Hijastra de la tierra prometida

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Hijastra de la tierra prometida es el título de un diario que comenzó a tomar forma cuando la Chrysler empezó sus primeras negociaciones contractuales con la unión de empleados automotrices desde que declaró la quiebra en el 2009 y recibió subvención del gobierno federal. Esta bancarrota y las concesiones que le siguieron fueron lo que terminaron lanzándome a trabajar a la línea de ensamblaje. Quién lo iba a decir.

Vengo de una familia de obreros automotrices. Vinimos acá a Detroit desde México, cuando Henry Ford pagaba $5 diario por trabajar en la línea de ensamblaje. Algunos días siento que es eso lo que gano. Otros días siento como si el sueño americano fuera un ente real, tangible y vivo. Algo que puedo alcanzar con solo estirar la mano si trabajo una sola hora más.

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Este diario es un intento por reconciliar las contradicciones que me rodean cada día en la industria automotriz (o lo que queda de ella), el movimiento obrero (o lo que queda de él) y mi propia percepción de la cultura de la clase trabajadora en Detroit (o lo que queda de ella). Le tomé prestado el nombre a la novela Manchild in the Promised Land de Claude Brown, y por la insistencia de mi madre de que Detroit es la Tierra Prometida “donde puedes cambiar tu vida sin cambiar tu clase”.

Ya empezado mi diario, me pregunto por dónde comenzarlo. Hay tanto que explorar, tantas realidades humanas contenidas dentro del espectro posible de la vida en la industria automotriz que es difícil saber por dónde empezar. Hablando con mi madre (mi mentora más sabia y demente y una de las grandes activistas de nuestro tiempo) le comentaba que mucha de la cultura de Michigan tiene más sentido para mí, ahora que he tomado mi lugar entre las millones de personas que se tratan de ganar la vida en la industria del auto.

Entiendo ahora a los padres que vuelven a la casa después de trabajar de 10 a 12 horas en las fábricas y que lo único que quieren es una cerveza fría, paz y tranquilidad. Entiendo el deseo, es más, la necesidad, de tener una cabañita en el norte, cuando el cuerpo de una gasta 40, 50, 60 horas semanales en la planta. Horas pasadas lejos del sol y las estrellas, lejos de la naturaleza. Entiendo, por primera vez en mi vida, el deseo de… conducir un auto nuevo. Tengo un carro viejo y destartalado porque es barato y porque me da 30 millas por galón. Ahora quiero un carro nuevo, porque los hago. Quiero un carro nuevo porque me duele ver carros nuevos todo el tiempo y que me digan que no puedo sentarme en ellos.

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Entiendo ahora las historias de juego, distribución de drogas, aventuras amorosas y todos los vicios y debilidades humanas que escuchaba cuando niña sobre la vida de la planta. Entiendo el deseo de portarse mal, de ser faliblemente humana. El trabajo en la fábrica es, por necesidad, deshumanizante. El punto de este trabajo es que cualquiera pude hacerlo, hasta un maldito robot. Pero un robot no puede hacer chistes, no te va a halagar, no te va a dar curiosidad sobre cómo deber ser sentarse con él a tomarse par de cervezas. Un robot no va a hacer una colecta para un compañero cuando se le muera un ser querido. Un robot no tiene un sentido de hermandad o solidaridad.

Así que tal vez por ahí empiece. Empezaré con los seres humanos y cómo somos unos con los otros ante la faz de esta bestia, de este cruel y amado amo: la industria automotriz estadounidense.

Este fin de semana pasó rapidísimo. Ya estamos de vuelta al trabajo antes de darnos cuenta. Fui al museo de arte de Detroit con mi hijo hoy a ver los murales de la Industria de Detroit. Pero, al escuchar la guía por los audífonos, comencé a recordar mi fábrica, mi piso de trabajo. No porque no tenga un mural, o una fotografía o una sola pieza de arte en sus paredes. No, sino porque mi maldito piso de trabajo no tiene aire acondicionado, ni máquinas de hielo. La gerencia nos da botellitas pequeñitas de agua de 10 onzas, que la mayor parte del tiempo están calientes, cuando se acuerdan, si es que se acuerdan. La temperatura en el piso es como de 100 grados Fahrenheit y se supone que tenga aire acondicionado. Mi representante de la unión ya sometió una queja al respecto, pero aún así seguimos sofocándonos sin respiro.

Pensé en esto el viernes (en la línea de ensamblaje, no importa lo ocupado que estés, siempre tienes tiempo de más para pensar) y me di cuenta que la oficina, que se encuentra justo al lado de nuestro cuarto de descanso, tiene aire acondicionado. Y está limpio. Recuerdo cómo los jefes se sulfuraron porque nuestro piso de la fábrica tenía que estar limpio. Desde que el aire no funciona, nuestro cuarto de descanso y la cafetería se han convertido en un lodazal. Pero no he visto a nadie aquí con un mapo, ahora que la gran inspección ha pasado.

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Así que, comencé a pensar qué agradable sería almorzar en un sitio limpio y con aire acondicionado. Como la oficina. Y le pregunté a mis compañeros de trabajo si comerían conmigo en la oficina el lunes si el aire aún no funcionaba. Pensé que era una idea grandiosa. Nuestro cuarto es caluroso y está sucio, ¿por qué no ir a comer a la oficina donde está limpio y fresco? Ni me imagino que los jefes toleren estar sin aire acondicionado en su oficina por una semana entera. Después de todo, tienen que estar allí sentados. Hubo tanta gente que me miró como si estuviera desquiciada cuando sugerí que comiéramos donde los jefes… Pero volveré a esto más adelante.

El teórico francés Michel Foucault escribió un libro en la década de los setenta titulado Vigilar y Castigar: El Nacimiento de la Prisión. En este libro Foucault traza la historia de las prisiones desde los 1700s, cuando la gente todavía tenía un concepto más público de la prisión que el de ahora, que están alejadas de la “civilización”. Lo más terrible que describe en el libro no es la tortura en las prisiones, aunque ésta es bastante asquerosa. Lo más terrible es el Panóptico de Jeremy Bentham, un edificio con una torre en el centro desde donde es posible ver cada una de las celdas de los prisioneros o los pupilos que están encarcelados.

La visibilidad es un trampa. Cada individuo es visto pero no puede comunicarse ni con el carcelero ni con los otros prisioneros. La multitud queda abolida. El panóptico induce a una sensación de visibilidad permanente que asegura el funcionamiento del poder. Bemtham decreta que el poder debe ser visible pero no verificable. El prisionero puede ver la torre pero no sabe desde dónde o cuándo es vigilado. El resultado es que el prisionero regula su propio comportamiento.

El prisionero, al no saber nunca cuando el carcelero le vigila, se mantiene a sí mismo en línea y facilita el trabajo del carcelero. El prisionero internaliza la prisión. Mantiene sus cadenas fuertemente apretadas. El trabajo del carcelero está ya hecho por él; el prisionero será castigado una y otra vez y nunca romperá sus cadenas hasta que no se dé cuenta que las cadenas están deshechas y que el candado está hecho de nada. Que se ha mantenido prisionero a sí mismo.

Cuando mis compañeros de trabajo me miraron como si estuviera loca por sugerir que comiéramos en un sitio limpio y fresco, un sitio que se sostiene por nuestra labor, no pude más que pensar en el panóptico y cuánto tiempo pasamos manteniendo nuestras propias cadenas y candados en nuestra propia maldita prisión. Si fuera por los jefes, o por los que tiene el poder, o quién sea, trabajaríamos hasta caernos muertos.

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Nunca nos quejaríamos, nunca pediríamos más que migajas y nos doblaríamos y les daríamos las gracias por la oportunidad de precisamente hacer esto. No tiene nada de demente o extraño querer comer en un sitio limpio y fresco en el medio de la jornada de trabajo. Así que voy a traer mis papitas y mis galletas e invitaré como una buena comensal a mis compañeros de trabajo para que nos sentemos juntos en un sitio fresco y limpio a disfrutar de nuestros almuerzos juntos. Ya veremos cómo nos va...

* Todas las imágenes excepto la sexta son parte del Mural Ford de Diego Rivera en el Detroit Institute of the Arts (1932-1933). La sexta imagen es del mural de Diego Rivera en el San Francisco Art Institute (1930).