En las sociedades occidentales más del 70% de la población vive en las ciudades, cada vez más desvinculada del mundo rural. Desvinculada aparentemente, inconsciente de su ecodepencia y de las consecuencias de su alimentación. Cada vez es mayor el desconocimiento que se tiene sobre los alimentos que se consumen, su procedencia, cómo han sido producidos, quién los ha producido y quién obtiene el verdadero beneficio. Tras la aparente situación de seguridad alimentaria en esta parte del mundo, se esconde una concentración creciente de recursos productivos en un menor número de manos y una desarticulación de la autosuficiencia alimentaria que históricamente han tenido los territorios.
Para el actual sistema hegemónico la alimentación no es un derecho básico. Es un negocio, una fuente de lucro. Los alimentos son una mercancía que debe regirse por las leyes del mercado, yendo allí donde existe una demanda solvente y no donde son necesarios. Unas pocas corporaciones controlan la tierra, el agua, las semillas, la producción, la transformación y la distribución de alimentos determinando qué, quién, dónde, cuándo y a qué precio se produce. Un escalofriante ejemplo de esto sería el tema de las semillas: el 75% de las semillas agrícolas a nivel mundial están controladas tan sólo por 5 grandes compañías.
La expansión de este modelo de agricultura industrializada orientada al mercado de estos últimos 30 años se ha realizado a costa de la destrucción generalizada de multitud de formas sociales de agricultura familiar, con graves consecuencias ambientales, sociales y culturales. Si bien se están produciendo pérdidas ambientales y culturales irreparables patrimonio de todxs, las mujeres campesinas e indígenas son quienes sufren mayores consecuencias directas.
Dentro de la lógica del actual sistema heteropatriarcal capitalista el único lenguaje de valoración es el dinero y solo es visibilizado y tenido en cuenta aquello que es monetarizable. Los trabajos de cuidados, realizados mayoritariamente por las mujeres en los hogares, a pesar de ser imprescindibles para la sostenibilidad de la vida (y del propio sistema capitalista) al ser gratuitos, no retribuidos, son invisibilizados y minusvalorados.
Las mujeres campesinas e indígenas, pese a tener muy limitado el acceso y control de los recursos productivos (menos del 2% a nivel mundial), realizan la mayor parte de los trabajos de producción, transformación y almacenado de alimentos, fundamentalmente para el autoconsumo pero también para la venta.
Debido al rol que han desempeñado tradicionalmente las mujeres campesinas e indígenas, son creadoras y guardianas de un acervo de conocimientos, saberes y prácticas culturales vinculados a la agricultura de subsistencia, relativos al autoconsumo, a la educación, la crianza, el procesado de alimentos, los afectos, la salud... que son imprescindibles para la sostenibilidad de la vida.
Aparte de los trabajos de cuidados y de la producción para autoconsumo y susbsistencia, muchas mujeres rurales realizan también labores agrícolas remuneradas. Éstas suelen ser de carácter temporal y con una menor retribución que la que perciben los varones por el mismo trabajo. Rara vez estas incorporaciones a la esfera productiva remuneradas están acompañadas de una redistribución de las cargas de trabajo en los hogares, con la consecuente sobrecarga para las mujeres.
Lejos de tener una actitud pasiva frente a los embates de la agroindustria, las mujeres campesinas e indígenas han estado y están a la vanguardia de los movimientos de denuncia, resistencia y construcción de alternativas que se han organizado a lo largo y ancho del mundo. El crisol de resistencias es enorme y diverso: comunidades indígenas que siguen conservando y cultivando sus semillas, grupos de producción y consumo de alimentos agroecológicos, canales cortos de comercialización, redes de intercambio de semillas, huertos urbanos... En todas ellas, las mujeres han sido y son protagonistas. Si bien en muchos casos no se autodenominan feministas ni ecologistas, estas mujeres campesinas e indígenas se erigen como sujetos políticos activos que denuncian las desigualdades de género en el medio rural y las consecuencias devastadoras del sistema productivo agroindustrial. Tejen redes entre territorios, son guardianas de biodiversidad, cuidadoras y sanadoras, transformando el mundo desde otras cotidianidades más sostenibles y justas, poniendo la vida en el centro de la organización social, política y económica.
Cada tomate o cada mazorca de maíz que comemos alimenta un sistema de producción distinto, una forma diametralmente opuesta de ver la alimentación y a quién produce los alimentos. Contar con herramientas que nos permitan analizar desde una perspectiva feminista las consecuencias del actual sistema agroalimentario globalizado así como (re)conocer las experiencias de resistencia y construcción colectiva pueden ser las claves para reapropiarnos de nuestra alimentación y participar de la transformación del mundo desde nuestras cotidianidades.
* La autora, Soledad Trujillo Barbadillo, coordina el curso online "Sembrando revoluciones. El papel de las mujeres en la soberanía alimentaria" que inicia el 11 de noviembre en la plataforma E-learning de http://feminicidio.net
* Todas las imágenes (exceptuando la primera) son cortesía de Femucarinap Perú.