“Some celestial event.
No--no words. No words to describe it.
Poetry! They should've sent a poet.
So beautiful. So beautiful... I had no idea.”
– Ellie Arroway (Contact, 1997)
Dos científicos, Andre Geim y Konstantin Novoselov, se ganaron el premio Nóbel en ciencias físicas, en el año 2010, por descubrir una estructura bi-dimensional, del grosor de un átomo, con propiedades cuánticas, capaz de cambiar–para siempre–lo que se entiende por comunicaciones y tecnologías energéticas. Esta estructura se conoce como el graphene: una alotropía del carbón, a partir de teselados hexagonales. En otras palabras, el graphene es la unidad básica de un cristal de grafito. Muchísimas hojas de esta recién descubierta estructura, unas encima de otras, forman el grafito–una de las formas básicas del carbón (los diamantes también caen dentro de este grupo de estructuras derivadas del carbón, que también es el cuarto elemento más común en el universo).
¿Por qué estoy hablando del graphene en una revista digital de crítica sociocultural?
Además de que me creo que escribo, y todavía no puedo evitar una referencia a la escritura en muchos de mis textos, no deja de sorprenderme que estas palabras estuvieran en una hoja de papel, hecha a partir de carbohidratos; y éstas–antes de su transmutación digital–eran signos marcados con un lápiz #2. La punta de un lápiz está hecha de grafito; y el grafito de graphene. Cabe mencionar que quien escribe–y, por supuesto, usted que me lee–es un organismo a base de carbón. Por esto hablo del graphene.
¿Todo este derroche de geekería fetichista al carbón cabe en Cruce?
Tomé el ejemplo del graphene en la introducción de este escrito, pero pude haber hablado de un planeta diamantino, de la primera evidencia de agua líquida en la superficie marciana, vía Curiosity, de exoplanetas candidatos a albergar vida; en fin, los últimos dos o tres años ofrecen una amplia variedad de descubrimientos científicos, con el potencial de cambiar paradigmas en todos los campos del saber. A estos descubrimientos se les pueden sumar los siguientes: computación cuántica–la contemporánea puede dejar de ser binaria en las próximas décadas; desarrollo de combustibles que faciliten la exploración interplanetaria, por lo tanto, la posibilidad de descubrir vida extraterrestre puede ser vista como una probabilidad; combustibles alternativos a los fósiles (aquí, aquí y aquí), entre otros hallazgos que tienen igual importancia, pero no caben en este escrito (dicho esto, si hay un espacio en donde caben diálogos interdisciplinarios, es aquí, en Cruce).
Estos saltos técnico-científicos–que pueden ser determinantes para la experiencia humana del siglo XXI–no se pueden dar en un contexto vacío de saber interdisciplinario, un contexto que fetichiza la especialización en función de la eficacia tecnocrática. Comenzamos el siglo XXI con serios problemas de envergadura global, por lo tanto, es menester hacerse las siguientes preguntas: ¿Será posible que los problemas más apremiantes de la actualidad evadan un abordaje ético y crítico? ¿Dejaremos que se tomen decisiones en cuanto a la biotecnología, sin examinar perspectivas humanísticas? ¿Seguiremos educando médicos que no sepan quien fue Hipócrates? ¿Seguiremos mandando a la calle artistas que no saben que si en el Hemisferio Norte es invierno, en el Sur es verano? ¿Seguiremos prendiéndole velas a la todopoderosa neurociencia (aquí), sin dejarle saber a los maestros que existió alguien como Carl Sagan?
Según el novelista estadounidense C.P. Snow–quien publicó un libro llamado The Two Cultures en el año 1959–el siglo XX, lamentablemente, vio una vorágine de desarrollo científico sin la perspectiva humanística, y viceversa. Snow afirma que en su época existió una brecha entre intelectuales literarios y científicos–de hecho, al pensador le parecía absurdo que personas como Albert Einstein, Werner Heisenberg, Edwin Hubble, entre otros, estuvieran excluidos de la definición de “intelectuales”, ofrecida por los hombres de letras (“men of letters”). La respuesta a la lamentable brecha entre las dos culturas, quedó expuesta en la formulación de una tercera: por ejemplo, el científico que lee a Shakespeare; o el literario que pueda mencionar la segunda ley de la termodinámica. Es decir, lo que propuso Snow fue nada menos que la idea de pensar mejor, pensar bien a la luz de adelantos científicos sin precedentes.
Snow le tenía el pulso al mundo de la posguerra, la actualidad después del Sputnik. El desarrollo del quehacer científico en los Estados Unidos se aceleró significativamente–y con estos cambios, también el sistema educativo se alineó al zeitgeist. Ante estos cambios, que acarrearon nuevos retos epistemológicos, entonces se planteó como necesaria la re-formulación del intelectual, una nueva forma de abordar tópicos que, a mediano y largo plazo, contribuirán a modular la experiencia humana. El siguiente fragmento–por John Brockman de la publicación digital Edge–abunda sobre la filosofía de Snow:
“The emergence of the third culture introduces new modes of intellectual discourse and reaffirms the preeminence of America in the realm of important ideas. Throughout history, intellectual life has been marked by the fact that only a small number of people have done the serious thinking for everybody else. What we are witnessing is a passing of the torch from one group of thinkers, the traditional literary intellectuals, to a new group, the intellectuals of the emerging third culture.” [John Brockman, 1991]
¿Hay respuestas favorables a las preguntas antes mencionadas?
¿El siglo XXI ha visto los frutos de la cosecha de una tercera cultura?
La brecha entre las dos culturas no es sostenible. Pese a la publicación de The Two Cultures, en el 1959, y la de The Two Cultures: A Second Look, en el 1963, los cambios a favor del cierre de la brecha eran inminentes, especialmente si se tiene en consideración los dinámicos cambios en las ciencias informáticas. Y es que ya es perceptible una juxtaposición, sin jerarquías, entre campos del saber. Ya hemos tenido entre nosotros a pensadores emblemáticos de la tercera cultura; entre ellos, el apologista más noble de la popularización de las ciencias: Carl Sagan. Y aun cuando TED Talks enfrenta críticas válidas que giran en torno a un mercado-espectáculo de ideas, también es un signo contemporáneo que ha abonado a una incipiente tercera cultura. Por último, el acceso a herramientas como motores de búsqueda, Wikipedia, journals digitales, entre otros, provee la oportunidad para que el civil contemporáneo, mediante la gestión autodidacta, pueda insertarse en variados discursos académicos.
Si se lee cierto optimismo de mi parte en este texto, sépase que es limitado y cauteloso. Aun le queda mucho por desarrollar a la tercera cultura; pues todavía lo interdisciplinario no es el pan nuestro de cada día en contextos como El Capitolio, o el análisis popular de la situación política en Puerto Rico. Es considerado como normal y permitido que un legislador sepa menos de ciencias que un estudiante de séptimo grado; que quienes gobiernan este país sean, casi exclusivamente, abogados; o que un maestro de ciencias no enseñe a escribir, o que no use referencias literarias; que un maestro de literatura no considere la ciencia ficción como parte importante de su currículo.
Del cruce óptimo de ideas y campos del saber depende el pensar bien. Si en los próximos 100 años logramos tener contacto con alguna civilización inteligente–posiblemente, el evento más importante en la historia de la humanidad–, será gracias a la ciencia. Pero, ¿entonces para qué? ¿De qué vale que podamos tener contacto con una civilización extraterrestre, sin tener en mente la perspectiva que nos da la historia, la poética de una épica? Si tenemos contacto, me gustaría pensar que las posibilidades auténticas de diplomacia, o de entender dicha civilización extraterrestre, sean vía el legado plural de la humanidad–triunfos tanto en las ciencias como en las humanidades. Que el embajador de la humanidad, en esta situación, sea un pensador de la tercera cultura; alguien que valore un verso, un neutrino, un cloroplasto, un fractal, un Modigliani, o una flor.