El gas lacrimógeno es un buen maestro. Me enseñó que lo que dicen por ahí es cierto: pésimas condiciones pueden sacar lo mejor de las personas. Me enseñó que una puede acostumbrarse a casi a todo, incluyendo la sensación de asfixia y de muerte inminente. Me enseñó a saborear el simple placer del aire fresco.
El gas lacrimógeno me enseñó incluso algo sobre un tema que había estudiado durante muchos años como académica: las redes sociales. Era junio de 2013 cuando me encontraba en medio de las protestas del Parque Gezi, en Estambul. Después de cada salva de gas, los manifestantes sacaban sus teléfonos celulares y recurrían a las redes sociales para entender qué estaba pasando o para reportar ellos mismos sobre los eventos. Twitter se convirtió en la estructura capilar de un movimiento sin líderes visibles, sin estructura institucional. Sin siquiera un nombre.
Yo estaba allí para estudiar la revuelta, esta rebelión de la era digital. Pero mi mente divagaba. Días antes, las primeras filtraciones de Snowden habían rebotado por el mundo. Pronto aprenderíamos mucho sobre las capacidades de la NSA: que podía acceder a los datos de Skype o Facebook; que podía pinchar cables submarinos y eludir los estándares de criptografía industriales; que podía hackear las conexiones que vinculan los grandes almacenes de datos de Google y Yahoo. Y la agencia, descubriríamos luego, usaba órdenes judiciales secretas para obtener la cooperación necesaria de los gigantes de la industria —y para silenciar a las empresas que se resistían a colaborar.
No fue del todo una sorpresa. Al fin de cuentas, la misión de la NSA incluye la recolección de “inteligencia de señales”. Pero la escala de la vigilancia era impactante. Y sólo era posible debido a que Internet y las compañías de telecomunicaciones han estado acumulando durante años tanta información de sus clientes como podían. Snowden no sólo reveló peculiaridades de lo que estaba haciendo la NSA, también expuso una alianza para la vigilancia compuesta por gobiernos y corporaciones.
Esta alianza puede monitorear casi cada click. Y a menudo lo hace. (De hecho, los no-clicks también son escrutinados: Facebook realiza un seguimiento de las actualizaciones de estado que las personas escriben y luego borran para entender mejor porqué no lo publican). Estos cliks están cada vez más ligados a los registros de nuestra vida offline. Bases de datos comerciales cuentan con la dirección IP de casi todos los votantes estadounidenses. Ellos pueden tomar la información asociada con esta dirección y vincularla con los registros de votación, finanzas, compras, registros criminales, registros de sueldos y otra información.
¿Por qué les damos nuestra información? Por la misma razón que motivó a los manifestantes a sacar sus teléfonos celulares entre los gases lacrimógenos: los canales digitales son una de las formas más fáciles que tenemos de hablar con los demás y, a veces, la única. Hay pocas cosas más poderosas y gratificantes que comunicarse con otra persona. No es casualidad que el más severo castigo legal —aparte de la pena de muerte— en los estados modernos sea la reclusión solitaria. Los humanos somos animales sociales; la interacción social está en nuestra esencia.
Cuanto más interactuamos con otros en forma online, más visibles para gobiernos y corporaciones se vuelven nuestras acciones. Se siente como una pérdida de la independencia. Pero, mientras estaba parada en el parque Gezi, vi cómo la comunicación digital se volvía una forma de organización. La vi posibilitar la disconformidad, el desacuerdo y la protesta.
Resistencia y vigilancia: el diseño de las actuales herramientas digitales las hace inseparables. Y cómo pensarlo es un desafío real. Se dice que los generales siempre pelean la última guerra. Si es así, nosotros somos como esos generales. Nuestro entendimiento de los peligros de la vigilancia se filtra a través de nuestro pensamiento sobre las amenazas previas a nuestras libertades. Pero la guerra actual es diferente. Somos un nuevo tipo de medio ambiente que requiere un nuevo tipo de entendimiento.
El mundo tiembla protesta tras protesta. Tahrir. Occupy. Plaza Syntagma de Atenas, el movimiento 15-M en España. Ahora Ucrania. Y estas son sólo las increíbles manifestaciones callejeras. Los movimientos vienen en otras formas y no todos son por causas que a uno pueden gustarle: Anonymous, grupos “anti-vacunación”, Slow Food, Tea Party. La habilidad de encontrar gente con ideas afines, de sacar fuerza de ellos, de contrarrestar narrativas dominantes. Estas son las cosas que hacen posibles a los movimientos. Como pasó en el Parque Gezi.
Comenzó hace un año, en mayo pasado, como parte de una pequeña protesta contra lo que parecía un gigante imparable: el exitoso pero polarizante gobierno del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP). Gezi es un parque relativamente poco conocido pero también es el último pedazo de verde en la plaza Taksim de Estambul, el corazón del centro histórico nocturno y artístico de la ciudad. El primer ministro Recep Tayyip Erdogan imaginaba otra cosa en su lugar: una réplica de las barracas otomanas —una barraca de hecho existió allí alguna vez— con un centro comercial y viviendas de lujo. Para muchos era difícil imaginar algo peor para esta animada zona de la ciudad que esa mezcla de cursilería y ostentación. El proyecto de Erdogan fue recibido con protestas de los residentes locales, incluyendo artistas, jóvenes profesionales y la pequeña pero resistente comunidad LGBT.
Las protestas resonaron. El AKP, sin embargo, es bien considerado: la economía ha prosperado bajo su administración —al menos hasta hace poco tiempo— y ha lanzado muchas politicas populares, incluyendo la expansión de los programas de beneficios sociales. En las últimas elecciones generales de 2011 fue reelegido por una gran mayoría y por un tercer período. Sin embargo, el AKP también ha deteriorado controles y equilibrios mediante la colocación de sus partidarios en todas las ramas del gobierno. Por otro lado, sus proyectos de renovación urbana, a la vez que aportaron dinero a la economía, a menudo han incluido el reemplazo de la delicada e histórica vitalidad de Estambul con gigantescos centros comerciales y viviendas de varios pisos construídas como con moldes. Para peor, los contratos para construir esas viviendas han sido otorgados a “amigos” del gobierno.
Poco de ésto ha sido discutido en los medios mainstream turcos, en parte porque los grandes conglomerados económicos del país han comprado canales de televisión y diarios para realizar una cobertura obsecuente del gobierno. Los pocos grandes medios que se atreven a reportar acerca de la corrupción han sido castigados con impuestos altísimos, del orden de miles de millones de dólares, rescindidos milagrosamente luego de que la expresiones críticas fueran suavizadas.
Aún así, Turquía es un país cada vez más conectado. Es difícil encontrar una persona joven sin celular en Estambul y muchos de esos son smartphones de los que se conectan a Internet. Por eso, cuando los manifestantes trataron de parar las excavadoras que arrancaban los árboles de raíz en Gezi y fueron obligados a retroceder a fuerza de gas pimienta, y sus carpas quemadas, la gente se enteró por las redes sociales, no por la televisión. Twitter no es un medio de comunicación tradicional; no hay editor en jefe que pueda ser comprado o presionado. Por eso, cuando miles de manifestantes más coparon las calles y se encontraron con la policía, los gases lacrimógenos y los chorros de agua, la gente supo sobre ellos nuevamente gracias a las redes sociales. Pronto, la protesta creció: había decenas de miles de manifestantes en el centro de la plaza principal de la ciudad más grande de Turquía que peleaban contra la policía.
La resistencia, coordinada solamente a través de las redes sociales y el boca a boca, se había vuelto tan grande y tumultuosa que CNN Internacional comenzó a transmitir en vivo. Al mismo y exacto momento, CNN Turquía estaba pasando un documental sobre los pingüinos. Algunos ponían dos televisores, uno al lado del otro, uno con los pingüinos y el otro con CNN Internacional en vivo desde Taksim y les sacaban fotos. Eso se volvió viral y los pingüinos se convirtieron en el símbolo poco feliz de la revuelta.
Yo estaba en Filadelfia, en la reunión del Data-Crunched Democracy, invitada por la Escuela de Comunicación Annenberg de la Universidad de Pensilvania, cuando las protestas explotaron en Estambul. Se suponía que sería excitante y un poco polémico pero también soy una investigadora de los movimientos sociales y las nuevas tecnologías. He visitado Tahrir, el corazón del levantamiento egipcio, y la plaza Zuccotti, el lugar donde nació el movimiento Occupy. Y ahora la nueva tecnología estaba ayudando a impulsar las protestas en Estambul, mi ciudad natal. El epicentro, el parque Gezi, está a pocas cuadras del hospital donde nací.
Estaba allí, en una conferencia que había estado esperando meses, sentado en la última fila, tuiteando sobre gas lacrimógeno en Estambul.
Un número de miembros de alto nivel de los equipos de campaña de Obama y Romney estaban allí, es decir en la habitación había mucha gente a la que probablemente yo no le agradara. Unos meses antes, en un artículo de opinión para el New York Times, sostuve que bases de datos enriquecidas para las campañas políticas podían significar democracias empobrecidas para el resto de nosotros. En las campañas políticas de ahora se sabe mucho sobre los votantes estadounidenses, y esa información es usada para personalizar los mensajes que vemos: para decirnos las cosas que queremos escuchar acerca de sus políticas y políticos mientras ocultan los mensajes que puedan desagradarnos.
Por supuesto que estas tácticas son tan viejas como la política. Pero la era digital ha aportado nuevas formas de implementarlas. Señalar ésto ha provocado que los responsables de las campañas me tengan poco aprecio. El ex director de información de la campaña Obama, en otro artículo publicado en el Times, caricaturizó y luego descartó mis argumentos. Afirmó que el común de la gente pensaba que su trabajo era “revolver en la basura de los votantes para buscar las páginas descartadas de los diarios que leían”, una noción que describió como un “montón de bobadas”. Él tiene razón: las campañas políticas no revuelven la basura. No tienen que hacerlo. La información que quieren está online y la mayoría busca ahí.
Lo que sí sabemos acerca del uso del “big data” —la forma abreviada de denominar los volúmenes masivos de datos ahora disponibles por todos lados— es preocupante. En 2012, otra vez en el Times, el reportero Charles Duhigg reveló que Target [NT: una cadena de grandes supermercados de Estados Unidos] cuenta con un modelo predictivo que le permite saber cuando una clienta está embarazada, a menudo en las primeras veinte semanas de embarazo, y es muy probable que Target lo sepa incluso antes de que ella se lo dijera a nadie.
Esta información es valiosa porque el parto es un momento de gran cambio, incluyendo cambios en los patrones de consumo. Es una oportunidad para que las marcas te pesquen —un gancho que puede durar décadas ya que los padres sobrecargados de trabajo tienden por hábito a volver siempre a las mismas marcas. Duhigg relató cómo un padre indignado, molesto por los cupones de descuento para bebés y embarazadas que recibía su hija adolescente, visitó el local de ventas de Target y demandó ver al gerente. Obtuvo una disculpa, pero después tuvo que disculparse él mismo: resultó ser que su hija sí estaba embarazada. Analizando cambios en sus hábitos de consumo —que podía ser algo tan sutil como cambios en su elección de cremas humectantes o la compra de ciertos suplementos— Target pudo detectar que ella estaba embarazada, antes de que él lo supiera.
El marketing personalizado no es nuevo. Pero se puede hacer mucho más con la información que ahora está disponible para corporaciones y gobiernos. En un estudio reciente, publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences, los investigadores mostraron que el mero conocimiento de las cosas que le “gustaron” a una persona en Facebook puede ser usado para construir un perfil mucho más preciso del sujeto, incluyendo su “orientación sexual, etnia, religión y puntos de vista políticos, rasgos de personalidad, inteligencia, felicidad, el uso de sustancias adictivas, separación de los padres, edad y género”. En un estudio separado, otro grupo de investigadores fueron capaces de inferir registros razonablemente confiables sobre ciertos rasgos —psicopatía, narcisismo y Maquiavelismo— a partir de las actualizaciones de sus estados en Facebook. Un tercer equipo mostró que la información de las redes sociales, cuando es analizada de manera correcta, contiene evidencia del comienzo de la depresión.
Noten que estos investigadores no les hicieron ni una sola pregunta a los sujetos cuyos perfiles examinaban. Todo fue hecho por modelado de datos. Lo único que debían hacer era analizar los fragmentos de información dejados durante sus actividades online. Y los estudios que se publicaron son probablemente la punta del iceberg: los datos son casi siempre de propiedad exclusiva y las compañías que los tienen generalmente no nos dicen qué hacen con ellos.
Cuando llegó el momento de mi presentación, resalté un estudio reciente de Nature sobre el comportamiento al votar. Personalizando un mensaje destinado a incentivar a la gente a votar, de tal forma que el mensaje llegue desde la red social de esa persona, en vez de ser impersonal, los investigadores han demostrado que pueden persuadir a más gente para que participe en una elección. Combinando estos estímulos con perfiles psicológicos extraídos de nuestra información online, una campaña política puede lograr un nivel de manipulación mayor que el bombardeo de anuncios en televisión.
¿Cómo podrían hacerlo en la práctica? Consideren que algunas personas son propensas a votar conservadoramente cuando son confrontados con escenarios alarmantes. Si su perfil psicológico lo pone en ese grupo, una campaña le puede enviar mensajes que enciendan sus miedos. ¿Y para la vecina políticamente más sofisticada que se enoja con el alarmismo? para ella habrá un mensaje de compromiso con alguna temática de segundo orden que la campaña sabe que le puede interesar, y haciéndola sonar importante. Todo está individualizado. Todo es opaco. Usted no ve lo que ella ve y ella no ve lo que usted.
Dados los pequeños márgenes por los que se deciden las elecciones —algo bien entendido por los operadores políticos que llenaban la sala— argumenté que era posible que cambios menores en los algoritmos de Facebook o Google podían inclinar una elección.
Durante una pausa arrinconé al experto del equipo de análisis de datos de Obama, quien en un trabajo anterior analizaba datos para supermercados. Le pregunté si lo que hacía ahora —publicitar políticos del modo en que los supermercados lo hacen con sus productos en las góndolas— le había preocupado alguna vez. Le dije que no se trataba ni de Obama ni de Romney. Esta tecnología no será usada siempre sólo por su equipo. A la larga, la ventaja será para el mejor postor, para la campaña con más recursos.
Se encogió de hombros y, con el más común de los clichés usados para bloquear el impacto de la tecnología, se retiró: “Es sólo una herramienta”, dijo. “Puedes usarla para el bien o para el mal”. (El experto ha dicho que no recuerda la conversación…).
«Es sólo una herramienta». Lo había oído varias veces. Contiene una pizca de verdad pero esconde el impacto de la tecnología en nuestras vidas, el cual nunca es neutral. Suelo preguntar a la persona que lo dice si piensa que las armas nucleares “son sólo una herramienta”. Los seres humanos hemos peleado siempre. Pocos podrían decir que no importa si peleamos con palitos, cuchillos, pistolas o armas nucleares.
Esta vez suspiré y lo dejé pasar. Quería volver a Twitter. Quería volver a mi tierra.
* Esta es la 1era parte de "Internet: ¿es buena o mala? Sí". La segunda parte del artículo será publicado el próximo lunes, 12 de mayo de 2014.
** Cruce agradece la generosa colaboración de Bibiana Ruiz en la traducción de este artículo.
Lista de refrencias:
1. Los citados artículos de opinión publicados en New York Times sobre el uso del big data por parte de la campaña de Obama: “Beware the Smart Campaign” por Zeynep Tufekci (noviembre de 2012) y “I Am Not Big Brother” por Ethan Roeder, ex director de datos de la campaña de Obama (diciembre de 2012).
2. MIT Technology Review dedicó un número a la utilización política del big data: “Big data will save politics”.
3. El artículo de Charles Duhigg en el Times sobre la cadena de tiendas Target y sus cupones de descuento para embarazadas: “How Companies Learn Your Secrets”.
Lista de imágenes:
1. Azir Lazarus, Un sufi gira portando una máscara de gas lacrimógeno, durante las protestas del Parque Gezi en Turquía, 3 de junio de 2013.
2. La autora, Zeynep Tufekci, en las protestas del Parque Gezi en Turquía, en junio de 2013.
3. Foto de la cuenta de #occupygezi en Twitter.
4. Justin Wedes, Toma callejera de las protestas en el Parque Gezi de Turquía, junio de 2013.
5. Adam Kredo, El Primer Ministro de Turquía Recep Tayyip Erdo?an y el Presidente de Estados Unidos Barack Obama se pasean por los alrededores de la Casa Blanca, mayo de 2013.
6. Daniel Etter, Toma de Occupy Gezi en Turquía, durante el verano de 2013.
7. Toma del twitter feed de @Ani0978, Las diferencias entre lo que transmitía CNN Turquía y CNN Internacional durante las protestas en la plaza Gezi, la imagen de los pingüinos se hizo viral, 2 de junio de 2013.
8. Fotógrafxs desconocidx, Google Surveillance, 2012.
9. Infografía del Washington Post, El gobierno de Obama y otras campañas presidenciales están haciendo uso de la tecnología de seguimiento inline (habitualmente utilizada para la publicidad que se muestra en la web) para orientar los anuncios según un perfil de votante, elaborado a partir de la información compartida por terceras partes, 2012.
10. Justin Wedes, Toma callejera de las protestas en el Parque Gezi de Turquía, junio de 2013.
Publicado en Política y Sociedad