Alfredo Jaar, Things fall apart, 2002
Alfredo Jaar, Things fall apart, 2002
I
Lo importante no es la memoria, es la intencionalidad del recuerdo. El pasado es veleidoso, aunque salga al encuentro en nuestros términos. A veces no estamos seguros de cuáles son. Recordar da una pereza enorme o ataques súbitos de llanto y escalofríos. Para ir al pasado, o mejor, para traerlo de vuelta, necesitamos la trampa que le tiende la historia. Quizás no obtengamos más premio que arrancarle trozos a un monstruo impresentable.
Hoy es el décimo aniversario de aquella espléndida mañana de septiembre en la que cuatro vuelos comerciales estadounidenses surcaron cielos plácidamente azules para encontrar que su destino era la historia. Hoy recordamos, sí, pero sin saber exactamente dónde posar la vista. Quisiera encontrar asidero en las víctimas, detenerme en ellas, pero no puedo traerlas a la memoria. Me ayudan los diarios que entrevistan o retratan a los supervivientes. Prefieren a las mujeres. ¿Cómo ha sobrevivido usted estos últimos diez años?, suelta la pregunta, así, sin más, algún periodista. A duras penas, contesta la entrevistada, haciendo constar que la vida de los muertos queridos u odiados es eterna.
Recuerdo hace diez años mi breve y fútil intento de aproximarme al evento que inauguró el siglo a través de las víctimas. Fijaba en ellas la mirada mientras se escurrían en un cintillo interminable por AOL. Sonreían en su peculiar caravana. Una tras otra, en la fugacidad de cada segundo componían un minúsculo infinito. Menos de lo que todos temíamos, pero aun así sumaban una cantidad inconcebible para un país que se iba a visitar sus personajes animados favoritos cuando tenían dinero y vacaciones. Recuerdo también los cientos de hojas sueltas que preguntaban por el paradero de alguien desde los postes y vitrinas del bajo Manhattan, como si se tratara de cientos de mascotas perdidas y dueños desconsolados. Y recuerdo de vuelta sus fotos, sostenidas por la fuerza de la resignación a alguna verja de alambre eslabonado, telón de fondo a los muchos altares que improvisó un dolor más denso que el polvo ceniciento que lo cubría todo.
Ya no supimos más de ellos ni de sus familias. Diez años después aún no se termina el monumento que las recuerde todas juntas, como las trituró el azar esa mañana. Sabemos que la solidaridad económica fue entonces extraordinaria, proporcional a la pujanza económica de un país cuyo ritmo de gastos determina buena parte de la economía del mundo. Sabemos que a esas primeras víctimas siguieron otras: los trabajadores y voluntarios que enfermaron buscando entre el polvo de las ruinas un pedacito de algo que pudiera haber sido alguien, una reliquia para el microscopio que confirmara una certeza innombrable. Hoy sabemos de familias que sepultaron con todas las honras fúnebres esos minúsculos restos tras haber perdido cualquier esperanza de recuperar al menos el cuerpo amado. Sabemos de muchos que no recibieron nunca nada. Y de algunos que, desconcertados, enterraron entregas sucesivas del mismo cadáver pixelado.
Tras cada víctima debe esconderse al menos una decena de dolientes. Las demás piezas del ajedrez de cada casa a donde esa noche no regresó una torre, un alfil, una reina. Seguro hay perros que no volvieron a tener un amo. Recetas que no volvieron a servirse a la mesa. Y olores perdidos para siempre, una nota de vetiver o sándalo, el humo del cigarrillo mañanero, el café o la canela del desayuno, la indiscreción de algún baño, elementos de la particular alquimia que crean los cuerpos tras meses de convivencia. Debe haber muchas víctimas que sucumbieron ante el desplome de sus pequeñas civilizaciones. A todas ellas, sin poder nombrarlas, hoy las recordamos.
Alfredo Jaar, Teach us to outgrow our madness, 2002
II
Pero urge otros recuerdos que también nos faltan. El cielo azul de aquel once diminuto --representación a escala de las famosas torres-- se oscureció prontamente. Tras el polvo de los escombros, el humo de las bombas. Primero, Afganistán, del que nada sabíamos, salvo que habían detonado unos budas gigantescos y antiquísimos que no hubieran cabido en el Museo Guimet de París. Para tranquilizarnos (entonces, importaba) nos contaron que a las bombas les seguían paquetitos de ayuda humanitaria con mensajes de aliento a la insurgencia. ¿Nos enteraremos algún día qué significó para algún pastún ver caer la muerte desde el cielo seguida de una ración de comida militar y medio litro de agua embotellada?
Después fue Bagdad y Faluya. Recuerdo haber visto en la prensa a Colin Powell ante el Comité de Seguridad de las Naciones Unidas señalando una foto ampliada, tomada por satélite y asegurando, contra toda evidencia y a pesar de las protestas del inspector El-Baradei (Premio Nobel de la Paz, 2005) la localización de los depósitos iraquíes de armas de destrucción masiva. Recuerdo aquella cantaleta sin ton ni son con la que justificaron la lluvia incesante de explosivos que cayó sobre Bagdad el 21 de marzo del 2003. Shock and awe, la llamaron con buen tino, porque al menos yo no he logrado salir nunca del asombro. Cuando sitiaron a Faluya y usaron fósforo blanco contra la población ya habían desistido de ponerle nombres ingeniosos a la barbarie.
Ya de aquel cielo luminoso de septiembre no van quedando rastros. A par de años de la guerra eternamente inconclusa, un profesor de enfermería de la Universidad de Columbia trató de compartir los hallazgos de una encuesta de hogares que había realizado en Bagdad. Con su equipo de voluntarios pasó semanas preguntando por la composición familiar de cada casa, el número de nacimientos, los fallecidos, si alguno. No sé cómo le abrieron la puerta. Yo habría enmudecido. En noviembre del 2004 publica su trabajo en la revista médica The Lancet. Sugiere una cifra. Habla de al menos 100,000 muertos que hubieran estado vivos si los millones que protestamos en decenas de ciudades del mundo hubiéramos afectado a la distancia el ánimo de los invasores. El Presidente Bush regaña al pobre profesor en público.
En Bagdad no hay nada que contar. No queremos nombres, ni cifras, ni siquiera las fotos de las cajas fúnebres de los estadounidenses caídos. Pero sí hay nombres lúgubres: Halliburton, Black Hawk, Abu-Ghraib. Así se llama la única responsabilidad que asumen a regañadientes. Otras prisiones, escalofriantes aun en el cálido Caribe, aparecen por todos lados. Algunas permanecen intactas. Ni un profesor de derecho, reencarnado como el primer Presidente negro, encuentra un uso legal (de acuerdo al derecho internacional) para Guantánamo.
El pasado puede ser un monstruo en su madriguera de donde salen gritos y estertores, pero la trampa de la historia está tendida. Espera, junto a muchos, otra mañana de septiembre.