La puta, la santa, la bruja y la sirvienta

¿Se puede decir la palabra puta en una columna? Espero que sí. Porque para esta columna es esencial. Tan esencial como las palabras “santa”, “bruja” y “sirvienta”. Todas ellas se han convertido en el signo que resume algunos de los estereotipos que con más persistencia persiguen a una mujer lideresa hoy en día. Es increíble cómo algunas de estas palabras salen con una rapidez pasmosa de la boca de detractores de líderes y feministas y más increíble aún cómo algunas mujeres le hacen coro a los vociferantes mientras ellas mismas se acomodan -con o sin intención- en el rol no nombrado de santa o sirvienta. Porque de momento resulta que sí, que para las rebeldes las palabras se gritan y para las sumisas se callan. Lo patético de esto es que en el fondo todas esas etiquetas son igual de insultantes y degradantes en virtud de la intención y opresión que les asigna una palabra y su significado.

Aunque podría tratar de hablar de arquetipos, mitología y Jung, la verdad es que a estas alturas mucho se ha teorizado pero poco se ha cambiado en los niveles profundos del propio feminismo y de algunos sectores de izquierda. A las putas y brujas nadie se atreve a hacerles frente y a las santas y sirvientas todos las aplastan y usan a su gusto. El sexo, la violencia, el tapaboca y el desprestigio son las cuentas de un rosario que se reza con la mirada distraída y la mente perezosa cada vez que una mujer se sale de su libreto o se niega a decir amén. Los grandes misterios que dan sentido a ese rosario no son otra cosa que el machismo y la desigualdad, a veces internalizados por las propias mujeres. Pero, ¿son un misterio?

Hay una cierta crueldad en todo esto. Una crueldad que de momento puede tentar a pensar en mártires y víctimas. No caigamos en esa tentación. ¡Alto! Mejor es traer la discusión a la mesa amplia y diversa de las izquierdas y los centros (que a la derecha no le gusta ni le conviene que se hable de esto) y que sin ánimo de lapidar los movimientos sociales tengamos la valentía de ajustar los tornillos y poleas que mueven nuestra propia maquinaria en proceso de invención y construcción. Miren, que la maquinaria del estatus quo ya está construida hace siglos y corre muy bien engrasada por la desigualdad y por nuestra incapacidad de organizarnos sin pelear entre nosotras y nosotros.

Cuando se habla de las putas, perras y buchas del liderazgo femenino, usualmente se hace en referencia directa a mujeres que son muy vocales, que se posicionan políticamente y que no temen hablar del machismo, del patriarcado, de la desigualdad y de otros tantos temas que incomodan. Son mujeres que molestan e incomodan porque son “fuertes” y piensan por sí mismas. Reclaman sus espacios y piden que se comparta el poder. ¿Incomodan a quién o a quiénes?

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Lo sorprendente es que incomodan no sólo a las iglesias conservadoras y a políticos de derecha, sino a personas de a pie, a ciudadanas y ciudadanos que se sienten muy cómodos con sus vidas y con los roles que han asumido en su entorno social. Ese grupo es diverso y va desde la mamá que carretea muchachos al soccer cuatro noches a la semana y que llega a la casa a limpiar, cocinar y hacer asignaciones, hasta al papá divorciado que resiente el costo de la paternidad en el bolsillo. Eso pasando, por supuesto, por las líderes cívicas que no ven nada de malo en los baby showers rositas y por los empleados de una tienda que hacen chistes sexistas frente a su supervisora y la clientela. A fin de cuentas, piensan ellas y ellos, ¿de qué se quejan esas putas mujeres? 

El eco de esa pregunta resuena más allá de las paredes huecas de algunas cabezas comunes. Ese eco resuena en otras cabezas que deberían estar algo más llenas con pensamientos y valores que partan de una ética de la equidad y de la justicia social. Es así como el imaginario que nos encierra en el rol de madre, de amiga incondicional, de solidaria y de santa, nos impone la carga de perdonar todo en aras de una ideología que se traiciona a sí misma cuando cede el espacio a la incompetencia y la deshonestidad.

¿Se puede adelantar un proyecto liberador con gente impuntual, incompetente, irresponsable y deshonesta? ¿Se puede sostener una agenda feminista, o de cualquier otra índole, sin una estructura decisional básica, sin medir resultados, sin exigir el cumplimiento de compromisos y sin confrontar la disidencia en debates abiertos y sinceros?

Evidentemente no. Sin embargo, la expectativa que nace de un mal interpretado concepto de hermandad parece requerir mano blanda (por no decir monga) y cero dirección a la hora de implementar esas agendas. Esto lo vemos no sólo en movimientos de mujeres, sino en otros grupos que no han logrado superar la etapa de “club de inconformes con el sistema”. Después de todo, dicen algunas personas, esa persona incompetente es una compañera de lucha y hay que darle una oportunidad. ¿Y cuándo le daremos la oportunidad real al proyecto emancipador?

Para que la inconformidad se convierta en algo más que denuncia, hay que proponer acciones y para ejecutar las acciones, hay que tener compromiso con la eficiencia y el bien hacer. ¿Está esto reñido con la sensibilidad y la justicia? Claro que no. Pero de ahí la importancia de derrumbar las expectativas de santidad zurda que se impone al liderazgo de los sectores comprometidos con la equidad social. Eso es tan importante como abrir espacios al liderazgo de mujeres en los colectivos políticos.

 

Las mujeres santas tienen una cierta ventaja en esto. Esto definiendo ventaja como un menor impacto de la violencia verbal y el ostracismo sectario. Si tienen el estómago fuerte o la cabeza lo suficientemente comprometida con el patriarcado, es muy posible que acepten con sumisión su rol de pacificadoras, conciliadoras y seguidoras. Le pondrán el gabán al líder de la unión para que suba a la tarima, le escribirán el mensaje al candidato de su partido y se echarán a un lado para dejar pasar hacia el centro del escenario a alguien más a tono con las expectativas pueblerinas.

Por supuesto que evitarán a toda costa posicionarse en controversias que requieran asumir partido y enfrentar una posible ruptura de amistades o lazos de privilegios. A esas es muy posible que en algún momento les reconozcan su entrega, su maternidad, su apoyo y su discreción. Lo que las hace santas no es su trabajo -que no deja de ser valioso- sino su sumisión ante la expectativa social que define a las mujeres como pasivas, seguidoras, conciliadoras, sensibles, blandas, fieles y calladas. Si son fuertes, líderes, directas, verticales, lógicas y contundentes se convierten en… brujas. Y a las brujas se les quema en la hoguera, ¿o no?

Por último, hemos de mirar a las sirvientas. Son esas mujeres que rinden su dignidad para beneficio de quienes le oprimen. Yo las llamo sirvientas del machismo. Ya antes he hablado de ellas y creo que a algunas no les gustó. Es una pena. El mejor ejemplo lo tenemos ahora mismo con la campaña política para la alcaldía de San Juan. Al día de hoy el debate en la ciudad capital no ha logrado poner en un diálogo directo a Carmen Yulín y a Santini ya que los intercambios han sido intervenidos por un grupo de mujeres políticas que han apelado a la imagen de “damas” y de “débiles” desde un discurso anacrónico. Desde el servilismo político, tratan de convertir a la “otra”, a la “atrevida”, a la que no se calla, en una de esas putas, brujas y perras que son más fáciles de invitar a patear sin darse cuenta de que se están pateando a sí mismas.