De la violencia criminal en la posguerra y el viejo autoritarismo en Guatemala

Noches tropicales de Centroamérica,

con lagunas y volcanes bajo la luna

y luces de palacios presidenciales,

cuarteles y tristes toques de queda.

-Ernesto Cardenal, Hora Cero

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I.

Una vez más la pobreza y la desigualdad se han hecho presentes en Guatemala con el embate de fuertes sismos y lluvias que, al menos, se han saldado con cuatro muertos y trece desaparecidos.[1] Más sin embargo, estos fenómenos naturales no son el único recordatorio de la patente pobreza y desigualdad que se vive en este estado centroamericano.

Otro de ellos —no natural, por supuesto— que ha venido agobiando a lo largo de diversos periodos históricos, no sólo a Guatemala, sino a todo el istmo centroamericano, ha sido la violencia en sus múltiples manifestaciones. Por tal razón, en esta entrega, sostengo que el resultado de la primera vuelta electoral presidencial en Guatemala ha sido, en parte, el producto acumulativo de las viejas tensiones entre la violencia y el autoritarismo militar.[2]

Con el propósito de evaluar la actualidad política guatemalteca y su reciente contienda presidencial, el pasado 11 de septiembre, me remitiré a dos factores de análisis: la violencia en el período de posguerra y al viejo autoritarismo militar; comentando, de modo somero, su relación con el conflicto civil (1960-1996), la pobreza y la desigualdad.

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II.

Comenzando con el factor de la violencia en el período de posguerra, cabe destacar que después de tres décadas de guerra civil, en el que las principales fuerzas beligerantes eran la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG)[3] y las Fuerzas Armadas de Guatemala (FF. AA.), junto a varios grupos paramilitares, grandes expectativas ciudadanas fueron puestas en los Acuerdos de Paz de 1996. Las mismas estaban centradas en el fin de la manifestación polarizada y armada de la violencia y el inicio de un compromiso democrático por parte de los diversos actores involucrados en la guerra.

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No obstante, a quince años de la firma de ese acuerdo en Guatemala, que puso fin a un extenso período de guerras civiles en la región, los resultados de una transición de la guerra civil a la paz se han visto frustrados. Así pues, la representación discursiva/mediática —sin dejar de lado la realidad— de la región como una de las más inseguras y violentas de América Latina ha propiciado, que desde diferentes enfoques de las ciencias sociales, se estudie este fenómeno y su impacto social y política. Por tal razón, desde la ciencia política nos hemos enfocado en los posibles retrocesos y dificultades de estos regímenes posconflicto como consecuencia de la violencia cotidiana.

Entre las manifestaciones de la mencionada violencia cabe destacar cuatro de sus variantes más visibilizadas: 1) la violencia marera, 2) la justicia comunitaria en su manifestación de linchamientos, 3) la “limpieza” social y 4) el poder del aparato narcotraficante.

En primer lugar, tomando el caso de las maras guatemaltecas, según Barrios Carrillo (2007, pág. 4), cabe interpretarlas como el resultado de un “enraizamiento social de la violencia” y del asesinato, desaparición y emigración forzada de miles de individuos durante la guerra civil.[4] Por añadidura, toma prestados dos conceptos analíticos: uno de Bougois (2002, pág. 8), la cultura callejera; y el otro, de Vigil (2002, págs. 1-3), la marginalidad múltiple.[5] El primero, refiriéndose a la “cultura adquirida en las redes sociales callejeras a causa de la marginalidad y las consecuencias producidas por la exclusión social, económica y cultural”; y el segundo, a “la condición social, cultural, económica y política de la marginalidad” y la desigualdad en las comunidades marginadas.

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En cuanto a los linchamientos a criminales como expresión de la justicia comunitaria y el poder del narcotráfico internacional, éstos ponen en evidencia la incapacidad del estado que surgió del posconflicto de viabilizar y brindar protección a los ciudadanos a través de la implementación de procedimientos preventivos y judiciales fiables que tengan como objetivos la rehabilitación y la reinserción social del delincuente común. Además, la limitación de poner en marcha mecanismos que propicien la disminución de la actividad del narcotráfico mediante medidas, por ejemplo, como la exigencia de controles de demanda en el norte opulento por parte de los países del sur. Incluso, evidencia la inhabilidad de mantener a raya el narcotráfico globalizado como estructura supra-estatal y que directamente compite por el monopolio de la violencia.

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La manifestación de la “limpieza” social también, nos recuerda Barrios Carrillo, es una “vuelta al pasado”, volviendo a los fundamentos represivos de la mano dura y súper mano dura.[6] Más aún, con el regreso a escena de actores paramilitares que se encargan, con el beneplácito de las FF. AA., de cometer los asesinatos de sospechosos de haber cometido crímenes o de pertenecer a alguna mara.

II.a.

Es necesario matizar, como inferí a comienzos del escrito, que también en todo el asunto de la violencia generalizada en América Central está presente el elemento de representación discursiva/mediática sobre la violencia. Teresa Pires do Rio Caldeira (2007, pág. 53) nos habla del fenómeno del habla de la violencia que:

…hace proliferar la violencia al combatir y reorganizar simbólicamente el mundo. El orden simbólico engendrado en el habla del crimen no sólo discrimina grupospromueve su criminalización y los transforma en víctimas de la violencia, sino que también hace circular el miedo a través de la repetición de historias y, sobre todo, ayuda a deslegitimar las instituciones del orden y legitimar la privatización de la justicia y el uso de medios de venganza violentos e ilegales. Si el habla del crimen promueve una resimbolización de la violencia, no lo hace legitimando la violencia legal para combatir la violencia ilegal, sino haciendo exactamente lo contrario.[7] (Énfasis míos).

Muchas de estas representaciones discursivo/mediáticas cumplen el objetivo de reforzar la sensación de inseguridad y peligro ante la criminalidad, con múltiples propósitos de carácter político y de control que tendrían que ser estudiados exhaustivamente más adelante. De esa forma, nos dice Caldeira (2007, pág. 33), se “combate” la violencia, a la misma vez que es “ampliada”.[8]

III.

Pasando al factor del viejo autoritarismo militar hay que resaltar que fue un asunto destacable en cuanto a las metas perfiladas en los acuerdos arriba mencionados. Como un símbolo de progreso hacia un nuevo pacto social y político entre los civiles y militares, y que ahora se ve en entredicho, se acentuó en la reducción de las FF. AA. y se buscó su renuncia a la intervención en los asuntos políticos y de seguridad interna.

No obstante, y a pesar de la reducción en el número de efectivos militares a partir de 1996, el contexto de las FF. AA. de Guatemala, se diferencia por ejemplo, de casos como el de El Salvador; caso en el cual sus FF. AA. y el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) pactaron debido a la percepción de que habían “empatado” en el conflicto. Mientras tanto, las FF. AA. guatemaltecas se perciben a sí mismas como las vencedoras del conflicto contra las guerrillas de la URNG. Esto ha llevado a que las FF. AA. guatemaltecas, fuertes aún durante el proceso de negociación, hayan conservado para sí ciertas prerrogativas sobre el poder civil, muy parecidas a la que se observan en el caso de Honduras.

IV.

Entonces, ¿cómo se relacionan estos dos factores en la vida política del país? ¿Cuál es el resultado político-mediático y su manifestación en la primera ronda de elecciones del pasado 11 de septiembre en Guatemala?

Dice José Miguel Cruz (2000, pág. 132 y ss.) que la violencia cotidiana, especialmente en los contextos de posguerra, puede ser un dispositivo importante cuando un conjunto de ciudadanos valora positivamente actitudes autoritarias de los gobernantes, aumenta la desconfianza en las instituciones y el apoyo a figuras autoritarias, que en detrimento de las libertades civiles y el estado de derecho, privilegien el orden y la seguridad tanto en la retórica como en la práctica.[9]

Esa es la historia, por ejemplo, del General Ríos Montt, quien fuera presidente de facto entre 1983 y 1984 de Guatemala y que en las elecciones presidenciales de 1990, 1993 y 2003 infructuosamente presentara su candidatura a las mismas.

Esa también ha sido la historia del General retirado Otto Pérez Molina, del Partido Patriota, quien en las elecciones presidenciales del pasado 11 de septiembre obtuviera su pase a la segunda vuelta con el apoyo del 36 por ciento del voto emitido. Esto, a pesar de las acusaciones de tortura sistemática en su contra durante el conflicto armado de 1960 a 1996. Específicamente se le acusa de haber ordenado la tortura y desaparición de varios guerrilleros e incluso del obispo católico, autor del informe “Guatemala: nunca más”, Juan Gerardi en 1998.

V.

Para finalizar, la relación entre la violencia criminal en la posguerra y el viejo autoritarismo militarista-racista se hizo presente en este pasado proceso electoral presidencial, no sólo mediante la candidatura de Pérez Molina y el copo de los candidatos a la derecha del espectro ideológico, sino a través de una esquematización de campaña en la que el eje principal fue la promesa de más “mano dura” y la refundación de una vida política en la que los partidos aparecen y desaparecen con una sorprendente facilidad. Esto sin contar que la izquierda política, de tendencia socialdemócrata o radical, aún no han podido plasmar un proyecto de participación que cale y obtenga el apoyo del electorado.

Y es que en sociedades posconflicto, con diversas manifestaciones de violencia, las organizaciones y los servidores del espacio político deberían dirigir esfuerzos por favorecer un giro discursivo y práctico que no combata la violencia con más violencia; y que en cambio, proponga una ofensiva a la violencia de la marginación, de la discriminación a los indígenas, de la violencia de la supresión de la memoria histórica, de la extrema pobreza, la falta de salud y educación, la desigualdad de ingresos y de las bajas tasas impositivas que pagan los privilegiados del país.

Pero es que el militarismo y su cultura imperante, aunque muchos politólogos celebren su supuesta absoluta desaparición en América Latina, aún tienen unas raíces muy profundas en la política centroamericana, como producto de los esquemas, aún vigentes, de la Guerra Fría y de los cuales el norte opulento fue auspiciador mediante la implementación de academias como, hasta lo que el 2001, fuera la Escuela de las Américas.

 

De manera que todavía siguen pesando los años, como los de aquel 11 de septiembre de 1973 en Chile, cuando en el 1954, la Agencia Central de Inteligencia planificara y ejecutara el plan golpista contra Jacobo Arbenz, también militar, pero de dudosa reputación para el presidente estadounidense Eisenhower, por su pretensión de implementar la reforma agraria que afectaría los intereses económicos y políticos como los de la United Fruit Company; y que por otro lado, beneficiaría al campesinado excluido y explotado por el sistema económico, dicho sea de paso, violento, de la agro-exportación.

Notas:

[1] El día lunes, 19 de septiembre de 2011 una serie de movimientos telúricos, de entre 4,7 a 4,9 en la Escala de Richter, tuvieron como epicentro la Ciudad de Cuilapa, en el Departamento de Santa Rosa, a 65km al sur de la capital (La Prensa Gráfica, edición digital, http://goo.gl/9NbKf).

[2] James Mahoney en su artículo América Latina Hoy, 57, 2011, pp. 79-115, relaciona la implementación de tres corrientes de pensamiento liberal, entre otros factores, en el siglo XIX, durante la formación de los estados nacionales y sus estructuras de clase, con el resultado de los diferentes tipos de regímenes que se produjeron en América Central: el autoritarismo militar en El Salvador y Guatemala, la democracia progresista en Costa Rica y el autoritarismo tradicional en Nicaragua y Honduras.

[3] Frente guerrillero fundado por la coordinación de cuatro fuerzas político-militares: Ejército Guerrillero de los Pobres, Organización del Pueblo en Armas, Fuerzas Armadas Rebeldes y el Partido Guatemalteco del Trabajo. Hoy en día es un partido político con una débil presencia en la vida política y en las instituciones.

[4] Barrios Carrillo, J. (2007). Las maras guatemaltecas: violencia y marginalidad. Stockholm: Stockholm University Press.

[5] Ambos trabajos citados en Barrios Carrillo, 2007, págs. 5 y ss.
Bougois, P. (2002). In Search of Respect: Selling Crack in El Barrio. Cambridge: Cambridge University Press.

Vigil, J. D. (2002). A Rainbow of Gangs: Street Cultures in the Mega-City. Austin: University of Texas Press.

[6] Barrios Carrillo, op. cit, pág. 29.

[7] Caldeira, T. P. (2007). Ciudad de muros. (C. Solans, Trad.) Barcelona: Gedisa.

[8] Ibidem.

[9] Cruz, J. M. (2000). Violencia, democracia y cultura política. Nueva Sociedad (167), 132-146.