Volver la mirada a Lubitsch

Image result for The Shop around the Corner, 1940. Ernst Lubitsch, director.

Tal como ocurre en otros ámbitos de nuestro diario vivir, no corren buenos tiempos para la comedia cinematográfica, especialmente en lo que a Hollywood se refiere. El proceso irreversible de banalización en los asuntos tratados, que para muchos debe marcar su punto fundacional a finales de los años setenta con fenómenos como el de Star Wars, no ha parado en las décadas que siguieron, en las que lo que predomina esencialmente es una práctica ausencia de originalidad en los guiones y la presunción de la ausencia de inteligencia por parte del público.

La semana pasada leía con deleite un artículo en The Guardian sobre la “crisis” de la comedia romántica en Hollywood en el que afirma que la ausencia de creatividad en el género durante los últimos años –y dónde no se echa en falta la misma– no se ha saldado con una bajada en la popularidad o en la comercialidad de dichas películas. Por tanto, parece que la crisis cae del lado de lo artístico cuando el cine, por sí mismo y sobre todo en el ámbito del mainstream­, es una mercancía por la que se paga un boleto y, especialmente, se hace consumición de una buena ración de pop corn y refresco.

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El problema es que en el cine clásico de Hollywood la comercialidad no estaba reñida con la calidad de los guiones y de la puesta en escena. Palidecen las comparaciones entre lo que vieron la generación de nuestros padres y de nuestros abuelos cuando eran jóvenes, viendo filmes con Clark Gable, Cary Grant, James Stewart, Jack Lemmon, Katharine Hepburn, Carole Lombard o Marilyn Monroe, mientras que las generaciones más jóvenes han ido creciendo con las débiles historias estereotipadas protagonizadas por Julia Roberts, Meg Ryan, Jennifer Aniston, Richard Gere o Tom Hanks. En el plano de la creatividad, si formulamos la pregunta sobre los principales directores del género entre los años treinta y sesenta, enseguida saldrán a la luz los nombres de maestros como Ernst Lubitsch, Preston Sturges, Frank Capra, George Cukor o Billy Wilder.

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Lo mejor de todo esto es que ninguno de los brillantes directores citados arriba eran conscientes de que su manera original y creativa de contar historias podía englobarse en términos artísticos. Ellos habían aprendido el oficio desde su juventud y sabían algo que parece haberse olvidado en los últimos años: que la creatividad y el ingenio no tienen por qué estar reñidos con la compra de boletos. Hubo que esperar a los años cincuenta para asistir a su ascenso al Olimpo de las artes, y dicho debate tuvo lugar en Francia bajo la etiqueta de politique des auteurs. Lo que los nuevos críticos –después convertidos a su vez en cineastas, como Godard o Truffaut– pretendían demostrar era que una serie de directores de Hollywood, entre ellos Hawks, Welles o Hitchcock, habían sido capaces de superar su condición primigenia de artesanos al servicio de la industria mastodóntica de los estudios para cristalizar un estilo propio que les caracterizaba una película tras otra.

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El problema de ese supuesto era que cualquier filme realizado por ellos se convertía en obra de arte pese a que fuera mediocre en otros ámbitos. Al mismo tiempo, no atendía en absoluto a los contenidos sino a la mirada y, por tanto, el establecimiento de un estilo único y personal era suficiente para quedar circunscrito a ese concepto de artista anclado en la tradición de las otras artes visuales. Esta atribución de un puñado de directores –como coordinadores del proceso de realización de un filme– a la condición de artistas sirvió como acto inaugural para la elaboración de una lista en la que en los años siguientes se fueron anotando otros nombres esenciales.

La formulación del director-autor tuvo, como es lógico, sus detractores en las décadas que siguieron, primero con los estructuralistas y más tarde con lo que se denominó la “muerte del autor”. Y pese a que los defensores del último supuesto defendían la idea de que el texto es un discurso ideológico de un sujeto enunciador hacia un sujeto receptor en lugar de la categoría autoral clásica, lo cierto es que en el imaginario general persiste la idea del director-autor dentro y fuera de Hollywood, siempre que se combinen el control o la libertad creativos frente a los requerimientos de la producción –una película de Scorsese, de Allen, de Almodóvar, de Haneke…–.

Woody Allen, director

Sin entrar en pormenores sobre el debate, pese a que resulta necesaria su enunciación, dentro del ámbito de la comedia se granjeó una reputación singular Ernst Lubitsch, que tras su llegada a Estados Unidos en 1922 contó con privilegios apenas alcanzados por otros colegas, como el final cut o montaje final de sus películas. Pese a todo, no fue hasta finales de los años treinta, y en especial tras la fundación de su propia productora –Ernst Lubitsch Productions– asociada a majorscomo MGM y Twentieth Century Fox, que consolidó lo que se denominó más tarde como Lubitsch’s touch y que influyó principalmente en su colaborador como guionista Billy Wilder.

Piedra de toque de cualquiera de sus comedias sofisticadas de los años treinta y cuarenta, es un leitmotiv que afecta tanto a la puesta en escena como al contenido de la película. No es que sea fácil explicar una fórmula como esa, principalmente porque su razón de ser se manifiesta no en lo que Lubitsch muestra, sino en lo que apenas sugiere. Son elipsis, en gran número de ocasiones vinculados a la sexualidad, que se expresan a través de alusiones o de una serie de sugerencias. De este modo, subraya algo que parece haberse perdido en la mayoría de las comedias contemporáneas: la existencia de un público inteligente y adulto que completa el mensaje.

No es que el contenido de las películas de Lubitsch sea especialmente radical, y menos aún en su condición de productos comerciales, pero lo cierto es que muchas de ellas subsumen la guerra de los sexos para establecer un discurso político en el que confluyen los límites del género y las contradicciones del discurso dominante. Lo comprobaremos aproximándonos brevemente a dos de sus más famosas películas: Ninotchka (1939) y To Be or Not To Be (1942).

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Ninotchka (Greta Garbo), cuyo personaje da nombre a la película, viaja a París para deshacer el entuerto en que se han metido tres camaradas bolcheviques mientras intentaban vender las joyas confiscadas a una duquesa rusa blanca, exiliada también en París. El elegante y desocupado novio de la duquesa, conde Léon d'Algou (Melvyn Douglas), no ha sido solo el culpable de la reconversión del trío al capitalismo, sino que también desea hacer lo mismo con la agente recién llegada. Claro que ella no está tan dispuesta a sucumbir bajo las redes del seductor, ni tan siquiera cuando él lo intenta en su primer encuentro tras llevarla a su apartamento. Justamente en esta secuencia es donde Lubitsch hace gala de su maestría, estableciendo una tensión dialéctica entre la mujer bolchevique como doblemente otro (en género y en ideología) y un conde volcado en la seducción propia del romanticismo burgués. Luego descubriremos que ella tampoco es insensible al amor o al humor, y por tanto todo será reconducido hacia el discurso dominante. Sin embargo, esta concesión a los cánones de los estudios no empañan la sensacional secuencia que les estoy comentando.

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Es medianoche. Léon d'Algou está sentado junto a Ninotchka en el suelo enmoquetado de su moderno saloncito mientras le susurra que es medianoche y que “medio París le hace el amor al otro medio”. Cinco minutos antes, ella ya ha enseñado parte de sus cartas al comentarle que el enamoramiento tan solo es una reacción química. Poco después, apartará su melena para mostrarle la nuca con la cicatriz de la herida que le produjo un lancero polaco al que ella primero besó y luego mató –aviso para el donjuán de lo que podría ocurrirle en el futuro–. Aunque al parecer todo eso no debe afectarle al casanova entrenado en las artes amatorias, pues se lanza a besarla en los labios mientras ella reposa la cabeza en el asiento del sillón. Pese a no levantar ni una ceja, queda claro que la experiencia no le desagrada porque enseguida le pide otro más. Y no contenta con ello, Ninotchka toma la iniciativa y le devuelve un beso ardiente al conde que, absorto con la cabeza sobre el asiento del sillón y prendado de la disponibilidad femenina, queda definitivamente prendido en sus propias redes.

Minutos más tarde, ella descubrirá las bondades del consumismo capitalista –la compra de un sombrero que poco antes consideraba  absurdo–, del champán y del baile a medianoche como una nueva Cenicienta. Lo que en otra película sería el mero desarrollo del lema boy meets girl, en Lubitsch se convierte en justificación para elaborar una crítica abierta del totalitarismo estalinista y, de paso, al peligro que supone en la creación de un nuevo tipo de mujer emancipada en su bolsillo y en su corazón.

Ernst Lubitsch, director

Esta actitud se vio potenciada tres años más tarde con el estreno de la que es considerada una de sus obras maestras, To Be or Not To Be. En ella, Lubitsch apostó por convertir una comedia que, en la realidad, tenía muy poca gracia: la invasión de Europa por la Alemania de Hitler, encarnada en la destrucción y toma de Polonia, y las escaramuzas de la resistencia y de los aliados para acabar con sus planes. La elección de la trama fue duramente criticada por la prensa de la época: “¿es divertido el terror en Polonia como telón de fondo, con los constantes recordatorios de una espantosa realidad? Hitler en Ruritania, sí, pero la Gestapo en Polonia, no” (Sunday Times).

Empleando las estrategias de la comedia de enredos, pues el detonante es una crisis matrimonial entre dos actores por el flirteo de la esposa con un militar de aviación polaco en los albores de la invasión nazi, Lubitsch intentaba al mismo tiempo aportar su granito de arena a la propaganda fílmica contra el nazismo del único modo que veía posible: con glamour, seda, volutas de humo y una puesta en escena basada en la tradición del vodevil, las puertas batientes, los personajes disfrazados o escondidos y el enredo amoroso.

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Son muchas las secuencias y los elementos de los que hace gala el ingenio de Lubitsch para enunciar desde la sugerencia. Pero, quizá uno de los más arriesgados tenga que ver, justamente, con la presencia de la actriz más glamourosa de la comedia sofisticada desde finales de los años treinta, Carole Lombard, la actriz (Maria Tura) que enciende todo el dispositivo de la trama.

La compañía teatral está ensayando una comedia teatral sobre la invasión alemana en Polonia. En ese momento, Maria Tura aparece en escena llevando un fantástico vestido de noche, absolutamente contrariada porque el director de escena le ha impedido que vaya así vestida para actuar en la escena que transcurre en un campo de concentración: sus aires de diva le impiden considerar lo ridículo de su actitud. Algunas secuencias más tarde, cuando toda la compañía teatral ha decidido colaborar con la resistencia empleando incluso el dispositivo de los disfraces, Maria irá ataviada con ese mismo modelo para intentar seducir al anciano profesor Siletski, colaborador de la Gestapo y, de ese modo, librarse de entrar en un campo de concentración vestida, paradójicamente, en traje de noche.

Ernst Lubitsch, director

Este juego de equívocos queda reforzado en el personaje del profesor Siletski, una materialización del mal llena de matices, lo contrario de lo que solía ser habitual al presentar la barbarie nazi. En una de sus líneas de diálogo lo deja perfectamente expresado: “[Los nazis] no somos monstruos, ¿acaso yo lo parezco?... Nos gusta cantar, bailar, las mujeres hermosas. Somos humanos e incluso, algunas veces, demasiado humanos”. Pese a ser un personaje temible en su exquisitez, tampoco es ajeno al equívoco. Éste alcanza su paroxismo en la secuencia en que el esposo de Maria, el actor Joseph Tura (Jack Benny), disfrazado como Siletski, intenta convencer al jefazo de la SS, coronel Ehrhardt (Sig Ruman), de que el cadáver que está sentado en el sillón de la habitación contigua no es el verdadero Siletski, sino el actor Tura –o sea, él mismo–, y para ello ha afeitado previamente la espesa barba a Siletski y le ha colocado otra postiza, descubriendo así la supuesta impostura.

A estas alturas nos resulta extraño que estos detalles causaran tal revuelo en ciertos sectores del público y de la crítica. Y más si una mirada oblicua es capaz de intuir el espíritu de ese festivo toque Lubitsch en algunos elementos de la amarga obra maestra de Steven Spielberg, Schindler’s List (1993). El juego de apariencias del protagonista, el modo en que convierte la salvación de sus obreros judíos en una representación teatralizada con él como director de escena, y el emotivo intercambio de las ropas exclusivas de su esposa y de sí mismo por los uniformes de trabajo de sus obreros liberados, son derivaciones hacia la tragedia que evocan la riqueza de matices de unas comedias capaces de motivar la risa y de promover la reflexión sin grandes alharacas.

Lista de imágenes:

1. The Shop around the Corner, 1940. Ernst Lubitsch, director.
2. Tom Hanks y Meg Ryan en la adaptación de la obra de Miklós László (Parfumerie) utilizada para The Shop Around the Corner (1940), You've Got Mail, 1998. Nora Ephron, directora.
3. Tony Curtis, Jack Lemmon y Marilyn Monroe en Some Like It Hot, 1959. Billy Wilder, director.
4. Masculin, féminin, 1966. Jean-Luc Godard, director.
5. Manhattan, 1979. Woody Allen, director.
6. Ninotchka llega a París: Greta Garbo y Melvyn Douglas en Ninotchka, 1939. Ernst Lubitsch, director.
7. Ninotchka, 1939. Ernst Lubitsch, director.
8. Greta Garbo y Melvyn Douglas en Ninotchka, 1939. Ernst Lubitsch, director.
9. Carole Lombard (Maria Tura) y Jack Benny (Joseph Tura, en primer plano) en un fotograma de To Be or Not To Be, 1942. Ernst Lubitsch, director.
10. Carole Lombard (Maria Tura) y el profesor Siletski (Stanley Ridges) en To Be or Not To Be, 1942. Ernst Lubitsch, director.

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