en un debate del que cada vez me siento más lejos. Y es que en los últimos años me ha pasado una cosa muy buena, muy saludable, y es que mi Yo ha dejado de ser el Yo proyectado de la Nación. Y esto de ningún modo debe confundirse con indiferencia por lo que pasa en mi país. De hecho, nunca había estado tan involucrada, de distintas formas, en el día a día puertorriqueño. Lo que ha ocurrido es más bien una racionalización (una voluntad de des romantizar) de los usos de todo nacionalismo.

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No niego que el discurso aquel me molestó, pero la molestia tenía muy poco que ver con la patria, con la condición colonial, o con cierto complejo de insuficiencia histórica. Lo que yo no admitía era esa pretensión, esa autoridad que se asumía sobre mi persona a raíz de un mal juicio en torno a algo tan intrascendente como lo es la noción de Nación. “Mi situación colonial”, como él había articulado, no era mía. Lo que me molestaba era esa forma de hablarme como si yo fuera un país, y por ende tuviera que entrar en guerra con un contrincante.

No es fácil desidentificarse de eso que durante tanto tiempo se ha sostenido como lo único que une y sostiene a un grupo de personas, sobretodo para las generaciones que vivieron de cerca la intervención y el abuso de un imperio que se albergaba a su vez, en sus propios derechos (o delirios) como nación. No intento negar en este ensayo la genuina voluntad y el valor de quienes luchan por la libertad y la liberación de ideas, pueblos, comunidades y sujetos, pero me preocupa la vigencia de cierto odio, la rápida caricaturización que se hace de aquel que no se identifica con un movimiento, o con una causa, la banalización de los posicionamientos de quienes desafían el sentimentalismo y la teatralidad que sostiene la gran ficción de la Nación. En lo que a mí respecta, no me interesa estar unida a un grupo de gente por el mero hecho de compartir una lengua, o un territorio, o una situación política, a menos que ese terreno común sirva para iniciar nuestro retorno a lo humano en oposición a lo político; lo humano que se sitúa más allá de las demandas del discurso nacional, acostumbrado como está a manipular eso que llama pueblo mediante el uso y abuso de imágenes (y frases, es decir, a través de todo un lenguaje) que les recuerde su rol vital: la continua creación de un enemigo que se ha de encontrar afuera o adentro.

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Por eso esas cruzadas por la defensa del idioma (como si la lengua necesitara quien la defienda), o las campañas en pos de “nuestros” valores nacionales, de “nuestra” dignidad como pueblo (el posesivo nuestro cada vez se parece menos al nosotros que yo llevo en la cabeza) me producen una tremenda desconfianza. En honor a la verdad, tengo que confesar un pecado mayor: no me importa escuchar a los adolescentes (casi siempre son adolescentes) hablar inglés entre ellos mientras espero en la fila del cine. Me resulta extraño, sí, pero no lo resiento como solía hacerlo antes. Y habrá quien le llame a eso asimilación, pero yo prefiero llamarlo madurez. ¡Cuántas barbaridades decimos en español! Me importa que piensen, me importa que sean libres, y que digan lo que tengan que decir en el idioma que sea. ¿Por qué es tan importante reforzar este falso sentido de pertenencia (de pertenecer)? ¿Qué dice una lengua “bien cuidada” de mí? ¿De dónde viene este deseo de defender una imagen fija, y coral (grupal) de lo que somos, y de por qué somos? No quiero pensar que la Nación y/o el país es una gran familia. Porque no lo es. Quiero pensar, en cambio, que se trata de un lugar de encuentros y desencuentros, un lugar en donde pasan cosas, como el amor y el odio, el resentimiento y el perdón; un continuo que se nutre de la multiplicidad de sensibilidades de seres que coinciden en un tiempo y en un espacio, seres que no están confundidos con la idea romántica de un destino que ha sido impuesto sobre todos por igual.

Lo bueno de que el Estado entre en crisis es la aparición de un colectivo que se une a pesar de sus evidentes diferencias. Tiene que haber un derrumbe o un severo debilitamiento del discurso que pretende mantener el orden y la disciplina para que los individuos no-semejantes, usualmente invisibilizados, ocupen (retomen) el lugar que por derecho no-natural de des-semejanza les corresponde. Cada vez más lejos de la retórica nacionalista, esto es, cada vez más lejos de la ideología, somos testigos de un grupo de individuos en franca desarmonía con el país, que desde el enojo y la desilusión rabiosa- productiva, la sensatez (tan distinta a la pasión, al impulso patriota, desmedido, ciego, arbitrario), la practicidad y la apertura, van abriendo nuevos espacios desde donde contradecir a la Nación.

Que la Nación no se parezca a la Nación es una cosa buena. Que el país, que el pueblo salga de su encasillamiento es motivo de celebración. Es ahí en donde se ensayan otras formas de ser y de estar, es ahí en donde se desarticulan modelos preestablecidos de familia, por ejemplo, y en donde se cuestionan roles de género. La revolución tiene que comenzar con una activa desidentificación de eso que presuponemos es lo común, lo que nos une que nos sobrepasa y se escapa de nuestras manos. En verdad, no se trata tanto de negar la nación, sino de recuperarla desde otro lugar.

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Escribo este ensayo mientras estalla en los medios la noticia de la muerte de Chávez, evento mayor que coincide con un evento menor: la noticia de un grupo de puertorriqueños en los Estados Unidos reclamando la estadidad con toda una serie de argumentos risibles, y con esa ensayada seriedad que ni si quiera le permite entender, mucho menos participar de la parodia de la que ha caído presa. Entonces Facebook se inunda con expresiones como “vende patrias”, “revolución o muerte”, “viva el sueño bolivariano”, etc., y todo esto me produce, otra vez, una tremenda desconfianza, y una tremenda desilusión. Porque en momentos como estos es que regresamos a nuestros instintos patrios más primitivos, y el pensamiento se reduce a estribillos que venimos repitiendo hace ya demasiado tiempo. Y es todo tan anacrónico, tan cerrado, tan poco práctico, incluso si lo que se quiere es avanzar una revolución en la política puertorriqueña.  

Ya va siendo tiempo de crecer. Ya va siendo tiempo dejar de poner fronteras, de exigirle al otro que piense como yo, de descalificar otras voces porque no suenen como la propia, o porque los acentos de los que se fueron han perdido su mancha de plátano. Es tiempo de crecer y de pensar con la cabeza fría, llena de amor sí, pero también llena de practicidad y de lucidez.

Es hora de que nos nazca la no-patria que nos recibirá a todos: a los hijos y las hijas, pero también a los no-hijos y a las no-hijas. Es hora ya de que la familia no-idéntica se multiplique y se encuentre plenamente en la diferencia.

Lista de imágenes:

1. Fab Ciraolo, Che Guevara, 2011.
2. Fab Ciraolo, Oldschool Heroes Intervenido, 2011.
3. Fab Ciraolo, The Rapture Intervenido, 2011.
4. Fab Ciraolo, Cover Boy Fidel, 2011.