Ausencia y presencia

foto

Recuerdo mi primer cigarro, regalado por las manos amables y el corazón abierto de quien fuera Eduardo Jiménez García; para mí, simplemente: Eduardo. Compartimos en la cocina de su casa el humo cubano que iba inundando y ambientando el espacio. El mismo que tantas veces inhalaría y expiraría y que poco a poco fue quedándose en sus pulmones para jamás abandonarlos, para no dejar pasar ya el aire.

Lo conocí hace veinte años, cuando, siendo ambos estudiantes universitarios, visité La Habana como parte de un curso de cine. Los días compartidos me mostraron un ser excepcional por inteligente, sagaz, despierto, bromista, curioso, desprendido y hambriento de todo. Largas tertulias, extensas caminatas compartidas, visitas en conjunto. Ese compartir llegó a su fin con el vuelo de regreso a Puerto Rico, tan cercano y tan lejano. Esa sería la metáfora nuestra. No sabíamos en ese entonces y ahora lo sé, que no nos volveríamos a ver. La comunicación continuó a través de cartas que, con el tiempo, se fueron haciendo cada vez más exiguas. El advenimiento del correo electrónico no hizo mucha diferencia y, ahora que no hay remedio, me pregunto cómo lo permitimos. Supongo que cada cual sabía dentro de sí que podía contar con el otro, a pesar de la distancia física y comunicativa. Esa es, en este momento, la mentira en la que me cobijo ante su pérdida.

Luego de años de incomunicación, en estos días sentí unos deseos irresistibles de volver a Cuba, de recorrer el país entero y conocerlo a profundidad, hasta de vivir allá un tiempo. Inmediatamente pensé en Eduardo. Contacté a una amiga boricua en común para saber si ella tenía su correo electrónico, pero fue infructuoso, las direcciones proporcionadas ya no funcionaban. Decidí investigar a través de la Internet y encontré algunos de sus escritos: artículos, ensayos, entrevistas. Mientras yo seguí el camino del profesorado, él continuó el del periodismo. De repente, me topé con un heraldo negro, un artículo que lamentaba —como éste—  su muerte, acaecida hacían ya más de dos años. Tenía que ser otra persona, pero las señas me gritaban, me mostraban que era él, a pesar de que me tapé los oídos, a pesar de que cubrí mis ojos para no seguir leyendo. La negación me hizo escribirle a dos amigos entrañables, les envié la página encontrada y les pedí confirmación de que mi temor tenía fundamento.

Al otro día, ambos respondieron a mi interrogante con la respuesta que me negaba a internalizar y que no me quedó más remedio que aceptar. Las palabras de dolor de ambos desataron en mí una especie de desgarramiento e impotencia ante una de esas realidades absurdas de la existencia contra las que no podemos pelear. Quería remover la tierra palmo a palmo, diente a diente, para buscarlo, juntar a toda la humanidad para revivir a aquel que se paró sobre el yugo y escogió la estrella. Pero las páginas y la imaginación nos muestran posibilidades que en ocasiones se quedan en el papel y la tinta, en el pensamiento.

foto

Afuera, la caída de la lluvia en esta madrugada. Adentro, puedo manipularla e interpretarla como tristeza, como la naturaleza que sincroniza con mi pena ante el que ahora yace sembrado a destiempo, ante la celada de la parca que velaba con su boleto a la otra orilla. Al menos, estoy seguro que su sonido y el frío que siento me ayudarán a romper con el insomnio que la ausencia ya permanente de Eduardo me ha provocado. Iré, poco a poco, durmiéndome, mientras pienso que, cuando vuelva a su tierra, visitaré la morada de sus huesos para sentarme a su lado, leeré la edición de Paradiso que me regaló y que nunca pudimos comentar, y, tal vez, encienda un cigarro y piense en él mientras las virutas se desvanecen en el aire habanero. 

Categoría