Consumo, tecnología y ego: una trinidad alternativa

La precariedad que narra el estado de mi computadora de seguro haría llorar a cualquiera. Tengo una muy justificada razón para ir a Best Buy. Me hace falta una computadora nueva, la que tengo no sirve: no tiene audio, ni wi-fi, anda pletórica de malwares y carente de pantalla; le tengo puesto al puerto serial un monitor con una perpetua línea blanca en el mismo medio. Llevo con esta laptop desde el 2006.

El reintegro llegó y ahora puedo comprar una nueva. Decidí entrar a esta tremenda edificación, erigida cerca de otra heterotopía, ya en ruinas: Plaza Acuática. Entrar a Best Buy es encontrarte con una iterativa procesión de tecnología que hace salivar a cualquier fanboytecnófilo; se derrochan hipertextos audiovisuales, sin parar, por horas; cada pantalla, no importa su tamaño, es un oráculo. Me es imposible no participar en este festival fetichista, un festival que también remite a lo sexual y cultual.

 Vi a Beyoncé—en un televisor de más de cincuenta pulgadas—a una resolución que la hacía ver como una amazona numinosa. Encuentras eye and ear candy por todas partes; lo mismo que se busca en un templo, una cueva, un jardín, un sauna, un Playstation 3, mirando un mandala, etc. Los cuadros con íconos judeo-cristianos se reemplazaron con  pantallas LCD de alta resolución; las imágenes del templo ahora tienen más colores, los sonidos más fidelidad; ahora los coros son bocinas Bose; yo soy el sacerdote; y el fetiche contemporáneo con la tecnología es Dios (o uno de ellos, creo que el politeísmo está teniendo un revival).

Para muchos, la experiencia de ir a Best Buy pudiera ser análoga a la de un campesino, en una iglesia rusa de la primera mitad del s. XV, pintada por Andrei Rublev. Las imágenes en estos templos generaban pavor religioso en los prosélitos; pues la idea de lo terrible—hecho que funciona como motor en la idea de lo sagrado—era parte de la cotidianidad medieval. Sin embargo, hoy día lo terrible ha perdido hegemonía frente al epic factor; éste es más fácil de reproducir, es vomitado por medios mucho más dinámicos que libros, exquisitos íconos, estatuas, frescos, etc.

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En este inmenso domicilio del fetiche híper - tecnológico, lo audiovisual es amplificado, casi violento. Todos queremos reproducir lo épico en nuestras casas, por lo tanto, vamos a querer comprar, muchas veces sin poder. El fetiche al dinero—o al ego, ya que el anverso de cualquier moneda es nuestro yo: la cara verdaderamente importante—es uno de los pilares de este enorme templo, en donde se nos permite ser politeístas; también podemos gravitar al monoteísmo que ha hecho posibles "íconos" que no encuentran nada malo con invitar mercaderes al templo… Sí, en este templo Steve Jobs tiene un altar; pero también lo tienen Google, Sony, Samsung, etc.

Lo religioso es algo que veo en mucho de lo que se refiere a la actualidad. Lo he visto representado por fundamentalismos islámicos y judeo-cristianos (antisemstismos islámicos y cristianos, sionismo, etc.); también lo empiezo a notar en muchas actitudes que giran en torno a lo 'green'. En el contexto globalizado también existe un culto, o, mejor dicho: una religión de la individualidad.

Ejemplo de esto es la relación que tenemos con nuestros celulares: caminamos como monjes por las calles, como si estuviéramos rezando; agarrando nuestros smartphones; pero realmente estamos usando nuestros pulgares opositores—hito de la evolución humana—para estar inmersos en Twitter, Facebook, Instagram, Google +, Get Glue, Blogger, etc….buscando reconocimiento y validación de nuestro ser en grotescas simulaciones de lo social; pero lo que encontramos es alienación (y esto es así para los que nos damos cuenta, aunque sigamos en nuestro claustro virtual de preferencia).

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A todo este contexto contemporáneo se adhiere la muerte de Steve Jobs; le pusieron su cara como la mordida de la icónica manzana. El impacto fue algo parecido a lo que experimenté con la muerte de Michael Jackson, pero no duró muchas horas. La vorágine informática desinfla cualquier evento significativo con la misma intensidad que lo exacerba. Ya no es raro o excepcional un ‘cristo’; tampoco  es necesaria la gestación, por siglos, de un evangelio con intenciones universalistas; los algoritmos recursivos y autómatas son nuevos apóstoles que reducen significativamente las exigencias para alcanzar la trascendencia.

Creo que vi los primeros chistes que se hicieron de la muerte de Steve Jobs, en Puerto Rico, por Twitter. Muchos de estos a Jobs jangueando en el cielo, o, inclusive, como el mismo diablo. Los memes en torno a la muerte de este “Lex Luthor de nuestro planeta”* han sido exquisitos.

En estos espacios contemporáneos (Best Buy, Apple Store, Modernica, etc.)—donde damos rienda suelta a nuestras binarias (tecnología/dinero) o trípticas (tecnología/dinero/yo) pulsiones fetichistas—en estos días adquieren el sabor de un campo de batalla. Vemos diferentes tipos de prosélitos tecnológicos, en diferentes estaciones de la tienda, visualizando qué equipos pueden reproducir su hiperrealidad de predilección: un partido de fútbol, una película, un juego de video, una aplicación, etc. La decisión que se toma en cuanto a la compra, es una inversión a corto plazo que puede abonar al estatus social (o su simulación); éste es directamente proporcional a las dimensiones del televisor comprado, aunque sea para ver Puerto Rico Idol o La Comay.

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Como ocurre con toda expresión religiosa, ya sea convencional o la que aquí se sugiere, existen signos que demarcan la viabilidad social de un sujeto en un contexto social dado – estos pueden ser rosarios, espadas, tatuajes, piezas de ropa, colores, peinados, etc. Dicho esto, no me sorprendería leer en algún futuro no muy lejano sobre  un caso—en algún colegio o escuela pública de la Isla—en el cual dos adolescentes se enreden a pelear; porque uno es Apple y el otro es Google… entonces los apóstatas no serán exclusivos de las religiones convencionales. Creo que este es el ingrediente que falta para hacer de nuestra experiencia contemporánea con la tecnología una verdaderamente religiosa. 

Notas:

*Marlo D. Cruz-Pagán

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