“[L]a puertorriqueñidad se ha constituido en dispositivo domesticador del consenso social".
-Carlos Pabón
El título debe sugerir que voy a hablar de la genial campaña penepé: “Ser puertorriqueño es….” Hago mención de lo genial con partes iguales de ironía y admiración. De todos los mensajes que forman parte de esta gesta publicitaria, el más interesante es el de “Ser puertorriqueño es no criticar”.[1] O sea, ser puertorriqueño es obedecer, permitir, olvidar, dejar pasar, callar, dorar la píldora... En estos días visité la página del Partido Nuevo Progresista (PNP); curiosamente, ya no se encuentra el mencionado aforismo, aparece “Ser puertorriqueño es hacer, no criticar”. (Dos o tres días después de este cambio, la campaña tomó un nuevo giro; inclusive, ahora se hace referencia al slogan de “Echar pa’ lante” del Banco Popular de Puerto Rico. La nueva iteración es igual de binaria: “Puerto Rico quiere…” en azul, lo que no quiere, o sea lo malo, en rojo).
Quienes diseñaron la campaña conocen muy bien los efectos de las armas de distracción masiva –medios como el shopper más leído de Puerto Rico, paladín de la información, El Nuevo Día; y su simpático sidekick, y el comic relief que habla como nosotros: Primera Hora. De hecho, El Nuevo Día también tiene una campaña similar, en la cual se sugieren como una publicación periodística de excelencia, comprometida con el pueblo y sus "valores". Entonces –y según la escala de valores que ha hecho posible la redacción de dichos aforismos neonacionalistas– la terrible hydra mediática Ferré-Rangel es puertorriqueña; el complemento perfecto a esta campaña que invade espacios físicos o virtuales. Tampoco puedo olvidar El Vocero; sus páginas nos invitan a conocer el pene más grande de la historia, a la vez que relatan la violación de una yegua.
Los arquitectos de la campaña publicitaria conocen muy bien el contexto y la psiquis boricua –they’re on to something; pues es verdad, la crítica, el discernimiento, el juicio, a juzgar por cómo consumimos información, no parecen ser atributos contemporáneos.
Es imposible ignorar el hecho de que han capitalizado, hábilmente, en las posibilidades mercantiles de un discurso vacío de subversión, pero muy maleable y plástico –estas propiedades ameritan una mirada crítica, especialmente cuando la crítica es condenada. La obscena publicidad –teñida de un simplista moralismo político partidista– prescribe si eres o no eres. “Ser” depende de una prescripción de identidad que han trazado quienes pueden, quienes usan las agencias de publicitarias como instrumentos que median una velada violencia –vía el lenguaje. Dicho esto, la pregunta obligada es: ¿qué es un puertorriqueño? La campaña sugiere que “puertorriqueño” deba estar alineado a lo positivo -claro está, lo positivo es en función a la mogolla ideológica, cada vez más fundamentalista, del Partido Nuevo Progresista. “Puertorriqueño” al parecer es, según esta campaña del penepé, un concepto que pide homogeneización, normatividad; es problemático –messy– entender “puertorriqueño” como algo poliédrico.[2]
En estos meses de año eleccionario, es inevitable encontrar kipple politiquero e ideológico en todas partes. “Ser puertorriqueño es…” es parte de mi cotidiano comute al trabajo, por lo tanto, creo que pediré a gritos una lobotomía antes de que llegue noviembre. Y es que después de degustar un poco de vómito en mi boca –reacción psicosomática al leer los billboards en la calle–, veo la fea cara de la campaña: “Ser puertorriqueño es no ser homosexual”; “Ser puertorriqueño es no ser ateo”… ser puertorriqueño es validar los valores fortuñistas, valores que son “tuyos” aunque no los quieras. No hace falta invertir muchas energías en una rigurosa exégesis para entender el mensaje: "ser puertorriqueño" = good; si no quieres ser puertorriqueño, entonces eres bad; bad dog…
¿Nos van a meter con El Nuevo Día –enrrolla'o– por la cabeza? ¿Acaso ya somos objeto de algún perverso experimento neo-pavolviano, donde las estrategias de publicidad son la campanita; el vacuo gesto democrático en las urnas, la saliva? Dicho esto, “Ser puertorriqueño es no criticar” o “Ser puertorriqueño es hacer, no criticar” –escritos en un billboard– me recuerdan la película They Live(Carpenter, 1988). La ochentosa pieza –tan subversiva como kitsch y protagonizada por Roddy Piper– es una adaptación del breve cuento Eight O’Clock in the Morning (Ray Nelson, 1963).
El protagonista de They live se encuentra metido en un entorno kafkaesco, pues descubre una atroz realidad: extraterrestres sapientes tienen el control de todo (corporaciones, bancos, gobiernos). Según la película, la lucha de clases siempre ha sido una guerra interespecie. ¿Cómo se descubre la realidad? El héroe dispone de unas gafas que le permiten ver a través del velo que usan los aliens para esconder lo que son. Las gafas como una metáfora para la crítica, para el discernimiento o el juicio. Roddy Piper descubre que los yuppies que caminan por la calle son grotescas figuras –sus caras no tienen piel. También descubre, en una de las escenas más memorables del filme, que los letreros de publicidad esconden mensajes subliminales. Uno de ellos revela la palabra OBEY[3].
Por lo menos los extraterrestres en They Live tienen la decencia de lubricar su asalto discursivo con lo subliminal. La campaña política del penepé es explícita en su violencia, pero su reclamo es esencialmente el mismo: quieren que obedezcamos. Aprovechan la estratégica ubicación de los anuncios que bordean las carreteras. Esta prescripción de la puertorriqueñidad es parte de un shuffle publicitario que incluye imágenes de hamburguers, zapatos, banales aspiraciones académicas, entre otros anuncios que forman parte de una continua y perpetua procesión mediática –pop ups ontológicos.
No ha sido la primera vez –tampoco será la última– que lo puertorriqueño se vincula a lo bueno, lo moralmente rentable, en fin, el trazado de cómo las cosas deben ser. Todo el espectro ideológico, en diversos momentos significativos de nuestra historia reciente, se ha apropiado de lo que constituye lo puertorriqueño; se ha dispuesto de ello como un vehículo para la normatividad. Como afirma Carlos Pabón en su ensayo El consenso nacional o la era de los good feelings, "la puertorriqueñidad se vende". Si en algún momento se usó (o se usa) para vender Medalla, camisas de Old Navy, la Humortivación de Silverio Pérez; el penepé dispone de ella para vender un código moral utilitario y simplista –un código totalizador, envuelto con la sagrada monoestrellada.
Notas:
[1] Para los efectos de este escrito, me refiero a crítica en su carácter etimológico –derivada del griego krínô; que se refiere a juicio o discernimiento. En otras palabras, la pieza gira en torno a la lectura literal que le di al afiche publicitario: “Ser puertorriqueño es no juzgar, no discernir”.
[2] La siguiente cita, tomada de un pasaje del ensayo El consenso nacional o la era de los good feelings, de Carlos Pabón, apunta a que la estrategia de usar la nación con fines homogeneizadores no es exclusiva del penepé. Cabe señalar que el fragmento es parte de un breve relato, con matices fantásticos: "La noche de su victoria electoral, la gobernadora electa Sila María Calderón, luego de agradecerle a Dios su victoria, proclamó que "Había triunfado la Verdad, el consenso y la puertorriqueñidad".
[3] El artista Shepard Fairey, autor del afiche de Barack Obama, utilizado en su campaña del 2008, saltó a la fama por André The Giant Has a Posse – inspirado por la película aquí mencionada.
Lista de referencias:
Carlos Pabón, Nación Postmortem: Ensayos sobre los tiempos de la insoportable ambigüedad. San Juan: Ediciones Callejón, 2003.