“Nadie es lo que parece,
y cuando llega el momento de quitar los velos
uno nunca sabe si ha visto quitar el último de ellos”.
—Ernest Gellner1
No es un verano como otros. Además del calor sofocante sentido en julio —que, según los expertos en el tema, es el mayor de la historia climatológica— y de los vaivenes propios de un año electoral tanto en Puerto Rico como en los Estados Unidos, agosto fue tiempo de Olimpiadas. Río 2016 logró reunir a atletas, técnicos, turistas deportivos, periodistas, etc., de los diversos puntos cardinales del planeta. Más allá del despliegue colorido de la inauguración y la clausura, los eventos, las medallas logradas por los atletas, el nacionalismo deportivo que resurge y la efervescencia propia de la fanaticada, hay ángulos de imaginarios culturales que convocan a la reflexión.
Probablemente, en el deporte de nivel internacional tenemos un espacio cultural híbrido donde los imaginarios tradicionales se desdibujan dando paso a la diversidad como práctica que rebasa las fronteras políticas. Cada cuatro años confluyen ciudadanos de diversos países, muchos con más de un pasaporte, en determinada ciudad previamente elegida, en representación de algún país para participar en la cita anhelada. La diversidad no está ejemplificada por las nacionalidades que en las pistas, canchas, piscinas o los estadios son representados por los atletas, sino, precisamente, por la hibridez cultural que subyace a sus vivencias cotidianas. Haber nacido en un país, de madre y padre de patrias distintas, pero crecer en otra cultura, tal vez por ser parte de una diáspora, de exilio voluntario u obligatorio, o porque se opta por desarrollar su disciplina deportiva en un lugar que propicia las oportunidades necesarias.
Las llamadas naciones naturales parecen desmitificarse frente a la reinvención de identidades a partir de otras categorías culturales. Contenidos o significados no étnicos sustituyen el trazado nacional diseñado como definición de los contornos de la identidad. Un nosotros de nuevo cuño aparece descifrado por personas de diversas experiencias y perspectivas, para quienes la pertenencia política a determinado Estado no agota lo heterogéneo de cada grupo humano porque en el interior de ese artificio social también resisten las identidades.
Río 2016 no estuvo libre de controversias con respecto a quién representa o debe representar a un país en el deporte. Es harto conocido el cuestionamiento de la tenista puertorriqueña Beatriz “Gigi” Fernández porque el luchador Jaime Yusept Espinal Fajardo, nacido en República Dominicana, de padres dominicanos, criado en Puerto Rico, país al que representa internacionalmente, haya sido escogido como abanderado de la delegación que representó a la Isla. Opino que esa contienda está zanjada a la luz del paisaje multicultural olímpico. El lugar de nacimiento, el constructo cultural, la ciudadanía y la representación deportiva son piezas para un mismo retrato de identidades construidas por Espinal Fajardo. Así podemos afirmar también de la Tenista.
En Río brilló con oro la gimnasta artística puertorriqueña Laurie Hernández, nacida en Estados Unidos, hija de padres puertorriqueños y miembro del equipo estadounidense. Mientras que la velocista Jasmine Quinn Camacho, de ascendencia boricua, pese a que jamás había pisado el suelo isleño ni habla español, optó por integrar el equipo del país donde su madre nació. La campeona de salto triple Caterine Ibargüen, colombiana residente en Puerto Rico, desarrollada en la Universidad Metropolitana (UMET), campeona de la Liga Atlética Interuniversitaria (LAI), nos enorgullece con su triunfo de oro para Colombia. Solo menciono varios casos por analogía directa, pero hay otros tantos en las distintas delegaciones.
Ser parte o pertenecer a una jurisdicción política y/o nacionalidad no define del todo lo que somos, estamos siendo o representamos. Si bien las identidades culturales confieren sentidos de pertenencias grupales, y las socio-políticas los garantizan, la apertura hacia la diversidad promueve la ruptura de los etnocentrismos, cuyas expresiones excluyentes son inherentes a los nacionalismos de corte chauvinista, autoritario y xenófobo.
Para el sociólogo Zigmunt Bauman2, las identidades político-culturales aseguran su continuidad mediante la capacidad de cambio y no aferrarse a los contenidos establecidos de una vez y para siempre. Para él, la cultura es simultáneamente fábrica y refugio de la identidad. Culturalmente somos invenciones de ideales erigidos con la expectativa de lo que debe ser, relatos propuestos susceptibles a reinterpretaciones.
Río 2016 culminó, no así las vivencias de quienes allí ejercieron su representaciones deportivas y culturales ni los debates entreverados por la cultura, la identidad y la política.
Notas:
[1] Ernest Gellner, Cultura, identidad y política. (Barcelona: Gedisa Editorial, 2002), 13.
[2] Zigmunt Bauman, La cultura como praxis. Barcelona: Paidós, 2002.
Lista de imágenes:
1-3. Eduardo Kobra, Bulevar Olímpico-Río 2016