Mary Jane

Ese día, el primero de todo esto que me propongo contarles, fue en 1964. Sí, ya habían matado a Kennedy. Lo sé porque recuerdo indistintamente cómo me trepé en una silla a escuchar las noticias en un radio Zenith que tenía mi abuelita para oír las novelas radiales en aquella época. Sí, fue después esto que cuento.  Yo estaba con mi mamá frente a la escuela donde ella y su amiga ponían el carrito en el cual vendían chinas, chicles de bomba, mary janes, sacapuntas y todas las madres que se necesitan para ir a los salones. Yo lo suponía como un school supply ambulante. La amiga de mi mamá casi no hablaba. Era una mujer extraña, quizá más extraña de lo que yo mismo me atrevo a confesar. Usaba el pelo muy corto, se lo peinaba hacia atrás con brillantina Alka; usaba unas muñequeras llenas de pelotas de metal y una correa que se les parecía. También llevaba una cadena que le colgaba desde el cinturón hasta el bolsillo del mahón que le bailaba en sus caderas y que hacía que su nalgaje se marcara de manera profunda. Emilia, que es como se llamaba, tenía tatuajes en los músculos del brazo cerca del hombro: “No te olvidaré, Delma”, decía en uno; en el otro: “1957, año de la primera”, con un corazón sangrante atravesado por un machete de cortar caña.  Coronaban su atuendo unas botas de vaquero marrón oscuro. Era ella quien regenteaba el carrito. Mi mamá se paraba como un espeque a su lado, con su traje un poco más arriba de las rodillas y su mirada distraída todo el tiempo. Me acariciaba la cabeza mientras yo me agarraba de sus piernas.

Mary Jane

El carrito era el sustento. Mi mamá ya no vivía en casa de mi papá ni de mis hermanos. Ellos la venían a ver, pero no se quedaban. El más serio de mis hermanos era Wilfredo, quien había estado en la correccional por estar robando chucherías en las tiendas del pueblo. Un anzuelo de pescar se echó en el bolsillo, y un hombre lo cogió y llamó a la policía. Estuvo allí hasta los dieciocho años. Después siempre estaba serio. No le gustaba pelear ni meterse en problemas. A mí me parece que estar allí le había hecho saber que uno no puede hacer esas cosas sin pagar. Me gustaba Wilfredo, porque me llevaba a la Long, a buscar cosas perdidas o tiradas a la basura, y a bañarme en la charca detrás de Mayagüez Terrace. Hoy esos sitios desaparecieron, igual que mi hermano, a quien Pote, aquel desgraciado hijo de puta buscabulla mató porque Wilfredo le dio una paliza. Todo debido a que Pote le tocó el culo para buscar pelea. Cuando mi hermano le preguntó por qué lo había hecho, le dijo, “¿qué, quieres pelear?” Y se enredaron. Wilfredo lo vapuleó como le dio la gana, le hinchó los dos ojos y le rompió la nariz. Tres días después, esperó a mi hermano detrás de los edificios del caserío y le pegó tres tiros. De todas maneras, él fue a la cárcel y allí lo mataron, le dieron una puñalada en la nuca, a traición, de la misma manera que él había hecho con mi hermano. Uno nunca sabe para quién trabaja.

Mary Jane

Emilia y mi mamá no vivían en el mismo apartamento. Se juntaban por la mañana para empujar el carrito hasta la escuela. Emilia hacía en eso la mayor parte del trabajo. Por las tardes, después de estar allí como hasta las 2:00, regresaban y se iban a contar el dinero que habían hecho durante el día. Yo siempre me aprovechaba de los dulces, porque los tenía gratis. En algunas ocasiones, Emilia me regañaba para que no comiera tantos mary janes, porque según ella, me iban a dar churras. Eso lo comprobé después de grande, no entonces.

Mary Jane

A veces, Emilia se quedaba por las tardes con mi mamá y dormían la siesta, o hablaban. Yo las oía muchas veces a través de la puerta, que cerraban con seguro cuando se iban a dormir y me dejaban con alguno de mis juguetes favoritos. Yo me pegaba a la puerta; las escuchaba cuando decían:
―Dame el mary jane ahora, Juanita ―era Emilia quien hablaba.
Mi mamá se reía como entre dientes o le decía que no, que todavía, que se aguantara. O también podía oír cuando decían cosas como: “No la muerdas duro.” No sé qué siestas eran esas que dormían si se la pasaban hablando toda la hora que estaban en la cama.
Pero el revolú comenzó el día cuando Emilia le dijo a mi mamá:
―Vamos a solicitar un apartamento para nosotras dos y el nene.
Mi mamá se quedó como paralizada. Vi como que blanqueó. Ella no era demasiado blanca, sino más bien cetrina; pero ese día se puso como un papel. Solo atinó a preguntarle:
―¿Tú crees que nos lo van a dar?
¬¬―¿Por qué no? A ellos les conviene, porque así se quedan con otro apartamento vacío y se lo dan a alguien, seguramente a algún amiguito de un político o comisario de barrio que está buscando casa y no encuentra. Vamos a ir a hablar con el administrador, Juanita.
Mi mamá ya no dijo nada más. Se sentó a la mesa del comedor con la mirada en blanco. Vi que se pasaba la mano por la cara como si estuviera sudando, pero ni una gota de sudor bajaba por su cara. Emilia se puso a acomodar unas cajas nuevas de dulces en el carrito.
―Tenemos que ir a casa de don Pedro a comprar más chicles de bomba, se nos están acabando.
Pero mi mamá no le contestó. Seguía con la mirada como en el aire.
También recuerdo que al otro día Emilia y mami me llevaron al Centro Comunal del caserío, donde estaban las oficinas de la administración de los residenciales, que eran tres. No había nadie en aquellos alrededores, ni siquiera los barrenderos que limpiaban las calles, que solían ser como cuatro. Uno de ellos, el Conejo, quería, cuando yo era chiquito, ser mi padrino de confirmación. Mi mamá no quiso, le puso cincuenta mil excusas y nunca se lo concedió. Me daba gracia lo que el Conejo le contestaba a mami cada vez que ella le inventaba un nuevo pretexto.
―El nene se te va a quedar moro, Juanita.

Mi mamá le alzaba la mano como para decirle “no me digas eso”, y se le iba del lado.

Cuando nos llamaron para pasar, noté cómo mami se ponía tensa. Me apretaba la mano muy fuerte. Yo la miraba, pero ella, siempre distraída, no se daba por enterada. Nos metimos en aquella oficina, fría, por el aire acondicionado. Nos recibió míster Morrow, un gringo acicalado, que usaba guayaberas, tenis champions y mahones. Era de esas personas que siempre están sonriendo, que no parecen tener problemas con nadie ni con nada. De esa gente para la que la existencia es plácida, porque no carecen de nada. De los que llegan a su casa y los espera la esposa con el delantal rojo y blanco, le dan un beso; después le pone el plato de comida en la mesa mientras los hijos revolotean.

Míster Morrow no siempre fue tan feliz. Se lo llevaron para Vietnam, porque todavía estaba en edad para el ejército. Allí encontró su destino. Una vez, en un convoy que llevaba como a cien soldados para el frente de batalla, el camión en el que viajaba tropezó con una piedra enorme. Morrow trastabilló, porque estaba parado, y con todo y mochila a la espalda, se cayó de la parte trasera, con la mala suerte de que el camión que venía detrás, muy cerca, le pasó por encima. Nos dijeron que murió casi en el acto. Ni a Emilia ni a mami les dio mucha pena, porque cuando se lo contaron, Emilia respingó, emitió una declaración:
―La gente tiene lo que se merece.

Míster Morrow se sentó e invitó a mi mamá y a Emilia a sentarse también. Siguió sonriendo mientras las miraba con atención. Me fijé que miró de arriba abajo a Emilia. En ese momento fugaz, su sonrisa se desvaneció. El escritorio lucía bastante limpio. No había demasiados papeles. El administrador no tenía una foto de su familia feliz allí puesta. A lo mejor no la tenía.
―¿En qué les puedo ayudar? ―dijo con su acento un tanto marcado por el inglés.

Emilia fue quien tomó la palabra.
―Venimos aquí, señor Morrow, porque queremos solicitar un apartamento de tres cuartos para mudarnos.
―¿Tres cuartos? ¿Para qué?
―Ya se lo dije, para mudarnos nosotras dos con el nene.
―¿No tienen ustedes ya dos apartamentos?
―Sí, pero nos queremos mudar juntas.
―¿Para qué? ¿Cuál es el propósito?
―El que le acabo de decir, mudarnos juntas. Queremos ser compañeras de cuarto, porque así es más fácil organizar el trabajo que hacemos.
―¿Qué trabajo?
―Somos comerciantes, míster Morrow. Vendemos cosas para la escuela: dulces, lápices, libretas, chinas, esas cosas.
―No creo que para eso necesiten mudarse a un apartamento compartido. No se ve bien que dos mujeres con un niño vivan en un solo apartamento.
―¿Por qué, míster Morrow?
―Porque no. Una pareja que vive con un niño debe ser una pareja casada.
―¿Esto es porque somos mujeres?
―No, no, señora.
―Señorita.
―Perdón, señorita. No es por eso, es que no se ve bien.
―Bueno, yo sé de dos hombres que viven en el caserío y tienen con ellos a un adolescente. Que por cierto, no es ni siquiera hijo de ninguno de los dos. Nadie se ha quejado. Siempre hablan de que son “compañeros de cuarto”. Eso es lo que vamos a ser Juanita y yo, compañeras de cuarto. El nene es hijo de Juanita.
―Pero tengo entendido que Juanita tiene esposo e hijos, pero que ya no vive con ellos.
Mi mamá se le quedó mirando de hito en hito. Entonces abrió la boca:
―Creo que a usted no le importa mi vida privada, míster Morrow. Yo pago mi apartamento como cualquier otra persona del residencial.
El hombre bajó la mirada.
―Sí, sí, entiendo, señora. Lo que quiero decir es que estos arreglos no se pueden seguir haciendo de esta manera. Usted para los efectos del caserío debería vivir con su familia, en ese apartamento, no sola con el nene. Y ahora quiere mudarse con esta compañera suya a otro apartamento.
Emilia volvió a la carga.
―Francisco y su amigo también eran hombres casados; dejaron a sus mujeres y ahora viven juntos en un apartamento. ¿A ellos también les dio el discursito de que se fueran a vivir con sus esposas? ¿Y que no vivieran con un adolescente que no se sabe de dónde salió?
El gringo había dejado de sonreír casi a mitad de conversación. Jugueteaba con un bolígrafo Bic que sostenía en la mano. De momento, sacó una especie de carpeta y comenzó a mirarla. Pasó las páginas con mucho cuidado; parecía como si estuviera buscando algo. Entonces se detuvo y dijo:
―Lo siento, pero no hay ningún apartamento de tres cuartos vacío. Se pueden poner en una lista de espera, para cuando alguno se vacíe, dárselo. Les advierto que la lista es larga, que eso puede tardar mucho.
―¿Cómo cuánto? ―preguntó Emilia.
―No lo sé, mucho, quizá…
Nos miró a todos como si fuera una cámara giratoria.
―¿Algo más en lo que las pueda ayudar?

Ni Emilia ni mami le contestaron la pregunta. Se levantaron, mami me agarró por la mano, a la vez que salíamos de allí. El frío ahora se sentía mucho más. Un silencio cómplice del gringo nos acompañó hasta la puerta. Al salir, nos dimos cuenta de que el sol parecía una lámpara para calentar rellenos. Hacía un calor húmedo que molestaba hasta los tuétanos.

Pasaron varios meses. Mi mamá no comentaba nada, pero Emilia se quejaba todos los días de la decisión de míster Morrow. Se personaron en muchas ocasiones, pero la respuesta era siempre la misma.
―No hay nada todavía, amigas.
La sonrisa del gringo no abandonaba su cara mientras profería sus pequeñas sentencias. Un buen día, Morrow desapareció y en su lugar habían colocado a doña Blanca. Era lo que llaman hoy día una batata, esposa del alcalde de turno. Emilia y mami fueron entonces a verla.

Cruzar el caserío siempre se me antojaba como una especie de safari. Eran los tres caseríos más grandes de Mayagüez. Tenían muchas canchas de jugar baloncesto, zafacones enormes llenos de drones. En algunos casos la basura se desperdigaba porque los perros entraban, tumbaban los barriles y hacían escante con las sobras de comida. En muchas ocasiones no había tanta comida en los zafacones, porque de ordinario a los apartamentos venían muchachos con latones vacíos de manteca y recogían las sobras de las casas para alimentar cerdos. Yo lo veía como una especie de trabajo.

Mary Jane

Hoy el día parecía más lúgubre. Emilia y mami tenían cara de circunstancia. Esta era la vez número siete u ocho que iban a investigar en qué estatus se encontraba lo del apartamento. Cuando llegamos al centro comunal, estaba vacío. No había un alma por todo aquello. La puerta de la administradora lucía un rótulo muy bien diseñado: “Blanca Collet, administradora”. Emilia tocó suavemente a la puerta. Desde adentro oímos una voz que respondió:
―Adelante.
Abrimos la puerta. Era como si el trío Los Panchos se hubiera materializado allí. Al vernos entrar, doña Blanca se paró de su silla de administradora. Lucía un moño (o moñorongo, como le dirían hoy) atado con pinches en forma de mariposa. Vestía con un jump suit negro, con una blusa blanca debajo. No sonreía como míster Morrow. Su mirada, con unos ojos pequeños y hasta cierto punto hostiles, podría despegar una loseta con solo desearlo.
―¿En qué las puedo ayudar?
Antes de que las mandaran, Emilia y mami se sentaron en dos sillas que encaraban el escritorio de la administradora. La compañera de mami fue la primera en dirigirse a ella.
―Hace más de dos meses sometimos una solicitud para un apartamento de tres cuartos. Míster Morrow nos dijo que teníamos que ponernos en una lista de espera, porque había muchas solicitudes.
Doña Blanca se levantó un tanto de forma pesada. Se fue hacia un archivo que estaba detrás de su escritorio. Allí rebuscó con una especie de actitud de eficiencia. Sacó un cartapacio lleno de papeles y lo colocó frente a ella en el escritorio. Lo abrió después de sentarse. Comenzó a pasar las hojas que contenía el cartapacio.
―¿Cuándo dicen que fue esto?
―Hará como tres meses ―respondió Emilia.
Doña Blanca seguía pasando las hojas.
―Aquí no hay ninguna solicitud para un apartamento de tres cuartos, de nadie ―dijo la mujer después de terminar de revisar el expediente.
―Bueno, pues entonces debemos estar en la lista.
Doña Blanca se volvió a poner de pie. Abrió de nuevo el archivo. Después de buscar, cerró la gaveta.
―No existe ninguna lista de espera, señoras.
―Señorita ―dijo Emilia.
―Ah, sí, perdón.
―¿Cómo que no hay ninguna lista?
―No, no hay ninguna lista de espera.
Emilia se puso de pie.
―¿Quiere decir eso que el cabrón de Morrow no hizo ninguna gestión para conseguirnos ese apartamento?
―No lo sé, y ahora Morrow está muerto, así que no le podemos preguntar.
―¿Cómo?
―Sí, se lo llevaron al ejército y murió en un accidente con un camión en Vietnam.
―Eso significa que tendremos que volver a solicitar.
―¿Para quién era el apartamento?
―Para nosotros tres.
―Ah, pues ahí está la razón de por qué no hay ninguna solicitud. Eso no se puede.
―¿No se puede qué?
―Ustedes no pueden mudarse juntas a un apartamento.
―¿Por qué no? ―seguía preguntando Emilia.
―Porque no. Así son las leyes de nuestra sociedad.
―¿Qué leyes?

Mary Jane

Mi mamá no abrió la boca. Miraba todo el tiempo al suelo mientras Emilia batallaba con la medusa.
―Las leyes de la moral y la decencia. ¿Acaso son ustedes un matrimonio?
―No ―dijo Emilia―. Pero aquí en el caserío hay parejas de hombres que viven en apartamentos, y nadie se lo ha impedido.
―Eso es otra cosa, señorita.
La última palabra como que la masticó.
―¿Qué dice?
―Que ustedes no son hombres. Nadie se mete en eso. Dos mujeres que viven juntas constituyen un escándalo, y mayor, por cierto.
―¿Usted nos está diciendo indecentes, doña Blanca?
―No, yo no he proferido ninguna palabra de ese estilo.
―Sí, pero la cita inventada de esa ley que usted alega es más que prueba de lo que usted pretende decir.
―Eso lo pensará usted de usted misma porque yo no he dicho nada.
Emilia cruzó por el lado del escritorio. Miró fijamente a la administradora. En una fracción de segundo le enganchó un jab en la nariz que la tiró al suelo desmayada.
―Vieja puta ―le dijo antes de que saliéramos de allí.

Mary Jane

A mediodía se presentó la policía a nuestro apartamento. Arrestaron a Emilia. Recuerdo cómo la pusieron esposada en el carro de la policía. No la volvimos a ver en dos meses. Le hicieron un juicio, salió culpable por agresión agravada. La sentenciaron a tres meses de cárcel, pero como ya había cumplidos dos, se los acreditaron y le dieron uno en probatoria.

Cuando regresó, mami la abrazó. Estuvieron así por largo rato. No hablaron nada, solo se sentaron a comer en silencio. El tema del apartamento murió en nuestra casa. Emilia y mami siguieron siendo las mejores amigas, hasta el punto de que muchas noches ella se quedaba a dormir con nosotros. Decían que eso era mejor arreglo, que dos apartamentos, uno de un cuarto y otro de dos pagaban menos que uno de tres. Lo lindo es que siguieron siendo mujeres que compartían un cuarto y criaban a un nene en el caserío.