Dialéctica de la calle: sobre el poder discursivo del arte urbano

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¿Highbrow o lowbrow? ¿Es arte? ¿Grafiti o street art? ¿Banksy o Robbo? ¿Quién es dueño del espacio público? ¿Galerías o trenes? ¿Almacenes o Guggenheims? Cada una de estas preguntas luchan por protagonismo cuando de arte contemporáneo se trata; pues todo es más rápido, las fronteras se difuminan, y esto trae como corolario lo efímero, que a su vez acarrea cierta ansiedad —perenne motor del arte.

La actualidad se asemeja a un chiste utópico, un mundo distópico. En este extraño contexto, una proeza épica de arte —ya sea música, street art, cine, juegos de vídeo, etc.— puede señalar lo siguiente: "Todo es fragmentado; como el spray que sale de la botella de Mr. Brainwash". Este hecho puede ser desconcertante para muchos; pero el arte a partir de dicha condición (arte urbano en todas sus manifestaciones) merece abordaje. No se puede negar el hecho de que cuando señalan, ponen el dedo en la llaga.

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Se vive rodeado de simulaciones, de lo hiperreal. Dichas simulaciones se pueden escoger —o diseñar— según el paladar mediático, según la matriz ideológica, el entramado, la subjetividad o los caprichos. El arte que a veces se ignora (street art, graffiti) —porque de vez en cuando las hegemonías suelen dicen que no es arte— es, a mi parecer, uno de los que mejor diagnostica la omphaloskepsis, cargada de pathos, a partir de dicha pluralidad de opciones. Este narcisismo es casi ineludible, exacerbado por un impulso reptil a comprar. Un shuffle constante de medios bombardea nuestros sentidos; y este bombardeo ya es mucho más violento de lo que puede ser el bombing graffitero. 

El caso del arte urbano —que pueden ser piezas que antes no perduraban y que ahora gozan difusión y preservación hipertextual— puede servir para mediar de forma alternativa lo contemporáneo. A través de los nuevos medios, las piezas de Bansky, Shepard Fairey, Mr. Brainwash, Basquiat, Cornbread, Space Invader, etc., gritan por todas partes. El contexto digital puede retirarlas de su espacio original; pero ahora son puestas en nuestras narices —como si siempre hubiesen estado diseñadas para ser números binarios, para la virtualidad. Algunas de ellas se hicieron en el contexto de lo ilegal y lo abyecto. Tanto es así que podemos comparar la labor de Cornbread con los grafiteros romanos: denunciaron, como mismo denunciaron los presos de Oso Blanco en sus paredes.* Otras son grotescas simulaciones de trabajos superiores (ej. Mr. Brainwash); no obstante, son un buen vehículo para contemplar lo dialéctico en este tipo de expresión artística.

Y es precisamente en este enmarcado —remitente continuo de las preguntas introductorias a este escrito— que se desata una guerra internacional. Las armas son stencils, botellas de spray,stickers, páginas de internet, entre otras. Hay dos bandos: Banksy, artista urbano —sin duda alguna el más icónico y a la vez enigmático de todos— y Robbo, un grafitero, también británico, legendario en círculos que lo recuerdan por sus piezas en los ochenta.

Banksy es popular. Robbo es un virtual desconocido —conocido por la notoriedad que pueda dejar la 'profanación' de piezas icónicas de su némesis. Éstas se encuentran en muchos lugares del planeta. 

Una de ellas abonó a la fama internacional de Banksy, pues fue hecha en uno de los sitios más bélicos del mundo: la pared de la franja de Gaza. Team Robbo, un colectivo prosélito del graffitero —que ahora se encuentra en un proceso de larga y lenta recuperación a causa de un accidente—, se encargó de dar una estocada al mencionado trabajo de Banksy. El diálogo entre ambos artistas —que se da a través de modificar o dañar piezas— ha alcanzado resonancia internacional gracias a las redes. Los motivos de la guerra giran en torno a chismes y gestos que tienen un denominador común: el ego. Aunque ya raya en lo irracional —ya comienza a verse fea y desvía la atención de otros trabajos—, esta guerra hace eco del ‘quítate tú pa' ponerme yo’: motor del devenir histórico.

Los seguidores de Banksy afirman que éste es el artista superior, pues sus obras han sido exhibidas en museos alrededor del mundo, están cargadas de comentario social y son extremadamente mordaces… En fin, no se puede negar que Banksy, pese a lo que se pueda decir en cuanto a si es un sell out o no, se ha convertido en una figura importante en la historia del arte. El éxito del artista —quien también ha ganado popularidad por colaboraciones en la televisión y por su trabajo cinematográfico— se debe, en parte, a que el arte callejero no está totalmente codificado, como a veces ocurre en el establishment artístico.

El grafitero y el artista urbano tienen la posibilidad de hablar con la gente en plena cotidianidad: una pieza como la de Carlitos Colón, por el colectivo puertorriqueño La Pandilla, le dice más al ciudadano común que muchas que se encuentran ahora mismo en el MAC. Claro está, no quiero quitarle mérito a otros artistas contemporáneos, pero el mismo fenómeno también es perceptible en la obra de Banksy: piezas accesibles, subversivas, que generan sonrisas, ceños fruncidos, o provocan el escándalo de personas mientras se dirigen a su lugar de trabajo.

Este poder dialógico ha sido imposible de ignorar por instituciones como la academia, el estado, o inclusive, la compleja red que es el Mercado. No es de extrañar la correlación entre ad, graffiti y street art. Las campañas de publicidad tomaron nota y emularon métodos, estéticas, actitudes, etc., con toda la violencia que pueda ser posible gracias a una casi ilimitada cantidad de dinero.

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Aunque su carácter subversivo parezca estar más diluido, el arte urbano conserva ‘la denuncia’. Cuando más catártica y lúcida es esta denuncia, es cuando más ligada está a lo ilícito. Por lo tanto, abogo por la apropiación ilícita del espacio público con arte. Arte que sea una pataleta a partir de lo sintético de nuestra condición. Esto no es nuevo, pues este tipo de expresión se lleva grabando, por milenios, en texturas que hoy día categorizamos como ‘alternativas’. Sin embargo, estas texturas son el concreto de las paredes, o la textura kárstica de una cueva…

La primera botella de spray fue la boca del hombre, escupiendo pigmentos al primer stencil: su mano.

*Como sugiere Eduardo Lalo en "El deseo del lápiz: castigo, urbanismo, escritura" (Tal Cual), 2010.

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