Almodóvar / La piel que habito. Un glosario

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Still promocional de La piel que habito, de Pedro Almodóvar.

Hace una semana se ha estrenado en Estados Unidos el último filme de Pedro Almodóvar, La piel que habito, y es muy posible que llegue a las pantallas puertorriqueñas en los próximos meses. La mayor parte de la crítica internacional ha coincidido en afirmar que no estamos ante uno de sus mejores filmes, pues las intenciones del autor están muy por encima del resultado final. Por ello, propongo un breve glosario para enfrentarse a su último trabajo y buscar relaciones con algunas de sus producciones anteriores.

Mercadeo. La estrategia habitual de Almodóvar, que es productor además de director y guionista, se basa en vender paulatinamente el producto a fin de crear en el público la necesidad de su consumo. El origen de La piel que habito tuvo lugar hace casi una década, cuando mencionó su fascinación por la novela en que se basa libremente (Migale, de Thierry Jonquet), y su interés por adaptarla al celuloide con Penélope Cruz y Antonio Banderas. El asunto quedó en suspenso hasta que puso en marcha la agresiva maquinaria promocional: primero se revelaron unas imágenes del rodaje y alguna pista sobre su espinoso argumento, luego la mediática presentación internacional en el festival de Cannes en 2011 y, por fin, el lanzamiento virtual de cinco clips y tres trailers distribuidos en la prensa digital y YouTube.

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El cineasta en su salsa, sobre la alfombra roja en el Festival de Cannes de 2011, donde se presentó La piel que habito.

Absurdo. El absurdo es la clave de la mayoría de las películas de Almodóvar pero no siempre es empleada con la misma habilidad. Es el causante de la acuñación del término de Almodóvar almodovariano para definir situaciones grotescas o esperpénticas en la vida real, al menos en España. El problema reside en que sus primeras producciones eran autoconscientemente absurdas gracias al material cómico, extraído literalmente de la vida real y amplificado por una mirada transgresora. En las ocasiones en que el director trabajaba la tragicomedia, su aparición servía para relajar los momentos de tensión dramática. Sus argumentos actuales están teñidos de una gravedad solemne que se transforma en absurda ante un material mal resuelto fílmicamente. Por ejemplo: la variación de géneros no bien desarrollada, tanto en Los abrazos rotos (2009) como en La piel que habito, desde un suspense gélido hasta un serial folletinesco.

Melodrama. Tradicionalmente la trayectoria argumental de las películas de Almodóvar solía desarrollarse sobre la delgada línea que separaba lo creíble de lo improbable. Pero si las historias estaban trufadas de situaciones inverosímiles por exageradas, al menos su verdad se asentaba en los sentimientos profundos y sinceros de sus personajes. Para ello intentaba seguir el sendero del melodrama clásico (con Douglas Sirk a la cabeza), que ya había trazado antes el alemán Rainer Werner Fassbinder con excelentes resultados. Así, el nudo argumental de Tacones lejanos (1991)Todo sobre mi madre (1999) o Volver (2006) podría parecer traído por los pelos si no fuera por el férreo despliegue de sentimientos melodramáticos; en estos casos, la fuerza del amor, la abnegación y la complicidad entre mujeres. El problema es que cuando aquellos mecanismos no están bien resueltos, se asientan sobre unos argumentos quebradizos y derivan en situaciones próximas al peor serial folletinesco. Ahí está para confirmarlo la presunta historia de pasión y venganza de Los abrazos rotos, más fría que un témpano de hielo. O el “horror frío” de La piel que habito, que degenera en situaciones malentendidas como cómicas por una parte del público.

Film Noir. Porque desde el principio ha habido dos Almodóvar, y no solo uno. El más sincero parecía aquél que relataba sus historias con la proximidad del vecino que te narra un chisme exagerándolo; de este modo ha urdido historias magistrales como la de un ama de casa hastiada de la vida, el amor loco de un fan desquiciado por un director, la zozobra de una mujer abandonada por su amante, el futuro imposible de un enfermero y su paciente en coma o el reencuentro de dos hijas con una madre reaparecida. Opuesta a esta cara apasionada y tragicómica, late otra más taciturna y reflexiva, distanciada y con ínfulas de auteur. La que derivó ya desde mediados de los ochenta en películas instaladas en el film noir, como Matador (1985), Carne trémula (1997) o, más recientemente, La mala educación (2004) y Los abrazos rotos. Esta variante trata de ilustrar lo más sórdido de la naturaleza humana, pero con un distanciamiento apático y un virtuosismo visual que acentúa la incapacidad de traducir empatía o catarsis.

 

Virtuosismo. La maestría en el empleo del lenguaje fílmico intenta sostener el frágil andamiaje de sus películas peor resueltas. En La piel que habito, la fotografía de José Luis Alcaine posibilita que podamos acariciar la piel de la protagonista con la mirada, la excelente partitura de Alberto Iglesias subraya los momentos de tensión, y el diseño de producción de Antxón Gómez es uno de los más bellos de toda la producción fílmica de Almodóvar. El hábil empleo de la digresión temporal en su primera mitad consigue desorientar al espectador y despertar su interés por una historia de locura, venganza, deseo y cirugía plástica que contada linealmente habría resultado inoperante. La respuesta a las preguntas iniciales, a partir del monólogo de Marilia (Marisa Paredes) y el doble flashback desde la óptica de cada uno de sus dos protagonistas (empleando el facilón recurso del sueño), acaba desvelando la verdad de una trama innecesariamente retorcida. Esto ya lo hizo con anterioridad, y con los mismos resultados, en Los abrazos rotos y en La mala educación, evidenciando en este caso la naturaleza metaficcional del relato.

Intertextualidad. Los filmes de Almodóvar hasta hace unos años, herederos siempre de las producciones underground de Andy Warhol y John Waters, solían citar a cineastas como Buñuel, Bergman, Neville, De Palma y Wilder desde el ingenio de la transgresión bizarra. A medida que ha transcurrido el tiempo, sus referencias resultan más impostadas. El autor nos presenta La piel que habito con guiños a la producción de Fritz Lang, cuando en realidad parece referirse a lo más obvio de Metrópolis. La relación entre el cirujano Robert Ledgard (un contenido Antonio Banderas) y Vera (Elena Anaya, acaso lo mejor del filme) parece una mera puesta al día de la obsesión del científico loco Rotwang por recrear a una mujer artificial ante la pérdida de su objeto de deseo, la esposa del amo de la ciudad. Esta apropiación se manifiesta visualmente en las escenas en que Vera está vestida con un fascinante traje-epidermis de Jean Paul Gaultier y cubre su rostro con una máscara de látex.

Metrópolis, de Fritz Lang.

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Los ojos sin rostro de G. Franju y La piel que habito, de Almodóvar: una relación incómoda.

HitchcockismoDerivación de la intertextualidad que se ha convertido en género en el cine contemporáneo. Lo malo en el caso de Almodóvar es que intenta potenciar el suspense tomando a Alfred Hitchcock como referente. Resulta entrañable, por cándido, pensar que basta con diseñar un thriller de raíz hitchcockiana utilizando como recurso narrativo la reconstrucción de una mujer, esto es, el personaje de Zahara/Ángel en La mala educación y de Vera en La piel que habito. También es curioso el celo exagerado con que Marilia protege a Ledgard de Vera, que tanto recuerda a Notorious. Incluso es patente el exiguo uso de la cirugía plástica y la investigación transgénica como McGuffin en el sentido del británico (es decir, la excusa argumental que solo genera la narración y resulta irrelevante para su desarrollo). Y cuando se manifiesta la verdadera razón del filme, el cumplimiento de una doble venganza, en realidad no lo enuncia sobre los principios de un melodrama sino sobre el esquematismo de un serial folletinesco sonrojante. La subtrama alrededor de la hija de Ledgard, el desenlace de la trama principal y la secuencia final (que deberían haber sido narradas in crescendo) no están, desde luego, entre lo más memorable de la producción almodovariana.

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La mujer como objeto de fascinación obsesiva para la mirada masculina: La piel que habito.

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Vertigo, Alfred Hitchcock.

Intratextualidad. Desde La mala educación, el exhibicionismo de Almodóvar al revisitar su propia filmografía es elocuente y supera la noción de estilo. La trama de esa película derivaba literalmente de una secuencia de La ley del deseo (1987). Volver comienza en el punto donde ¿Qué he hecho yo para merecer esto!! (1984) concluía (el asesinato del vil esposo por la protagonista). Los abrazos rotos incorpora una recreación mediocre de Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988)… La piel que habito es el filme que quizá incorpora un mayor abanico de autorreferencias. Cabe mencionar, entre otras, una delirante violación relacionada con Kika (1993), un demente transformado en secuestrador como en Átame (1989), una femme fatale transexual como en La mala educación, una recreación morbosa del entorno médico como en Hable con ella (2002), la aparición de un “tigre” como en Entre tinieblas (1983) o el recurso a una confesión femenina en forma de monólogo para resolver los misterios de la trama en escasos minutos como en Tacones lejanos, Todo sobre mi madre, Volver Los abrazos rotos.

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Intratextualidad visual: los objetos del deseo cambian de tamaño a voluntad. Fotograma de Hable con ella.

Intratextualidad visual: los objetos del deseo cambian de tamaño a voluntad. Fotograma de La piel que habito.

Cool-tura. El apropiacionismo de Almodóvar deriva a veces en la presentación de una obra literaria o visual de culto, pero desconocida para el gran público. Si bien puede o no estar asociada a la narración, su inclusión le sirve para visibilizar su actitud cool y así contentar a la audiencia que está en la misma onda, no exenta en ocasiones de cierto esnobismo. En Hable con ella, el filme se abría con una de las coreografías icónicas de Pina Bausch (Cafe Müller) y después revelaba en un plano detalle la cubierta del libro The Hours, de Michael Cunningham; en La flor de mi secreto, una ráfaga de viento movía las páginas de Nightwood, de Djuna Barnes. Ahora le toca el turno a Les yeux sans visage (1960, de Georges Franju), una película admirable por su horror poético, de la que parece conformarse con tomar el recurso de la máscara. A ello hay que añadir la aparición de un ejemplar de Runaway, de Alice Munro, y la mostración persistente de las esculturas de la artista Louise Bourgeois.

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L. Bourgeois: Sin título, 2005

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Fotograma de Les yeux sans visage, 1960.

Pornoplastia. La fascinación de Almodóvar por el instrumental médico, además del exhibicionismo teatral del quirófano (no en vano ambos espacios están iluminados por potentes focos), convierten a las escenas quirúrgicas “de diseño” en el verdadero motor erótico del filme. Si se hubiera centrado en esos aspectos, quizá habría logrado un hallazgo poético perdurable, por más que algunos fotogramas se aproximen más al erotismo cosmético de la serie Nip/Tuck (lo cual se ha señalado en varias críticas) que a la escabrosidad de David Cronenberg en Dead Ringers (1988). A esto hay que añadir la plasmación morbosa de la piel o su ausencia a lo largo del filme: el maniquí sobre el que Ledgard va desplegando los fragmentos de piel construida con células-madre, los excelentes collages de Juan Gatti que decoran las paredes del despacho de su oficina, los primeros planos sobre el cuerpo de Vera, la máscara de látex y los trajes-epidermis de Gaultier.

Collage de la serie Ciencias naturales, de Juan Gatti.

Imagen promocional de la serie Nip/Tuck.

Debate. Los personajes alternativos de sus películas de los ochenta fueron esenciales, y sería reprobable no reconocerlo, para darles visibilidad en la sociedad española de la transición democrática. Frente a ello, el empleo de ciertos argumentos vinculados a la actualidad más candente son guiños autocomplacientes similares a los de su inter/intratextualidad. La pederastia en La mala educación y la investigación transgénica o el empleo de células-madre en La piel que habito se antojan como un intento de hacernos ver que está atento a la temperatura de la actualidad, revelar su habilidad para incorporarlas como material dramático y asociarlas a un comentario crítico. Sin embargo, su plasmación las convierte en simples anécdotas incluidas dentro de un thriller, que a su vez está inmerso en un melodrama encerrado en un serial folletinesco. Demasiado esfuerzo en abrir las muñecas rusas para comprobar que la última tan solo contiene el vacío.

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