El más reciente drama del director Steven Soderbergh comienza con una estupenda toma aérea de un sector de Nueva York que nos acerca cada vez más a la ventana de un edificio enorme. Sabemos que en esa colmena habita la gente anónima que le da a la ciudad sus logros y sinsabores, que la hace única y colectiva, y que detrás de esa ventana, a la que se aproxima el foco de la cámara, se esconde una historia.
Hay un rastro de sangre en el suelo que se va propagando por el apartamento y, después que lo seguimos hasta su final, la cinta se va en retrospección a lo que aún desconocemos de la trama. Al principio, nos parece que vamos por un camino que está plasmado en el título: los efectos nocivos de los medicamentos. Entramos en el mundillo del “receteo” por parte de los psiquiatras de drogas para combatir la depresión. Los médicos en el filme comentan el uso de varios de los fármacos que se han usado en la vida real para paliar una enfermedad que aún no entendemos bien, y nos percatamos de que su administración muchas veces tiene su base en la subjetividad del paciente. Esto hace que el uso de las medicinas en esta rama de las enfermedades esté basado en algo poco científico. Es así cuando los mecanismos de una enfermedad no se pueden precisar. Ese desconocimiento elimina la posibilidad de un tratamiento certero.
De pronto, estamos en otro aspecto de la práctica moderna de la medicina en la que las casas farmacéuticas les pagan a los médicos por conducir pruebas con sus medicamentos. Aunque es necesario que se lo divulguen a sus pacientes antes de que estos se presten como sujetos en las investigaciones, la paga es tan grande que uno pone en duda la objetividad del “investigador”. Demasiadas veces, los médicos practicantes no han sido entrenados en investigación médica, pero son los que conducen estos “clincal trials”. Uno ve la posibilidad para la corrupción, y se percata de que los efectos dañinos que está teniendo una medicina sobre el personaje principal, Emily (Rooney Mara), indican que tal vez debe dejar de tomarla. En cambio, su psiquiatra, el doctor Jonathan Banks (Jude Law) sigue el capricho de su paciente de seguir tomándola. Las consecuencias son funestas.
Scott Z. Burns, quien escribió el guión de la divertida “The Informant” para Soderbergh, elabora de ahí en adelante un thriller psicológico que mantiene a los espectadores pensando y tratando de descifrar los motivos e intenciones de los personajes.
Rooney Mara, con su cara común y una sonrisa de colegiala seductora, revela sus dotes histriónicas como nunca en una actuación de profundos matices que nos convence de sus miserias emocionales. Sus súbitos cambios afectivos son un reflejo de la reflexión que debe de haber hecho la actriz de la situación clínica y emocional de su personaje.
También hay que mencionar la intervención siniestra y apta de Catherine Zeta-Jones como la doctora Victoria Siebert. Zeta-Jones es, además de una mujer hermosa, una actriz que integra sus encantos a las características del personaje que representa. Haberla escogido para este papel es un acierto del director y el coordinador de reparto.
La cinta es de Jude Law. Como el atribulado doctor Banks, Law es una especie de híbrido en el que lo racional y lo ingenuo se mezclan para convencernos del porqué de sus errores. Su respuesta a la realidad de lo que está sucediendo con las medicinas que receta y sus efectos sobre su paciente, y la reacción de sus socios al infortunio, los confronta con la pasmosa calma que sólo un inglés transplantado a Nueva York podría tener. Su actuación amalgama el asombro ante el culto al dinero en “América” y el desdén de los prejuicios en el supuesto “melting pot”. Una escena en la que un investigador lo somete a interrogatorio para descubrir los motivos que lo hicieron emigrar es un logro de Law como actor y Burns como guionista.
Sin embargo, la película no me satisfizo completamente. Admito que a lo mejor sé más de lo necesario sobre “clincal trials” para que se me pasen errores conceptuales en el guión y baches en la lógica detrás de ciertos sucesos y, por lo tanto, descifrara el misterio a mitad de película. Un espectador que no esté familiarizado con esos detalles gozará mejor los vericuetos de la trama. Que es así lo comprueba tal vez, que por primera vez en una proyección en el Fine Arts de Miramar, nadie habló (que yo lo oyera) ni prendió los celulares para ver si el Papá los estaba llamando.
Me decepcionó en particular que el tema de la corrupción que presuponen algunas relaciones entre la clase médica y las casas farmacéuticas no se examinara con mayor profundidad. Claro, entiendo que, tal vez, ese tema no llevaría muchos espectadores al cine. El tema se trató antes en “The Fugitive” (1993), pero todos estábamos demasiado preocupados por Harrison Ford para concentrar en la falsificación de datos de pruebas clínicas. También surgió en la maravillosa y estupenda “The Constant Gardener” (2005) que explora la explotación física de sujetos humanos en “clincal trials”en Africa. “Side Effects” hace referencia a muchos de estos problemas entre la gente civilizada y rica de Manhattan, pero la perspectiva de esta película es que, en el negocio de fármacos y en el cine, las apariencias engañan.