El avión y la torre: la vulnerabilidad de la memoria

El 11 de septiembre de 2011 se inaugurará el monumento dedicado a las víctimas de los ataques terroristas a las torres gemelas del World Trade Center. La inauguración de este memorial nos presenta una oportunidad para retomar el debate de los alcances y límites en torno a la memoria colectiva que poco a poco se ha ido articulando luego de transcurrida una década de este evento. Los gestores de este proyecto plantean que la misión primordial del espacio conmemorativo es “recordar y honrar a los hombres, mujeres y niños asesinados por terroristas en los actos perpetrados el 26 de febrero de 1993 y el 11 de septiembre de 2001. Las vidas deben ser recordadas, las buenas obras deben ser reconocidas y el espíritu debe levantarse como señal permanente donde se reafirma el respeto a la vida, la fortaleza y la disposición para proteger la libertad e inspirar un fin a la violencia, la ignorancia y la intolerancia”.[1]

Sin duda, el diseño del monumento –todavía en construcción– refleja el intento de aquellos que pretenden hacer de él una memoria colectiva de los sucesos acontecidos allí hace una década. El mismo se ubica en una amplia plaza en el espacio mismo donde se encontraba ubicado el complejo que albergaba las torres gemelas y los edificios aledaños. En sus predios se destacan tres estructuras principales: las dos primeras comprenden el lugar donde se encontraban los cimientos de las torres. Estos espacios fueron habilitados como estanques reflectivos en cuyos bordes se encuentran grabados en bronce los nombres de las 2,983 personas que perecieron en los atentados de 1993 y 2001. El tercer espacio está constituido por un museo que contiene los datos biográficos de las víctimas, sus imágenes fotográficas y diferentes exhibiciones que narran los sucesos acontecidos aquel día. Al igual que en otros museos-espacios conmemorativos, el espectador es expuesto a una serie de lugares donde se induce al contacto íntimo con la víctima y su entorno, a la inscripción de su nombre en el mismo lugar donde pereció y a la exposición a la intimidad biográfica del fallecido. La caminata entre los cimientos vacíos de las torres envueltos en cascadas apacibles rodeadas de una vegetación bucólica crea las condiciones para que los espectadores experimenten de manera colectiva un sentido de pérdida que puede ser compartido por todos de manera atemporal.

 

La experiencia sensorial provista por el monumento de septiembre 11 es limpia, antiséptica y estéticamente agradable. Se recuerda de manera honrosa y ordenada a quienes cayeron hace una década atrás. Sin embargo, ¿no es posible considerar que la pulcritud y la simetría de tal monumento lleva consigo las semillas de su mismo olvido?

En su afán por presentar una propuesta estética y domesticada de la experiencia traumática de los eventos del 11 de septiembre me pregunto si será posible en 100 años recordar  cómo los cimientos vacíos, ahora inundados por el relajante sonido del agua en caída libre, acumularon alguna vez toneladas de acero retorcido y hediondos de putrefacción. ¿Se podrá recordar la angustia de aquellos que observaron cómo sus seres queridos morían de manera súbita sin tan siquiera –muchos de ellos– dejar rastro de sus cuerpos? ¿Podrá registrar este monumento la agonía lenta de los que perecieron después a causa de los efectos secundarios provocados por las sustancias nocivas liberadas al caer estos edificios? ¿O tal vez suceda como con la adolescente japonesa residente en Hiroshima, que al preguntársele cuál evento importante sucedió en su ciudad décadas previas a su nacimiento respondió cándidamente que no sabía?

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Me parece que el espacio conmemorativo de septiembre 11, al igual que otros monumentos similares, presenta la vulnerabilidad de una memoria colectiva que pretende capturar de una vez y por todas las complejidades y alcances del evento traumático que se quiere recordar. La memoria de aquellos que recordamos el colapso de las torres gemelas aquel 11 de septiembre de 2001 no será precisamente víctima del terrorismo, pero sí del tiempo y del olvido. Como sugiere el historiador Jay Winter, lo único que quedará será el “rastro” de quienes aspiraron a significar el espacio conmemorativo de septiembre 11 como el último sacrificio de quienes murieron por su nación. En este contexto es muy posible que la angustia, el lamento y la posibilidad de percibir y trascender el dolor causado por este evento se perderán en la niebla de los años mostrando las fisuras y vulnerabilidades de esa memoria colectiva que se quería recrear con el silencio ominoso de aquellos que murieron en ese mismo espacio, en ese sitio que ahora se encuentra lleno de cascadas y árboles y no de hierros retorcidos y humeantes coronados con una bandera estadounidense. Tal vez es tiempo de asumir que los espacios conmemorativos no son más que el inicio mismo del olvido.

 


[1] Fragmento de la misión del monumento conmemorativo de Septiembre 11 que se encuentra en www.911memorial.org.