Violencia y estética del territorio

foto

Durante las décadas de los 1950 y 1960 se puso en boga un modelo de rescate de los centros urbanos en Estados Unidos conocido como el urban renewal. El mismo planteaba un esquema de redesarrollo y renovación por medio de la creación de nuevos proyectos que incluían nuevas sedes gubernamentales, inserciones residenciales y comerciales e infraestructuras de movilidad. La premisa intentaba contrarrestar el abandono de estos sectores a partir de la huida masiva a los suburbios de la nueva clase media norteamericana. En su lugar, minorías —principalmente afroamericanas— se habían trasladado, y ahora removido, de lo que se conoció peyorativamente como los guetos urbanos o el inner city. 

El desplazamiento y la expropiación de los moradores en estos sectores se posibilitaba por medio de las estrategias de redlining —el delimitar zonas particulares de una ciudad para su  reformulación y reconstrucción—, y la nueva capacidad del Estado de determinar, bajo unas premisas muy inespecíficas, si un sector estaba en estado de detrimento o no. Esto lo que provocó fue el desate de unas estrategias de violencia dirigidas al territorio —a partir de demoliciones masivas e implantaciones de modelos urbanos ajenos y nuevos— que luego se transformaron en violencia hacia los sujetos que de allí se removieron. Y es que fácilmente olvidamos las coyunturas que existen entre la comprensión y manejo del territorio y nuestros entendimientos del cuerpo.

foto

No tardó mucho para que esas violencias hacia el entorno provocaran toda una reacción por parte de los cuerpos que habían sido afectados por esas intervenciones hostiles hacia el paisaje. Protestas y motines empezaron a surgir por todos esos sectores; una de muchas acciones que luego provocaría la discusión y promoción de los derechos civiles y la consecuente aprobación de ese cuerpo de ley por parte del Congreso de los Estados Unidos en el 1964.

En la actualidad, la discusión de la violencia espacial en Puerto Rico tiende a ignorarse a favor de la violencia entre los cuerpos. La violencia corporal —formulada bajo la amenaza del asesinato o el robo— tiende a ser más evidente en sus múltiples representaciones que en los actos delictivos hacia el sujeto. Se recrean y se repiten con los: “ten cuidado en la calle”, “te enteraste lo que le pasó a fulanito”, y los relatos de violencia que se propagan en las redes sociales: “no le toques bocina al carro de al frente si se para con la luz verde” o “no le pongas las luces largas al carro que venga apagado de noche”. Estas son declaraciones que todas aluden al acto violento —nos rodea constantemente— sin necesariamente tener que presenciarlo; ocupa nuestro cuerpo como una representación de hostilidad y miedo hacia la ciudad.

Si la comprensión del territorio es un reflejo directo del entendimiento de nuestro cuerpo; las intervenciones, transformaciones y rituales de higiene, aseo y belleza, que realizamos sobre la piel, se van a inevitablemente transferir a las superficies de nuestros entornos inmediatos. Añoramos esa misma limpieza y el acicalo de nuestros cuerpos en la ordenación de nuestro ambiente construido. El paisajismo y la pintura recién puesta en nuestras residencias, y en las urbanizaciones que las contienen, es solo un indicio de eso.

foto

En gran medida, nuestro ámbito doméstico es una extensión de ese cuerpo que lo habita. Nos proyectamos hacia y con él. Sin embargo, tendemos a repetir dos tipos de prácticas de la mano con ese proceso. La primera, cuando proyectamos esa misma lectura doméstica hacia los espacios de la urbe —donde no necesariamente aplica ni amerita—, añorando límites físicos claros, seguridad, cobijo y la estética y la escala de lo hogareño. Lo que nos hace sentir warm and fuzzy, o la ansiedad por remover el miedo de los cuerpos que habitan el territorio.

El segundo caso, es aquel en que nos desasociamos de ese contexto público; lo sentimos ajeno a nosotros y a nuestras prácticas dentro de la urbe. Con los procesos de acelerada transformación del territorio, a partir de un modelo expedito de modernización, la relación  más común que tenemos con la ciudad, es que no nos pertenece. El hecho de que la mayoría de los encuentros en la urbe se hacen desde el carro, o detrás de una vitrina, habla del aislamiento y de la escala de lo individual que se emplea para posicionarse a nuestros espacios de convivencia. Nos reconocemos como sujetos al separarnos de ese contexto engendrado por otro.

foto

De más está decir que la amenaza más grande a ese distanciamiento se da cuando la violencia corporal invade ese territorio compacto de lo personal: la extensión inmediata de nuestro cuerpo en el territorio; construida con y por el miedo. Ocurre con los tiroteos recientes en plena autopista —la infraestructura que posibilita la movilidad de ese cuerpo individual—, en los escalamientos en ascenso en las urbanizaciones privadas o en los tiroteos en pleno centro comercial —el espacio público contenido, predecible y seguro—.

Todo lo que queda fuera de este ámbito inmediato es un territorio que no nos pertenece, pero en el que tenemos que demostrar nuestro dominio hacia él, con actos deliberadamente agresivos. La manera de concebir el urbanismo en Puerto Rico siempre se ha suscitado a partir de un suceso violento. El derribo de las murallas a la entrada del Viejo San Juan para posibilitar la expansión del casco histórico, es ejemplo de esto. Y la formulación de Puerto Nuevo —con las residencias unifamiliares, los puertos y el vertedero municipal—suplantó lo que alguna vez fue una de las ciénagas más importantes y diversas del Caribe. El montículo de basura ahora cubierto con un tapiz verde, un driving range y un anuncio de Coca-Cola, son un gran disimulo de la agresión ambiental que ocurrió. Este es el acto más violento hacia el territorio; el que disfraza e intenta estetizar la acción agresiva.

foto

Es por eso que la estética se tiene que entender como un acto deliberadamente político. En parte eso ha quedado evidenciado con el movimiento Occupy en los Estados Unidos, en el que la razón primordial para la remoción de los cuerpos del espacio público ha sido por razones de salubridad: una ideología que se materializa y se implanta a partir de la estética de los espacios abiertos y limpios. Sólo hay que recordar que, muy al principio, se trató de tildar de violentos a los ocupantes —sin mucho éxito— como justificación para su remoción. Al no funcionar, se argumentó por la violencia que esos ocupantes proporcionaban al entorno; encarnada como una amenaza a esa estética de la pureza. Librarse de esos cuerpos era liberar al territorio de la ocupación de la fealdad.

En Puerto Rico, este gobierno de turno, consciente de las políticas de la estética, ha desatado toda una maniobra sobre la urbe que estetiza los actos violentos dirigidos hacia el territorio. Demoler las Gladiolas, por ejemplo, fue desaparecer de súbito esas estructuras por medio de un evento de agresión, que removió simbólica y físicamente los cuerpos de sus moradores. Fue la espectacularización de la violencia hacia el edificio; para liberarse de los cuerpos despreciados por considerarse violentos. Nos expurgamos de ellos a partir de la limpieza de los escombros que allí quedaron. En este caso, igual de importante fue la purificación y la desaparición de la operación hostil, que el acto de demolición mismo.

foto

Por otro lado, se ha obviado que las controversias recientes hacia la legalidad o constitucionalidad de algunas de las decisiones de las altas esferas de poder en este País tienen una implicación sobre la estética del territorio. Ya sea en el Capitolio o el Tribunal Supremo, ambos han acompañado su pose de potestad con unas operaciones estéticas en las inmediaciones físicas de sus respectivas sedes. Sin entrar en las cualidades o virtudes de diseño de una u otra, la nueva ala de la Biblioteca del Tribunal Supremo y la nueva plaza frente al Capitolio, replantean estéticamente sus entornos; intervenir en este caso, es apropiar y colonizar.

foto

Al parecer, mientras más reformulaciones del espacio ocurran, más maniobras y ejercicios de control sobre los cuerpos se realizarán. Se replica el mismo fenómeno y la extrapolación de la que hablábamos anteriormente —demarcando y extendiendo al territorio el entendimiento sobre los cuerpos; en este caso, el del agresor-déspota al que no se le puede cuestionar sus decisiones con el territorio, mucho menos con los cuerpos que regula. El enternecer las leyes y protecciones asociadas al crimen de odio y al maltrato de la mujer, y la agresión dirigida a manifestantes en las escalinatas del Capitolio, son sólo algunos de los indicadores de este afligido porvenir.

foto

Es por eso que cualquier tipo de intervención en las inmediaciones de La Fortaleza sería hacer a su morador cómplice de esas maniobras de agresión. Eso ni se considera. Separarse de la estética de la violencia, al igual que Poncio Pilato, requiere que uno se lave las manos constante y vigorosamente.

Estetizar es disimular, y sin ese disimulo del acto violento, se desata la reacción de los cuerpos infligidos. Al igual que con las víctimas del urban renewal, esa otra violencia es la que intenta transformar y replantear el modo en que nos pensamos a nosotros y a los entornos en los que coexistimos.

foto

Sin embargo, en las esferas de poder, hay consciencia de que la otra violencia —aquella de los tiroteos y los asesinatos— es necesaria para suplantar esa respuesta de agresión reveladora y reaccionaria. En vez, nuestra relación con el territorio se conjuga con representaciones del miedo y de supuesta seguridad entre los cuerpos.

Al parecer, la exploración de un lenguaje intrépido es un imperativo estético y ético para estos tiempos.