Vómito

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domingo de plebiscito
tarde en la mañana
a finales del siglo pasado 

La plaza estaba medianamente poblada y, como cualquier domingo, comenzaba el tránsito de la vuelta del bobo por la isleta vieja. Como era un domingo plebiscitario, ya esperábamos resignados las ruidosas caravanas de los victoriosos (los que fueran, da lo mismo). Pero, era temprano aún para eso.

Un hombre flaco y largo, todo vestido de azul, bordea con largos pasos la plaza con una pequeña cocolera colgándole de la mano derecha que repite sin cesar: …queremos a Carlos Romero Barceló, queremos a Carlos Romero Barceló, queremos a Carlos Romero Barceló… (¿o era queremos matar a Carlos Romero Barceló? Ahora no estoy seguro). En el centro de la plaza, al lado de la fuente de las cuatro estaciones, mirando hacia el Departamento de Estado, un hombre joven con una chiva pelúa se quita la ropa frente a una bandera puertorriqueña y otra estadounidense que están en el suelo aguantadas con sus chancletas para que no se las lleve el viento. Con una tiza blanca se encierra en un círculo como ilusoria protección, sin embargo, el acto mismo lo protegió, al menos por un rato.

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El hombre desnudo se rompe en la cabeza cuatro huevos, como quien afirma que no se hace una tortilla sin romperlos. También se echó harina y leche. El público casual y forzoso lo observamos sin entender. Alrededor se escuchan risas nerviosas, comentarios absurdos –y éste de qué manicomio se escapó– y alguna que otra protesta no muy activa –pero es que hay niños presentes–. La escena se pone de llorar cuando se come una cebolla, como si fuera la mejor de las manzanas orgánicas. Después de engullir la cebolla baja el trago amargo sorbiendo a culcul un medio galón de leche que, como es lógico dada la prisa del momento, se le derramó a lo largo de su cuerpo desnudo. Se eñangota frente a las banderas e introduce en su boca un dildo azul de tamaño razonable (digo, como para metérselo a la boca).

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Ahora, el silencio domina la escena. Todos en la plaza lo observan. El hombre desnudo comienza arquearse, el público pone cara de asco, y vomita sobre las banderas; primero la pecosa, después la monoestrellada. Se hiergue mientras se enjuaga con una palangana de agua que convenientemente tenía dentro de la utilería de tan absurdo teatro. Escurre el agua sobre su cuerpo con las manos y se va.

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Queremos a Carlos Romero Barceló, queremos a Carlos Romero Barceló, queremos a Carlos Romero Barceló, reaparece el de la cocolera, que nunca paró de dar vueltas por ahí, pero que no fue percibido hasta la desaparición del hombre desnudo que come cebollas y vomita banderas. Al rato, la gente se relaja poco a poco, riendo nerviosamente y secando alguna imprudente gota de sudor. Respiran profundo para bajar ese saborcito a cebolla con vomito que tan imaginario como cierto sienten en la garganta.

La policía, la estatal y la municipal, empieza a rondar. En una trooper pasaron como salchichas en lata cinco oficiales de la unidad de operaciones tácticas, se detuvieron, miraron y continuaron su ronda. Un policía municipal interviene con un fotógrafo que documentaba el acto y le pide la película, éste se niega y le da en cambio una tarjeta de presentación. Poco a poco la rutina de la plaza de domingo recupera su tiempo y lugar, y el estrambótico acto queda para evitar hablar sólo de los resultados del plebiscito. 

Oye, ¿no viste al tipo ese que vomitó las banderas de...
-¿Que vomitó qué? No, cuándo...

* Todas las fotografías fueron tomadas por Rígel Lugo, a excepción de la primera (Clay Williams, "Flock", 2008).