Marranismo tenue

Querido Justin,

Déjame, primero, agradecerte por iniciar esta conversación. Probablemente es más de lo que Facebook puede aguantar; aunque pronto encontramos otro foro. Se me hace un poco difícil responder, no a la sustancia intelectual de tu carta, sino a la circunstancial, o política. Pero, he de tratar por el bien del libre intercambio de ideas. Espero no ofender a nadie, aunque, si vamos a hablar, es mejor hacerlo sin pelos en la lengua.

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Trataré también de no repetir comentarios que ya he puesto en otras paredes y lugares de Facebook. Yendo al grano, presumo que te diriges a mí porque Mark Driscoll me llama “miembro hereje” dentro del grupo de Walter Mignolo en Duke en su reseña sobre Commonwealth. Bueno, Walter y yo fuimos amigos por muchos años y trabajamos juntos y ambos pertenecimos al Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos. Pero eso no era una iglesia o un culto o secta, por lo menos en lo que a mí concierne. No puedo unirme a nada de eso, ¿ves?, porque más que hereje soy siempre ya un “marrano”, por alguna razón. Tal vez esto fuese malo para mí, pero no lo creo.

En lo que se refiere a las acusaciones en contra de Commonwealth sobre apropiación indebida, falta de atribución o saqueo intelectual de los bienes comunes teóricos, a partir de la idea de que sus autores usan la frase “colonialidad del poder” sin citar su fuente primigenia, puedo decirte que no estoy de acuerdo. Hardt y Negri, en su libro, citan una definición específica de colonialidad del poder que Mignolo usa y que tiene que ver con la relación de continuidad entre la colonialidad y la modernidad, que es esencialmente el sentido, todo el sentido, y no hay más, de la frase que articuló en sus tiempos Aníbal Quijano.

Fui director ejecutivo de la revista académica que publicó por primera vez en inglés uno de los artículos seminales de Quijano a principio de los 2000, así que sé que ha estado disponible; pero no puede exigírsele a Hardt y a Negri que se lo hayan leído absolutamente todo. Es más, pienso que leen ya cantidades prodigiosas de material. Y citan a Mignolo en su libro, además de a Enrique Dussel, y cualquiera que siga el rastro de esas citas se encontrará prontamente con Quijano, pues todos ellos tienen el hábito de citarse mutuamente todo el tiempo. 

Citan a Mignolo en su libro, además de a Enrique Dussel, y cualquiera que siga el rastro de esas citas se encontrará prontamente con Quijano, pues todos ellos tienen el hábito de citarse mutuamente todo el tiempo. Así que me parece que estas acusaciones brutales del blitz de Facebook, que van más allá de Driscoll y emplazan a Hardt y Negri como colonialistas gringos, explotadores intelectuales y ladrones desvergonzados, están muy alejadas de la realidad, y son, en mi opinión, totalmente injustas y absurdas. Y hasta ahí ese asunto.

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Ahora bien, lo más importante es ver qué uso productivo puede dársele a esta reyerta —no la que hay entre Driscoll, cuya reseña obviamente transmite un mensaje de Mignolo y cia., y Hardt y Negri, allá ellos con sus juegos en el triángulo de Carolina del Norte, sino la reyerta tal como aparece en Facebook, con partisanos poco informados pero muy dispuestos a tomar posición instantánea. Hay muy poco diálogo y me parece que los autodenominados decolonialistas tienen mucho que ver con esto. Tienen la tendencia a declarar que cualquiera que no esté con ellos está necesariamente contra ellos; y estar contra ellos decididamente significa que uno es desesperadamente eurocéntrico y un vendido posmoderno, y de ahí el terco y políticamente perverso rechazo a aceptar que el concepto de colonialidad lo contiene todo, como si no fuese superobvio.

Esta actitud—dogmática, antipática—no es conducente al diálogo. Quienquiera que no sea partícipe del descubrimiento primario del que los decolonialistas están tan orgullosos, y que no es otra cosa que la noción de que el poder es colonial y que sólo se puede hablar de América Latina partiendo de esta premisa, queda fuera de la conversación y de todos los demás espacios que controlan ellos. Espero que esto pueda ser rectificado, por el bien de todos si es que va a haber algún diálogo fructífero en lugar de sometimiento o, desde luego, rechazo, pero depende de ellos.

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Me parece que el campo de estudios culturales de América Latina hoy en día, 10 años después del 11 de septiembre del 2001, para citar a John Beverly, tiene tres tendencias dominantes y sí, una de ellas, a juzgar por las citas que se le dedican, muchas veces de forma automática y sin sentido crítico, es la tendencia decolonial, que atrae a aquellos que son descendientes directos de los criollos nacionalistas del ayer, y que atrae también a descendientes directos de los indigenistas del ayer. Ésta es una tendencia firmemente anclada en la tradición política e intelectual de América Latina, para bien y para mal, y de ahí su éxito. Es o ha sido influyente, pero tal vez no ha sido lo exitosa, intelectualmente hablando, que pudiera ser todavía, si las cosas se hicieran mejor de lo que se hacen. De entrada necesitan relajarse un poquito.  

Hay otra vertiente teórica muy exitosa, si bien no tan influyente, y es la que se deriva de la tradición marxista, que hoy en día está enriquecida por un número de pensadores contemporáneos que tienen, muy merecidamente, muchos adeptos en nuestro campo. Estos son pensadores tales como Alain Badiou, Slavoj Zizek, los mismos Hardt y Negri, y Ernesto Laclau, todos muy importantes para el campo latinoamericanista. Esta tendencia debe seguir desarrollándose lo más posible. Ya tiene fieles seguidores, pero convendría seguir multiplicando espacios de interrogación y desarrollo, pues me parece que el marxismo, a pesar de sus defectos y dificultades históricas, continua siendo esencial hoy para el estudio de la historia político-social, y no sólo de la económica, y para el entendimiento de nuestro presente. 

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Y ¿qué hay de la tercera tendencia? Bueno, esta tendencia es la de los que no tienen tendencia, o por lo menos no tienen tendencia reconocible dentro del más bien empobrecido campo de la tradición intelectual latinoamericanista tal como ha sido, y donde se han impuesto tantos silencios. Puede darnos rabia que las cosas sean así, pero así son las cosas, hermano, y a nadie le perjudica tanto como a nosotros mismos.

No la voy a bautizar (aunque es tentador llamarla la tendencia marrana, no en referencia a mi auto-clasificación sino porque ser marrano es estar marcado por una doble exclusión y por la dificultad de pertenecer). En este grupo hay muchísima gente, tal vez la gran mayoría, pero, seamos francos, tenemos poco espacio para maniobrar, explorar, discutir y convergir. Las estructuras de la vida académica no son muy conducentes a las conversaciones francas y abiertas, y no es que titubee en decir “que ya no es como antes”, puesto que los años noventa fueron mucho mejores en ese aspecto, aunque fueron quizá una excepción. 

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Así que, casi por definición, no somos ni exitosos ni influyentes, y esa es nuestra suerte. Por alguna razón, la teoría es rechazada en nuestro campo y, o eres ya miembro de una falsa elite donde se sigue una tendencia particular, y así te beneficias de las invitaciones, prebendas, y privilegios que vienen con la política de grupo, o estás prácticamente fuera de circulación. Y esto está lastimándonos profesional y existencialmente,  y resulta en un cierto tedio que permea todo y se hace visible en las grandes reuniones profesionales como LASA o en el MLA o, en realidad, donde quiera que uno va en carácter profesional. No existe, hoy, una agenda de campo en la que se contemple la exploración libre de la vida y de la historia intelectual de América Latina, en la que se busque el diálogo crítico y la confrontación productiva de ideas diferentes. Vivimos todavía bajo la compulsión de aceptar el sometimiento a las formas de piedad que se derivan de la tradición, o bien callar o, tercera opción, ser declarados rebeldes o heréticos o marranos o simplemente nadie. ¿Es nuestra culpa? ¿Qué podemos hacer para cambiar eso? Después de todo sólo vivimos una vida. 

Si no hacemos algo al respecto, y muchas acciones pueden ser modestas pero deben ser llevadas a cabo por un buen número de nosotros, seguiremos presa de fenómenos extraños e incómodos, como el que estamos discutiendo –alguien acusa a alguien de robo intelectual, alguien dice que la acusación en sí no está clara sino que es retorcida, alguien más dice que tiene que ver con pertenecer o no pertenecer a un grupo en particular, aún otro más dice que la discusión no es más que chismes y al final nos sentimos ahogados por la pérdida de la mera capacidad de expresarnos, de hablar sobre algo que pueda oírse sin distorsión. Y caemos en el argumento ad hominem, y eso es triste y terrible. Y, peor aún, discusiones tales, en la ausencia de todo lo demás, acaban por convertirse en lo más emocionante que nos está pasando en nuestra vida intelectual e institucional.

Me gustaría añadir algo, Justin, a título muy personal, aprovechando la revisión de la traducción de esta carta para su publicación aquí, ya no en Facebook. A mí me parece que nuestro trabajo no se fundamenta en la búsqueda de justicia para el mayor número posible de gente. Yo soy kantiano en esto: ni la felicidad de los otros ni nuestra propia perfección están en juego como meta en nuestro compromiso directo con la labor intelectual, igual que nos portamos moralmente no por la felicidad de los otros sino porque sentimos la necesidad de hacerlo. La labor intelectual es su propio fin, como la ley moral de la libertad lo era para Kant. Y esa es en última instancia la posibilidad misma de nuestra contribución a la justicia, que será, si va a serlo, una consecuencia de nuestra adecuación a la producción de verdad, y no al revés.  

Gracias por motivarme a escribir esto. Espero que sea para bien.

Muchos saludos,

Alberto

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