~Para César Enrique: Gracias por mostrarme que en el amor la única victoria es la fuga.~
AMOR. ¿AMAR O AMAR(SE)? Cuando era una niña comencé a construir la idea del amor desde un espacio caracterizado por un padre ausente y una madre soltera. Al hablar sobre amor yo contaba con dos referentes: las películas de Disney y las telenovelas. Poco a poco fui imaginando al galán con quien compartiría mi vida y adopté la idea de que para ser feliz una debía estar en una relación amorosa con alguien. Pocas veces vi hombres negros desempeñándose en papeles protagónicos en el cine y la tele. De hecho, la mayor parte de las veces estos aparecían en los programas televisivos sabatinos, practicando lucha libre. El resto del tiempo personificaban a ladrones, asesinos, proxenetas, narcotraficantes y vagos. Luego de que se popularizara la criminalización de la pobreza a través del Programa COPS, concluí que el hombre de mis sueños debía ser de tez clara con los atributos inherentes otorgados a los hombres blancos: inteligente, atractivo, con dinero y trabajador. Sin embargo, a escondidas, me convertí en fanática de Carli, el hijo de Carlitos Colón, y con ansias esperaba los sábados para ver la lucha libre y jugar con mis muñecas Barbie y mis GI Joe.
Mientras construí la imagen de ese hombre perfecto con el que compartiría hasta el final de mis días —dogma devastador el de crear la necesidad de estar con la misma persona para siempre— comenzó el plan estratégico y sistematizado de odio al cuerpo. Muy temprano aprendí que mi cabello no podía ser rizo; quedaba prohibido lucirlo estilo "afro" como el de Angela Davis. Un cabello naturalmente rizado era 'malo' y tenía que corregirse. Mi pelo debía ser lacio y muy largo, aunque para conseguirlo tuviera que exponerme a químicos, pasar mis sábados en algún salón de belleza y perderme a Carli haciendo una llave cuatro sobre el cuadrilátero. Durante mi adolescencia pasé incontables horas frente al televisor viendo a mujeres ultradelgadas, de tez blanca y con cabello rubio. ¡Oh, sí! Yo también esperaba en primera fila al escuadrón de salvavidas de Baywatch. Ante tantas imágenes de lo que era considerado popularmente como "femenino" y "hermoso", no tardé mucho en adoptar la idea de que yo era gorda, fea y cachetona.
Desde un cuerpo de mujer negra
Mi primer amorcito se llamó Carlos, naturalmente. Era delgado, de tez clara y tenía un auto Ford Mustang color blanco. Esto no resultó ser sorpresa, si con Disney aprendí que los galanes son hombres blancos, altos, esbeltos y que rescatan a las princesas en un caballo níveo. El asunto con Carlos no duró mucho; fue un mero resquicio al amor entre dos adolescentes durante una primavera. En un par de años ingresé a la Universidad de Puerto Rico y allí conocí a Hernán, un estudiante de Música que tocaba la batería, era de tez clara y llevaba su cabello en dreadlocks. Juntos compartimos muchos almuerzos frente al Teatro, hasta que en San Valentín Hernán me escribió una carta confesando que me amaba. Temerosa por la profundidad de un sentimiento que yo desconocía, me alejé y perdí a un gran amigo; dejé un corazón maltrecho que abandonó el jazz y manifestó su desamor con heavy metal.
Más tarde llegó Ricardo, de tez negra y de ascendencia dominicana. Cuando mi abuela paterna lo conoció me señaló dos cosas. En primer lugar, Abuela cuestionó la capacidad de Ricardo para ser proveedor, con su salario de maestro de escuela pública. Acto seguido, esta me miró muy seria y me dijo: "Brenda, Ricardo es negro. Tú debes enamorarte de un blanco para que mejores la raza". Mi abuela (quien era negra y del pueblo de las escaleras) me recordó, una vez más, que la palabra "amor" se escribía en blanco. Sus aseveraciones evidenciaban una perspectiva popular y todavía muy viva en Puerto Rico: que la raza negra no es buena por sí sola sino que su valor radica en la medida en que se aleja lo más posible de su negritud. Entre los medios informáticos y la cotidianidad de nuestra isla, aprendí que hay que amar en blanco y que yo sería valiosa y respetada en cuanto me alejara lo más posible de aquello que me constituía como negra. Sin embargo, siendo mujer negra, ¿acaso alguien me amaría a mí? ¿Cómo una escapa de su propia piel? Nunca culpé a mi abuela por pensar de esa forma. Hoy sé que su razonamiento fue producto de las conquistas y del coloniaje y la separación de los cuerpos a base de la raza. Indiscutiblemente, al diseñar una cartografía de conquista sobre los cuerpos de lxs negrxs, el mensaje resonó fuerte y claro: nosotrxs, lxs negrxs, carecemos de humanidad. Lo cual equivale a establecer que somos incapaces de amar y ser amadxs.
Con el pasar del tiempo Rigo —blanco, parlanchín y abogado— se convirtió en mi nuevo novio. Recuerdo que una noche lo acompañé a una fiesta familiar en casa de su tía. Allí la pasé muy bien hasta que reconocí que las únicas personas negras en todo el lugar éramos dos: Mimi, la mujer que asistía en la limpieza doméstica, y yo. Lo retengo vivamente: gran parte de la noche conversé con ella y sin proponérnoslo juntas armamos nuestra trinchera. En una esquina de aquella cocina de Torrimar nos reconocimos y optamos por humanizarnos ante la desigualdad evidente y la invisibilidad. Cuando internalicé lo que sucedía tomé un minuto para llamar a mi amiga Teresa (quien se asume como mujer negra) y le relaté que me sentía incómoda y triste en mi relación. La Techa me respondió lo siguiente: "Eso te pasa por enamorarte de un blanco, riquillo y guaynabito". Hoy día me duele recordar que gran parte de las veces en que compartí con varias de las amistades de Rigo, siempre fui un centro de atracción. El mero hecho de ser la única persona negra en un ambiente de cuerpos blancos y de clase media, a quienes no les conviene reconocer la desigualdad y el racismo que se vive en el país, me convertía en un token que les entretenía y asombraba. Para muchxs era inconcebible que yo —negra y pobre— fuese inteligente, estudiara Derecho y tuviese un novio blanco. Siempre sobraron comentarios de asombro sobre mi cabello rizado, mi color de piel y los contornos de mi cuerpo. ¿Acaso se hubiesen sorprendido en igual magnitud si mi cuerpo fuese blanco y si yo hubiese estudiado en un colegio en Condado? Conozco la respuesta.
Aquella noche regresé a mi casa y, rabiosa, lloré. Años más tarde, reconozco que nunca le comenté a Rigo que me sentía incómoda por todo lo relatado aquí. Ciertamente, mi silencio no evitó que el recuerdo de esos sucesos aún me duela. Seguramente Audre Lorde me recordaría lo siguiente: "My response to racism is anger. That anger has eaten clefts into my living only when it remained unspoken, useless to anyone"[1]. Sé que permanecí callada por miedo a ser considerada como problemática o exagerada. Reconozco que mi temor respondió a las cargas que nos han otorgado a las mujeres negras que optamos por no silenciarnos y que expresamos nuestra ira: a las que respondemos contra el racismo, la exclusión y los privilegios. Quienes actuamos de esta forma somos tildadas de castrantes, intimidantes, agresivas y lesbianas. Constantemente estos adjetivos son utilizados con ánimo degradante y deshumanizante en contra nuestra. Asumirse como mujer negra, ser asertiva y saberse valiosa resulta ser una ecuación peligrosa para encontrar un compañero. El asunto se torna revolucionario cuando ese galán es, y se asume, como negro. Primero, porque en nuestro país cada vez son menos los hombres negros que sobreviven en un ambiente plagado de violencia y criminalidad producto de la desigualdad y la pobreza. En segundo lugar, debido a que cuando dos personas negras deciden amarse, estas reafirman, en contra del mercado y el sistema opresor, que sus vidas y su felicidad sí importan:
Loving Black people (as distinguished from dating and/or having sex with Black people) in a society that is so dependent on hating Blackness constitutes a highly rebellious act. [...] By choosing to love women whom society has so demonized, Black men exhibit a form of 'strength' in resisting their depiction as hustlers, bad boys, and criminals. For heterosexual African American women, demanding that their male sexual partners respect them for who they are constitutes a rebellious act in a society that stigmatizes Black women as unworthy of love[2].
Para mí, a los 30 años, amar(me) implica contradecir constantemente la percepción popular de que la importancia del amor radica en su heteronormatividad, que se materializa a través del matrimonio y que representa una unión para siempre. Yo también era de las mujeres que pensaba que para amar y estar enamorada debía llegar un hombre apuesto que me tomara de la mano y exhortara la aprobación de mis padres para casarnos. Esta idea errada me llevó a confundir el amor con afecto, lo cual propició que justificara acciones violentas y de rechazo que atentaron contra mi bienestar e integridad. Al definir el amor como un sentimiento, justifiqué actitudes posesivas, egoístas y destructivas. Hoy día me niego a pensar que sufrir y autoinvisibilizarse (con el fin de priorizar deseos y sueños de otrxs en vez de las ambiciones propias) es requisito indispensable del amor. En cambio, prefiero ver el amor en verbo como lo sugiere Erich Fromm: "la voluntad de darse con el propósito de fomentar el crecimiento espiritual propio o el de una persona"[3].
El fitness como receta para amar(se)
Seguramente, todos los años que corrí persiguiendo una idea errónea del amor me prepararon para convertirme en atleta aficionada en mi tercera década de vida. Los desaciertos en el amor a mis veintes, sumados a una vida académica rodeada de libros y aprendizaje en la universidad, aniquilaron al príncipe azul que vendría a rescatarme y hacerme feliz. El momento de catarsis llegó cuando luego de terminar mi relación con Rigo partí hacia Bélgica a estudiar Derecho. En el frío de la ciudad de Amberes comprendí que la soledad y el silencio pueden ser devastadores para el alma. Allí construí amistades basadas en la empatía y el amor saludable, las cuales me brindaron fortaleza para enfrentar experiencias dolorosas debido al racismo y el aislamiento. Para entonces, el océano Atlántico que me separaba de César Enrique —el único amor que he experimentado en verbo— no impidió que su amistad y su amor me sostuvieran en tiempos desoladores, ni que me alentaran a resistir y continuar luchando. Cuando regresé a Puerto Rico, sin trenes que me condujeran hasta mi próxima aventura en otro país, tropecé con la dura realidad de enfrentar el silencio que ignoré con visitas a museos, salidas a cenar y viajes, aferrada a mi mochila por los Balcanes y el continente europeo. En la zona de comodidad caracterizada por los "likes" y los "friends", me sentí muy sola, vacía y perdida. Tuve que aceptar que para recuperarse de amores fallidos y sanar es indispensable enfrentar el desamor.
Durante mi último semestre de estudios en Derecho comencé a competir en el deporte del running y así me lancé a mi próxima aventura: entrenar para un maratón. Como era de esperarse, esta etapa estuvo marcada por otro desamor. Resulta que una noche le confesé a Oscar, otro hombre de leyes y letras —con razón mi aversión por los abogados— que estaba interesada en que compartiéramos en un plan mayor al de amigos. El temor por otro fracaso amoroso se unió a la impaciencia y me llevó a exponerme de sopetón, pero no encontré reciprocidad alguna. En cambio, erradamente asumí el rechazo de Oscar como sinónimo de mi valía y una vez más me sumí en la tristeza y el llanto. Cuando desperté la mañana siguiente, caminé directo hacia mis zapatillas de correr. Al terminar de trotar por el Recinto de Río Piedras me sentí muy bien y sin ánimo de llorar, así que repetí la fórmula. Cambié el llanto por el sudor, las endorfinas e incontables conversaciones internas durante las millas en soledad. Dejé de correr tras la idea romantizada del amor; en cambio, comencé a ejercitarme para encontrar el valor de amarme. Aquellos días de entrenamiento coincidieron con mi cumpleaños número 29 y una nueva ruta en dirección hacia el amor y la aceptación. En los dos años que han transcurrido, he aprendido que el entrenamiento más duro ha sido aceptar mis imperfecciones, creer en mí y armarme de valor para alcanzar mis sueños. Las cientos de millas trotadas me han servido para comprometerme más con mi salud y mi bienestar físico y emocional. Los libros leídos y las teorías aprendidas me han provisto de herramientas para enfrentar las violencias que se experimentan cuando una se reconoce como mujer negra y se atreve a amar.
De ninguna forma estas palabras resumen las vivencias de otras mujeres negras y cómo estas experimentan el amor. Hablo desde mis adentros, de los desaciertos que enfrenté a mis veinte y cómo estos me prepararon para amar(me) a los treinta. Escribo con pleno reconocimiento de mis privilegios y con la intención de acercarme más a la claridad y a la ética del amor. Salgo a correr, levanto pesas y persigo aprender constantemente, como receta para fomentar el amor, la inclusión y la paz. Me ejercito para desarrollar resiliencia, esa habilidad de levantarme día a día a pesar de las fallas y los tropiezos. Insisto en fomentar una vida más saludable que redunde en mejores relaciones con las personas que me rodean y que desarrolle en mí la empatía, la compasión y el deseo de trabajar por el bienestar de mi país. Aprendí que la felicidad no depende de la presencia de una persona en mi vida y que esta florece en la medida en que enfrento mis temores y abrazo mi vulnerabilidad. El silencio quedó en el pasado, a sabiendas de que al alzar la voz, practicar la honestidad y defender mi dignidad me exponga al rechazo y la burla del otro.
But think of it this way, if people avoid you, you will have more time to meditate and do fine research on a cure for whatever truly afflicts you[5].
No creo que el matrimonio sea un requisito para que el amor exista y sobreviva. Tampoco fomento la idea patriarcal de que parir es un requisito intrínseco de la femineidad y un producto indispensable en una relación de pareja. Algún tiempo después de mi última relación fallida, revisité un correo electrónico que envié a Rigo. Dolorosamente acepté que varios de mis reclamos respondían a mi autoestima baja y a los temores e inseguridades producto de un aprendizaje distorsionado del amor. Entre lágrimas releí el mensaje que envié cuando tenía 28 años. Acepté que ninguno de los dos amó en verbo, puesto que para conseguirlo era imprescindible que nos amáramos individualmente y que miráramos en una misma dirección. A mis treinta, luego de abrazar el silencio y enfrentar constantemente mis temores, reconozco que me corresponde amarme primero.
De vez en cuando me siento triste y en ocasiones algunas lágrimas se asoman sobre mi rostro. Confieso que la madurez adquirida ha permitido que sea más llevadero cargar con el peso de las heridas, esas que son el resultado de luchar contra tantísimas imposiciones de belleza y femineidad. En este punto de mis días el autoabrazo es una de las armas más poderosas para acumular fuerzas y continuar caminando en un intento consciente por diseñar rutas que me acerquen más hacia una ética del cuidado redentora y compasiva. Todo resulta más difícil cuando se realiza desde un espacio que por años ha sido objeto de sabotaje, un frente señalado por sus faltas, por aquello que alegadamente necesita ser corregido —es decir, blanqueado— para que funcione. Mirarse detenidamente y reconociendo las batallas libradas, es imprescindible para autovalorarse y continuar. Y esa es la parte más dura, puesto que abrir caminos inevitablemente conllevará descubrir nuevas heridas y exponerse a lo desconocido: la mirada ajena. Es muy tentadora la idea de permanecer en la zona de comodidad, dejar de cuestionar, dar la espalda a la denuncia y la crítica, invisibilizarse y aplacar las voces internas que revuelcan las entrañas y emprenden una lucha férrea contra el silencio. En principio, parecería que ese mutismo es la herramienta perfecta para disipar los miedos y sosegar la rabia; sin embargo, no es más que un ganarle al tiempo, una pausa con final implacable y certero: alimentar las culpas a fin de practicar (y perpetuar) una idea equivocada sobre cómo amar. Terminada la pausa, los miedos siempre han sido mayores y la culpa más honda y pesada.
Desde una esfera muy íntima y junto a una red de apoyo conformada por hermanxs en lucha, viajes, deporte y letras, he creado un espacio de sobrevivencia para diseñar nuevos sueños y ser feliz. A mis treinta reaprendo a amar(me) y concluyo que la poesía y la soledad son ingredientes necesarios para redimirse y dejar de silenciarse. Ya lo comentó Audre Lorde: nos corresponde atrevernos a vivir:
[...]when we are loved we are afraid
love will vanish
when we are alone we are afraid
love will never return
and when we speak we are afraid
our words will not be heard
nor welcomed
but when we are silent
we are still afraid
So it is better to speak
remembering
we were never meant to survive.
Notas:
Audre Lorde, The Uses of Anger: Women Responding to Racism en Sister Outsider, pág. 131.
1.)Patricia Hill Collins, Black Sexual Politics: African Americans, Gender, and The New Racism, pág. 250.
2.)Bell Hooks, All about Love, pág. 4.
3.)Bell Hooks, All about Love, pág. 9.
4.)Maya Angelou, Letter to my Daughter, pág. 38.
5.)Audre Lorde, "A Litany for Survival" en The Black Unicorn.
Lista de imágenes:
1. Ebony G. Patterson, "Brela Krew (Fambily Series)", 2013.
2. Ebony G. Patterson, "Bad Pickney (Fambily Series)", 2013.
3. Ebony G. Patterson, "Khani LTD Edition #1", 2008.
4. Ebony G. Patterson, "Di Real Big Man", 2015.
5. Ebony G. Patterson, "Untitled", 2008.