Olvidar a Rodríguez Juliá

I

Existe, en esencia, un velado argumento clasista viciosamente macabro en la manera que recientemente Rodríguez Juliá despacha el arte contemporáneo bajo la sospechosa tesis de su deplorablemente banalidad vulgar. Lo clasista no reside exclusivamente en querer imponer, una vez más, cánones estéticos de épocas pasadas sin siquiera tomar en consideración su realidad históricamente determinada. Refugiado en la presuntuosa posibilidad de una verdad estética absoluta, éste pretende reivindicar la figura pueblerina de la conserje, al tiempo que respalda todos aquellos procesos que le ha negado, por demasiado tiempo, incursionar a la multitud en la esfera de lo estético.

El que un cenicero hoy día constituya un objeto de arte tiene que ver tanto con la mercantilización del objeto estético como con la reestructuración que experimentó el Estado a raíz de la crisis del fordismo como modo de regulación del capital. La mercantilización de la vida cotidiana ha convertido el objeto estético en una mercancía más, en vehículo de inversión, no sólo despojando al objeto de su naturaleza intrínseca (que a fin de cuentas no es otra cosa que ser y existir por sí mismo y no atado a una actividad productiva particular); también le ha separado irreparablemente de su contexto más inmediato, que no es otro que la vida cotidiana misma. De este modo, “La Noche Estrellada” de Van Gogh se reduce a la obligada parada en el Museo de Arte Moderno niuyorkino cada vez que se visita la ciudad de los rascacielos (siempre y cuando se cuente con el dinero suficiente para “cruzar el charco”).

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Pero, aún cuando la peregrinación ociosa sea posible, no cualquiera puede acceder a la “verdad” que pueda encerrar este hito del arte moderno. Extraída de su contexto (tanto inmediato, la barrera de cristal que le protege, como el histórico), el sujeto que se enfrente a ella necesitará poseer los elementos suficientes para comprender su alcance. Quizás en la época de oro del capitalismo estadounidense dicha hazaña fuera posible. Mas, con la imposición de la ideología neoliberal y la subsecuente reducción del Estado en aras del crecimiento económico, el arte dejó de ser asignatura obligada en las escuelas. (Le bastaría a Rodríguez Juliá consultar el film cursi de Richard Dreyfuss, Mr. Holland’s Opus, para dar cuenta de ello). De esta manera, la multitud fue privada del deleite estético. 

He aquí las razones por las cuales Rodríguez Juliá termina condenando a la conserje, muy a pesar de su intento por redimirla. Si bien su descabellado argumento trata de reivindicar el “gusto” estético de ella, lo hace bajo una premisa estrictamente clasista; la conserje termina desechando la obra de arte por desconocimiento y no porque comparta el desdén del autor por el arte contemporáneo. Este desconocimiento es producido tanto por la mercantilización como por la extirpación del arte liberal del currículo de enseñanza en las escuelas.

II

El tono veladamente clasista se mantiene a la hora de abordar la música. Su desdén por el reguetón se basa, en principio, en la ausencia de parámetros musicales en su producción. Esto aparece, especialmente, cuando aborda al grupo Calle 13. Olvida el autor que los movimientos de música popular en la última parte del siglo XX nacieron, precisamente, del déficit de educación musical que afectó a la mayoría de las sociedades industrializadas. Este déficit trasladó el ingenio y la creación fuera de los parámetros del discurso musical. Tanto en el punk como en el rap, la creación se trasladó fuera de la esfera musical, relegando en el primero su capacidad de expresar frustración y desesperación al ámbito tímbrico (la capacidad de producir distorsión y disonancia; ruido, si se quiere) mientras que en el otro se recuperó al cuerpo como instrumento musical (a través de la voz) creando así una música más orgánica.

 

La cancelación de los programas de arte liberal en las escuelas coincidió con el deterioro de la música popular del fordismo. La salsa perdió su vitalidad, convirtiéndose en un género exclusivo de cantantes; los grandes músicos de antaño quedaron relegados a notas al calce en la historia de algo prácticamente muerto y olvidado. El bolero devino en balada, conformándose con calcar musicalmente a la balada rock. Este último duró hasta mediados de los noventa, coincidiendo su triste final con el suicidio de Kurt Cobain, siendo sustituido eventualmente por la música electrónica (trance, techno, etc.). 

Esto, de ningún modo, implicó el final de la innovación en el mundo de la música popular. Techno, trance, rap, hip hop, la cultura de los disk jockeys; todos estos géneros son muestra de la voluntad y el ingenio de una multitud que, muy a pesar de los escollos, produce bienes inmateriales que atestiguan sobre un bien común. El uso de la tecnología, mucho más barata y accesible, ha sustituido al instrumento musical, al tiempo que recompone y recombina el lenguaje de la música bajo nuevos códigos y lenguajes (la mayoría de ellos binarios). Así, el cómo hacer música en la contemporaneidad es un asunto que poco tiene que ver con el aula de clases (mucho menos con disciplina y dedicación). Es una de las múltiples maneras en que se crea el trabajo inmaterial y se produce un bien común que subsiste a la par con estructuras de poder y segregación. Es por ello que esta música popular contemporánea existe “al margen” del discurso de la música.

III

El prejuicio clasista de Rodríguez Juliá no es nada nuevo. Su iniciación en el mundillo intelectual local se produjo a través de El entierro de Cortijo, excelente crónica urbana de fin de siglo, donde el espanto y la fascinación hacia la figura mítica del “pueblo” posibilitan al autor asumir una identidad nacional un tanto ambigua. Y es que la distancia que le impone la clase (posición que para nada oculta el autor) no le permite entregarse de lleno a esa identidad a veces celebrada pero también condenada a lo largo del texto. Debe entenderse que, por aquellos tiempos, las cuestiones de la identidad operaban como parcela de oposición a la hegemonía política que a fuerza de macanazos intentaba imponer el Partido Nuevo Progresista con Carlos Romero Barceló a la cabeza. No era un nacionalismo por convicción; era más bien de reacción.

La dureza de su crítica nunca fue contra el fracaso del proyecto muñocista, sino contra la voluntad de deshacer ese “milagro.” Por tanto, su mirada inquisitiva a la cultura popular de aquella época no fue más que, por un lado, un intento desesperado por explicar la debacle (responsabilizando al “pueblo” y no el fracasado desarrollismo de Moscoso), mientras que del otro trataba de mantener aún la fe de que el populacho (a eso quedaba reducido luego el pueblo del desagravio estadoista) se reencaminara por los senderos de la historia.

 

Por eso, lo que sí sorprende es que Rodríguez Juliá se una al coro de voces que desdeñan a Calle 13. Puede comprenderse, según su argumentación, el desprecio insípido que el autor muestra hacia la música popular contemporánea (siguiendo su tesis sobre la banalización del arte). Ello imposibilita cualquier comparación, a nivel de desarrollo y trayectoria, entre el reguetón y la salsa. Se entiende igual su menosprecio (más por incomprensión que otra cosa) cuando descalifica al género por su falta de disciplina y esfuerzo. Sería natural descalificarla: a los ojos del discurso de la música occidental, el reguetón es concebido electrónicamente. Pero, el vilipendio al reguetón de Rodríguez Juliá radica en otra parte. 

El problema es que la música de Calle 13 (y la cultura que éste genera) es fatula, hueca, le falta gracia. No conlleva esfuerzo. Esto le impide reconocerla como una verdadera “expresión popular” contemporánea. En todo caso, es evidencia de que aquel populacho que desfiló por las calles de Villa Palmeras, que se desangró llorando la muerte del célebre líder de orquesta, ya no existe. Su lugar ha sido ocupado por una masa vaga, que ya ni siquiera reconoce la ética protestante del trabajo como valor supremo, que le da la espalda a la estética moderna como modo correcto de producir cultura. Al descalificar a Calle 13, Rodríguez Juliá abandona la reconfortante ambigüedad que le distinguió en el pasado, mientras se canta paladín (con un enorme manto de pesimismo sirviéndole de capa) del buen gusto. (Claro está: ¡en estrictas líneas clasistas!).

IV

A lo que no alude, aunque sí sugiere Rodríguez Juliá, es a la muerte del nacionalismo romántico. De la mano de Calle 13 nunca se podrá llegar a la “patria liberada” (siguiendo a Corretjer). El reguetón impide llenar a cabalidad la lista de cotejo delineada por Renan y Herder a mediados del siglo XIX. La cultura como modo de expresión de un pueblo termina con René Pérez y Eduardo Cabra, en tanto su música se burla de los parámetros establecidos por el discurso de la música occidental. Por ello, su enfado tiene más que ver con la imposibilidad de alcanzar la “autorrealización del pueblo” que con un par de millonarios de la industria cultural actual.

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En este sentido, Rodríguez Juliá es parte de toda una generación cuya caducidad ya resulta más que evidente, que insiste en perpetuar una visión muy particular de la historia. Para éstos, la historia sólo tiene sentido cuando habla del constante devenir de un pueblo. Cuando los parámetros que guían esta gesta son violentados (e incluso vandalizados o ultrajados), éstos activan una brutal encrucijada inquisitiva con tal de demoler cualquier argumento o suceso que perturbe su acomodado sueño acondicionado. Se autodefinen como paladines culturales, dioses olímpicos, celadores del gusto correcto, jueces de lo relevante, implacables guerreros contra lo irrelevante.

Son estos los que mantienen secuestrado el discurso público en el país. Son los mismos que mantienen la alarma encendida ante el orden de lo político. Se empeñan en evaluar a los funcionarios electos bajo la desgastada rúbrica del asunto del estatus, e impiden reconocerlos como una clase presta a legislar según sus intereses particulares. Son los mismos que le otorgaron carácter de próceres a reinas de belleza y boxeadores por igual. Son los únicos que creen que en el próximo plebiscito se juega la vida del país.

Este entronizado canto de sirena obstaculiza el reconocimiento de que Calle 13 es un producto cultural que trasciende los límites impuestos por el anticuado discurso nacionalista moderno. La adulteración y el mestizaje que anida en su interior son producto de una globalización desenfrenada que no conoce (y mucho menos reconoce) límites, pero que a la vez provoca entrecruces. En su interior se cuece tanto dominación como resistencia y libertad. A falta de un lenguaje global que aborde el fenómeno de la multitud, el tema “Latinoamérica” aparece como núcleo encapsulado de las dinámicas imperiales de nuestro tiempo: apela al mismo tiempo que incorpora y explota. Apela a todo aquel y aquella que resiste el inescrupuloso régimen de explotación del capital líquido; se apropia de la energía que esta resistencia genera con el propósito de explotar nuevos mercados. Es la ambigüedad, pero de un modo mucho más complejo que en los tiempos de El entierro de Cortijo.

 

V

La vida radica en otra parte en estos tiempos de la Multitud y el Imperio. El nacionalismo decimonónico ha quedado atrás, no porque haya pasado de moda, sino porque las condiciones históricas se han transformado. Es justo admirar el sacrificio de Oscar López Rivera. Pero, el mismo debe ser evaluado a la luz de las circunstancias históricas que le rodean. El régimen de apropiación y explotación de la producción inmaterial prevaleciente en esta época exige dejar a un lado el nacionalismo romántico. Es poco sensible (además de práctico y sensato) insistir en el ideal de la independencia y la “sabiduría del pueblo” en una época donde los múltiples conflictos globales colocan de primer plano la miseria generalizada. No se trata ni de colonialismo ni imperialismo estilo siglo XX.

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El imperio que lucha por emerger pretende llevar el mando a escala global, no en un país ni una región. Los múltiples conflictos que se desatan en el planeta dan fe de ello. Occupy Wall Street, los indignados del 15M, la primavera árabe, la violenta huelga de la UPR; todos son síntomas de una emergente multitud dispuesta a resistir la voluntad del capital. También atestiguan la crisis de legitimidad que sufre el ámbito político.

Por ello es necesario olvidar ya a Rodríguez Juliá.

Ilustraciones:

1. Francis Bacon, “Study for a Portrait”, 1953. (Hess Art Collection, Berne)
2. Francis Bacon, "Figure with Meat", 1954.
3. Francis Bacon, "Study after Velazquez's Portrait of Pope Innocent X", 1953.
4. Plaza Tahrir, Egipto, 2011.