Luto en la diáspora

i

Hay un sinnúmero de gatos alrededor de Santa Rita, de todo tipo de pelaje y color. Ninguno se me pega, menos dos gatos negros que me suelen hacer compañía efímera y rápida antes de seguir con sus vidas felinas, entre muertos y hadas, asumo. El resto de los gatos me ignoran, aunque los soborne con tuna Great Value.

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Creo en los presagios, y el hecho me aterra.

ii

Mi madre me llama un jueves a las dos de la tarde. Me pide que la lleve al hospital, si no es molestia, porque no aguanta el dolor. No sabía que me podía echar media hora de Río Piedras a Río Grande en un Tercel del 88, y al parecer, menos de Río Grande al Auxilio Mutuo.

Al entrar a la sala de emergencias para registrarla, entró conmigo una mariposa negra.

Al siguiente día recibo una llamada de mi abuelo. Me cuenta que mi abuela resbaló, y al caer se fracturó ambos brazos, y dislocó ambos hombros.

Quise llorar, quise no creer en presagios.

El martes siguiente, con el dolor encarnado en su espalda y el corazón en la mano, mi madre viaja a Texas para cuidar, por un mes, por cuanto tiempo sea necesario, de mi abuela.

iii

Mis abuelos viven en Estados Unidos con mi tía, tío y primo desde hace dos años. Se mudaron con ellos a su hogar en Florida, hasta que mi tío consiguió trabajo en Texas, donde terminaría su doctorado en Finanzas.

Abuelo, contento siempre, le encantaba la comunidad hispana de Florida, y luego amaría aún más a Texas por la botas y sombreros. Aún recuerdo ser un niño, compartiendo con él su cama, viendo a Chuck Norris como el famoso Texas Ranger. Mi abuela, lectora ávida, es feliz mientras esté con familia, mientras pueda leer y estudiar su biblia. Mis tíos, por el otro lado, llevan la mayor parte de su matrimonio fuera de la isla, y mi primo no conoce a la isla más allá de la memoria inédita, quizás algo nostálgica de sus padres y ‘un Puerto Rico mejor que el de ahora’.

Son la diáspora de una generación anterior a la mía, y son el presente de mis abuelos que en su vejez accedieron a salir de su terruño, donde juraron morirían, en búsqueda de mejor salud, mejores doctores, más paz.

Cuando mi madre llega la reciben con Arroz con pollo, berro, y sonrisas.

iv

Keep on pretending our heaven’s worth the wait, suena el ringtone de mi celular, perforando el silencio cómodo que me rodea. No quiero trabajar, y me preocupa que sea mi jefe llamándome para entrar de seis a once. No lo es, y suspiro alivio puro; es mi madre, y contesto contento.

“Bendición.

“Dios te bendiga, mi amor. ¿Qué haces?”

“Lo usual. Existiendo. ¿Usted?” La molesto con un tono de formalidad ajena a nuestra relación. Ella se ríe, e imagino que sonríe.

Me cuenta que mi abuelo le cocinó habichuelas rojas con arepas fritas, clásico menú staple de Vieques. Procede a hacer preguntas. Demasiadas. Inusuales. Quiere saber dónde estoy, qué haré al día siguiente, si tengo gasolina en el carro, si tengo planes de bajar a Río Grande.

 

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“Mañana, ¿trabajas?” Me pregunta, y me está raro. No suele hacer tantas preguntas.

“Tengo que decirte algo”. Añade.

Suspiro.

“Tío Tomás falleció”.

Tomás es cuñado de mi abuela, esposo de Titi Brunilda, tío de mi madre, amigo y socio de mi abuelo, anciano de iglesia, operado de corazón abierto, padre amante, caminaba la vecindad pitando al son de himnos de domingo, terrible chofer, excelente ser humano. Le decían el Killer por lo malo que guiaba, pero era excelente ser humano.

v

En la noche salgo del apartamento como si fuera a fumar, como si necesitara aire fresco para contaminar con el humo de un cigarrillo sabor mentol y tonalidades de culpabilidad y pena, como si existir lejos de las cuatro paredes de un estudio me permitiera elevar la conciencia más allá del luto tras la pérdida de un familiar. Me arden los pulmones, y tengo sed de tener esa sed de cuando se fuma.

Un gato amarillo se me pega, coqueto y juguetón. Me habla, y aunque no compartimos un lenguaje en común le entiendo como puedo. Le sobo la cabeza, lo levanto, lo abrazo, me pide cariño y lo concedo. No le pregunté su nombre, él tampoco pregunta el mío, pero tras su partida le dejé comida por si volvía.

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vi

Paso el día con Brunilda.

Nos cuenta que su madre, Teresa, mi bisabuela, decía tener una sociedad secreta de trabajadoras de comedores escolares. Le llegaba información confidencial en cartas. Tenían ojos donde quiera, incluso tenían ojos curiosos a la media noche mirando la vecindad entre ventanas y oscuridad; aunque, algunos en mi familia difieren y comentan que ella era media bochinchera, y que se amanecía mirando por la ventana a ver quién entraba y salía.

Mi tía comenta lo mucho que extraña a mi madre, que no puede estar con ella porque sigue en Texas. Extraña a su hermana, a su cuñado, pero por lo menos está su sobrino que ama tanto, yo, y lo expresa con besos, abrazos, y chistes de mi niñez. Llega otro de sus sobrinos, primo mío, aunque otro tío en título y función, y comenta que hace falta mi madre.

“La vida no es justa. No podía estar en dos sitios a la vez, está por allá cuidando a Iris, y mira lo que pasa acá. Tu madre… Tu madre es otra cosa”. Sonríe, y tití también sonríe.

Suele ser que mi madre funge de acero irrompible, columna inmovible de una familia que conoce la diáspora, el sufrimiento, y la distancia. Suele ser que mi madre es pegamento, concreto pesado que todo lo aguanta, todo lo conecta. Suele ser que mi abuelo es eléctrico, dirían, en constante movimiento para arreglarlo todo. Suele ser que mi abuela es bálsamo y paz, palabras tranquilas en una tormenta violenta; oraciones humildes a un dios que me parece hoy distante, lejos, callado, pero que si escucha a alguien es a mi abuela.

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vii

Brunilda procede a contarme que en una ocasión sospechaba de la fidelidad de Tomás y ella y mi madre se dieron la encomienda de seguirlo por el pueblo. Con sombreros gigantes se sentaban en los juegos de pelota de la iglesia para verlo de lejos, y comprobar qué hacía lo que decía. De seguro mi madre todo lo hizo, todo lo hace, por complacer y no por convicción de la duda.

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Pienso en mi familia y recuerdo el Huracán George. No había enchufes suficientes en la planta eléctrica para conectar mi Super Nintendo, pero jugamos Pictionary, y para Brunilda todo dibujo era El Cigarro de Monica Lewinsky.

ix

Durante el velorio mi madre me escribe por móvil. La conversación toma un torno raro, a petición de mis abuelos.

“Enviáme una foto”. Lee el texto que recibo.

What the fuck?”

“Mami quiere ver a Tommy”.

“Madre, te amo… pero, ¿what the fuck?”

“Te amo, eres mi hijo favorito”.

“El único”.

“Por favor, bebé”.

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“No voy a sacarle una puta foto a un puto muerto”.

Creepy, lo sé, pero please. ¡Te amo!”

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“Ahora, no se sabe para donde iré… estoy en rifa, pues no se”. Dice mi tía Brunilda dirigiéndose a la gente congregada para recordar a su esposo, y compartir su luto. Su hijo mayor, con una mano en el hombro diminuto de tití, y la otra en su sillón de ruedas, la mira desde arriba, desde su altura yuxtapuesta a la pequeñez de su madre, y menea la cabeza con bochorno ajeno.

Mis abuelos y madre escuchan, y ven, el discurso por facetime.

xi

Decido comerme alguito antes de volver a Río Pedras.

Cuando llego no veo ni un solo gato, ni mariposas negras.

Me cansé de los presagios, y espero el próximo. Decido cocinar arroz guisado, y llamo a mi abuelo para las instrucciones y receta.

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Lista de imágenes:

1. Caroline Paul, Lost Cat, Bloomsbury, 2013.
2. Vladimir Nabokov, Butterfly Drawings for Vanessa Verae, 1957.
3. Daehyung Kim Moonassi, Simplicity Feather.
4. Caroline Paul, Lost Cat, Bloomsbury, 2013.
5. Bonnie Parker, Flan Banni, 2012.
6. Marion Fayolle, Diagnostiquer les troubles mentaux, 2010.
7. Marion Fayolle, In Pieces, 2014.

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