Esta es la segunda parte del artículo publicado el pasado mes de agosto, donde Manuel Almeida inicia la discusión sobre el berlusconismo y el ocaso de la democracia. Para acceder la primera parte de El otro laboratorio Italia, pulse aquí.
Antes de mencionar y comentar sobre los elementos constitutivos del berlusconismo y sus contradicciones con la democracia, habría que decir unas palabras sobre el estado actual del sistema democrático. No adelantamos nada nuevo planteando que la democracia moderna agoniza. Es algo que millones de ciudadanos experimentan diariamente en diversas partes del mundo, ni mencionar la experiencia política de los regímenes autoritarios del presente. En este escenario podría preguntarse uno si en algún momento de la historia moderna la democracia ha tenido más que su cuarto de hora.
Para decirlo de otra manera, podríamos jugar con la idea de que la historia de la democracia ha sido siempre la historia de su crisis. Desde distintos ámbitos teóricos y comparativos de la ciencia política hemos leído a varios autores señalando algunos de los síntomas de este proceso gradual pero progresivo de degeneración: la crisis de legitimidad, la crisis de los partidos políticos, la apatía política por parte de los ciudadanos, la debilidad de las culturas políticas, la prevalencia del clientelismo, la persistencia del poder invisible, la corrupción, el retorno de los populismos, la “mediatización” de la política, etcétera. La lista parece inagotable.
E. E. Schattschneider, hace medio siglo ya, usaba la expresión de “a semi-sovereign people”, para señalar cómo el control sobre la toma de decisiones estaba fuera del alcance del ciudadano promedio (en Mair, 2006, p. 25). Otro notable autor, Sheldon Wolin (1996), ha ido más allá al hablar de las democracias de las naciones avanzadas como “democracias sin demos”, es decir, democracias donde el demos o el pueblo no entra en escena sino como ente pasivo, en donde pasamos efectivamente de una comunidad de ciudadanos a una comunidad de espectadores (p. 65). Frente a dicha realidad el teórico político francés, Jacques Rancière (2007), va más allá y plantea que estamos experimentando el auge de una sociedad posdemocrática e incluso pospolítica.
Otros indicadores[1] para mostrar la situación preocupante de los sistemas políticos democráticos contemporáneos pueden obtenerse. Recientemente, el comparatista Peter Mair, reflexionando sobre la crisis de la participación masiva en la política y la crisis de los partidos, recogía varios datos relacionados a Europa Occidental que muestran un claro debilitamiento de los elementos fundamentales de cualquier sistema político democrático. Por ejemplo, presenta datos que muestran el declive consistente en Europa Occidental de la tasa de participación electoral.
Si bien la tasa de participación, hasta hace poco registraba un nivel de participación relativamente alto (de 77.6 por ciento), es de notar que ha habido una aceleración en la reducción de dicha participación a partir de los 1980 y que la cifra reciente llegó a estar por debajo del 80 por ciento a nivel regional por primera vez en cinco décadas (Mair, pp. 34-35). Esto lleva a Mair a plantear que poco a poco va creciendo el número de personas que en vez de ser ciudadanos interesados prefieren ser meros espectadores.
Otro indicador que apunta algo similar ha sido la creciente inconsistencia en los patrones electorales de los que sí participan, y que reflejan un menor apego o identidad con grupos o partidos políticos establecidos. Aunque esto último, en rigor, no tiene por que necesariamente parecer un reto a la democracia, ciertamente es un indicador de la crisis montada sobre los sistemas representativos basados en los partidos como vehículos principales para agregar los intereses y las demandas de los ciudadanos. Así las cosas, Mair nos deja con la siguiente pregunta: ¿sin partidos quiénes serán los protagonistas de las democracias en el futuro? Frente a esto no es casualidad que algunos han registrado el retorno de los populismos –de derecha y de izquierda–, y con ellos el renacimiento de la presencia de figuras fuertes, líderes carismáticos, como fenómenos cada vez más presentes.
Paul W. Drake (2009), en un recorrido histórico de la democracia en América Latina, también recoge una información preocupante. Según unas encuesta de opinión pública del 2002, sólo un 56 por ciento de los latinoamericanos entrevistados favorecían un sistema democrático, comparable al 53 por ciento en Europa Oriental, pero por debajo del 61 por ciento de los encuestados en el oriente asiático, del 69 por ciento en el continente africano, y el 78 por ciento de los encuestados a nivel de la Unión Europea (Drake, p. 208). Aunque la misma encuesta hecha en América Latina en 2006 registró un incremento al 58 por ciento, parece distar todavía bastante de una situación en donde la democracia se ha convertido en valor político central. Que dicha situación política está ligada con las enormes carencias económicas y con la inestabilidad social que muchos de estos países experimentan son realidades que no podemos atender en este momento.[2]
Todo lo planteado anteriormente lo hicimos con la intención de encuadrar lo que sigue, pues no pretendemos explicar la precaria situación de la democracia en Italia como algo aislado del resto del ámbito de la política internacional. Sin embargo, la política italiana tiene en el berlusconismo un fenómeno que en su conjunto merece un acercamiento más profundo por cómo ubica la vida nacional italiana en la perspectiva comparada frente a la coyuntura agónica de la democracia actual.
Las condiciones materiales de existencia del berlusconismo se sustentan, por un lado, del control de un imperio empresarial que incluye negocios en los medios, en la publicidad, en la construcción, en la industria de los seguros y en la industria de comida.[3] De este enorme poderío empresarial, resalta el hecho de que Berlusconi tiene control sobre los tres canales televisivos privados más grandes del país[4], lo que le da en nuestras sociedades del espectáculo una influencia y una presencia pública tremenda.
El berlusconismo está fundamentado políticamente sobre la dirección del estado por parte de Berlusconi en tres instancias distintas: de 1994 a 1995, de mayo 2001 a mayo 2006, y finalmente de abril del 2008 al día de hoy. Actualmente enfrenta una crisis interna en el liderato del partido que lo representa, además de estar involucrado en sonados casos criminales relacionados a apropiación indebida, actos de soborno y hasta de ser partícipe de prostitución juvenil (el notorio caso Ruby). Sobre estas condiciones entonces se sustenta este fenómeno que ha marcado, y habrá de seguir marcando, la cultura política de Italia.
* Pendientes a la tercera y última parte de este ensayo que se publicará el próximo lunes, 26 de septiembre de 2011.
Notas:
[1] Para un listado más amplio de indicadores que pueden utilizarse para evaluar la calidad de las democracias, ver Levine y Molina (2007).
[2] Para un acercamiento crítico al proceso de democratización en América Latina y su precariedad debido a las condiciones económicas y sociales de los países de la región, ver Atilio Borón (1997: 229-269).
[3] Para un perfil amplio biográfico e histórico de Silvio Berlusconi, resulta de gran utilidad el trabajo a él dedicado por el historiador, y vocal opositor intelectual público, Paul Ginsborg (2004).
[4] Cuando está en el poder político, Berlusconi hace los nombramientos de los que dirigen otros tres canales televisivos, esta vez públicos; lo que implica control sobre el 100 por ciento de la televisión terrestre y el 90 por ciento de la televisión total.
Lista de referencias:
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