No es más ciego el que no ve

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En nuestros sistemas democráticos la legitimidad de las normas proviene de su aprobación por parte de los representantes en el Parlamento[1] siguiendo los procedimientos establecidos. Parlamento, representantes y partidos políticos suponen el lugar, en los sistemas constitucionales modernos, desde donde se traduce institucionalmente la legitimidad de nuestros sistemas democráticos. El debate sobre la naturaleza representativa de nuestros sistemas no es nuevo. Es más, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que la representación siempre ha estado en crisis, toda vez que su aceptación generalizada como elemento nuclear de nuestros sistemas no acabó nunca con el debate sobre su esencia o las instituciones más adecuadas para su funcionamiento.

Desde los años setenta del siglo pasado hemos asistido expectantes e impasivos ante un fenómeno creciente que parecía solo preocupar a la academia de politólogos y sociólogos: un desapego cada vez mayor entre representantes y representados. Los estudios empíricos mostraban un malestar ciudadano ante la política, en particular una creciente baja estima hacia los políticos y los partidos, y a cierta sensación general de frustración respecto de las expectativas depositadas en los representantes.

No es éste ni el lugar ni el momento para analizar el porqué o las causas de esta crisis, pero baste una pequeña reflexión sobre el tema para ponernos en contexto. A nadie escapa que nuestros estados democráticos de hoy, no son los mismos que eran cuando surgieron. Por un lado, se ha producido una progresiva ampliación de las funciones del Estado. Hoy la intervención pública llega a todos los terrenos, tratando temas inimaginables en el momento de creación del estado (mínimo) liberal.

Por otro lado, nuestras democracias se construyeron sobre la base de un espacio territorial delimitado, el de los estados-nación y sobre la clásica figura del gobierno jerárquico. Los modelos de gobierno representativo estaban concebidos sobre la figura de estos estados y sobre la existencia de un sólo proceso de decisión (el de los parlamentos nacionales). Sin embargo, hoy conviven de facto múltiples procesos: fenómenos de federalismo, autonomía de los gobiernos locales, aparición de entidades supranacionales, creación de centros de decisión en entidades no públicas, entidades independientes y agencias del gobierno, etc.

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La crisis económica mundial que hoy vivimos y que comenzó en 2008 y marcada por la caída de Lehman Brothers, no ha hecho más que poner en evidencia, las ineficiencias del sistema. El 15 de mayo de 2011 miles de personas se manifestaron en las calles de varias ciudades de España. Ese mismo día ese movimiento acampó en la madrileña Puerta del Sol, que pronto se convirtió en el centro de la opinión pública nacional.

El 17 de septiembre de 2011 un nuevo grupo de manifestantes, que ya había protagonizado otras revueltas, ocupó el Zuccotti Park de Manhattan en la Ciudad de Nueva York[2]. Días después, las revueltas se habían extendido a multitud de ciudades: Boston, Seattle, San Francisco, Chicago... El 15 de octubre tuvieron lugar protestas y manifestaciones en miles de ciudades del mundo[3]. Desde entonces, cada vez son más numerosas las manifestaciones y protestas, desde Grecia, por ser quizás el miembro más castigado por la crisis económica[4], a distintos lugares del globo[5].

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Las deficiencias de nuestros sistemas políticos democráticos, agravadas por las consecuencias de la crisis económica, son las causas profundas de tales movimientos. Es en este contexto, en el que han de insertarse los movimientos crecientes de indignados. Pero, ¿acaso no hubo antes motivos para protestar? Ha sido hoy, en un momento como el actual, donde ya son comunes las sospechas de corrupción de los poderes constituidos, con una crisis económica como telón de fondo, cuando la ciudadanía parece haberse dado cuenta de la cruda realidad.

Un desapego creciente con los representados, una desconfianza generalizada hacía la política, un sistema político incapaz de mantener su independencia de los dictados de los mercados, las señales de que el sistema fallaba eran claras. Pero, es hoy, en los momentos actuales, donde miles de personas protestan por doquier en las calles al grito de “No nos representan”, cuando nos atrevemos a plantear la pregunta, ¿hasta qué punto no estamos ante una auténtica crisis de la democracia?

La respuesta no es sencilla. Es cierto que las encuestas muestran un apoyo mayoritario a los valores democráticos, pero no deja de ser cierto que la confianza en las instituciones, que se suponen traducen esos valores democráticos, ha sido demolida. En lenguaje de las ciencias sociales, si bien quizás no podamos hablar de una crisis de legitimidad de la democracia, caben razones para hablar de una evidente pérdida de legitimación de nuestros sistemas democráticos.

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La realidad ha ido cambiando, pero las instituciones políticas han seguido y siguen siendo básicamente las mismas que las de hace 200 años, cuando se empezaron a gestar. Pero claro, cualquier crisis económica tiene efectos políticos importantes toda vez que crea las condiciones para la aparición de nuevas formas de poder y siempre implica una reorganización del poder del Estado.

¿Qué quiero decir con esto? En primer lugar, que simple y llanamente los cambios políticos tarde o temprano tendrán que llegar. Las ineficiencias del sistema pueden terminar, si no hoy, sí más tarde, por arribar al colapso de no operar un cambio político capaz de hacer frente a las nuevas demandas y las nuevas formas de hacer política. En segundo lugar, que el protagonista de esos cambios debe ser necesariamente la ciudadanía.

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Cuando los ciudadanos ven que la política institucional hace aguas, coartada por poderes fácticos democráticamente no elegidos, que se hace desde instituciones ajenas a su control, cuando ven que los poderes legítimamente dotados para decidir no sólo se desentienden de las funciones legítimamente conferidas, sino que permanecen impasibles ante el hurto de su legítimo poder decisorio, es cuando la ciudadanía debe reclamar para sí la legitimidad originalmente cedida en el contrato constitucional. Es en estos momentos, cuando vemos que el sistema hace aguas, que las ineficiencias del sistema son cada vez mayores, cuando la ciudadanía no sólo está legitimada a protestar, sino moralmente obligada a hacerlo. Pero es también ahora y no más tarde, cuando el prestigio de la clase política ha sido demolido, cuando la ciudadanía debe demostrar ser capaz de estar a la altura de las circunstancias. 

 Notas:

[1] Entiéndase Cámara de Representantes.