La ignorancia como nuevo estandarte

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“Tonto aquél que cree saberlo todo”, repetía mi abuela desde que recuerdo hasta sus últimos días. Por otro lado, sin demostrarlo, sufría lo indecible ante la ignorancia de muchos doctos, ella que se graduó de octavo grado en el colegio de monjas en San Germán en tiempos de España. Nunca sufrió por tener que preguntar cuando no sabía, y no brindaba opiniones a menos que no lo justificaran sus lecturas. Fue ella la que me concientizó que ignorar (en su sentido de no saber, no del “ignore” en inglés, que se refiere a no hacerle caso a alguien) descalificaba a alguien para ocupar cargos, particularmente cuando el cargo necesitaba pues… saber. También decía que saber no podía convertirse en vanidad ni altivez, porque todos éramos ignorantes de ciertas cosas que otros saben.

Como para probar su adagio, en su círculo de amistades y conocidos había de todo: profesionales, amas de casa, hombres de negocios, poetas, músicos, diletantes, eruditos, y lo que antes se llamaba “gente de pueblo”, de los que insistía, había aprendido tanto o más que de revistas, libros, la radio y muchos doctos. Mas, para que yo entendiera su filosofía, no pasaba mucho sin que escuchara de sus labios, que hay cosas que todos deben saber y otras que debemos saber dónde buscarlas para aprenderlas.

¡Qué mucho han cambiado las cosas! Hoy parece que saber y no ignorar cosas que uno debe saber es una maldición. Parece que vivimos para obedecer otro adagio: “Where ignorance is bliss, ‘tis foolish to be wise.” (Ode on a distant prospect of Eaton College, Thomas Gray, 1742). En una era en que la gente se cree que la contestación a todo se encuentra en la red y que por lo tanto no hay que saber nada, hacer alarde de la ignorancia está de moda y, para muchos, los sabios y la gente educada son unos tontos.

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Una vez escuché al presidente de una universidad atribuirle a Shakespeare “It was the best of times, it was the worst of times…”, y, cuando un ayudante le señaló, delante de los que estábamos allí, que era una cita de Dickens, el individuo se echó a reír como si todo fuera un chiste. Peor aún, muchos doctos presentes también se rieron, de modo que nunca supe cuántos de aquellos universitarios sabían o les importaba la ignorancia de su jefe.

Mucho peor que la hilaridad del ejecutivo me pareció que su acólito pensara que la ignorancia presidencial era tan trivial como para decirle al público que el emperador iba desnudo, y con la cara tiznada. No importa cuántas iniciativas de negocios haga un presidente universitario, debiera tener una pizca de cultura y no ser ignorante de algo que la mayoría de los estudiantes de noveno grado, por lo menos de su estado, en el caso al que me refiero, saben.

Claro que, como alguien anónimo dijo en el siglo XVII, lo mismo puede ser leído por los inteligentes que por los limitados. Me imagino que aquel señor presidente nunca le dio importancia a Dickens ni aprendió nada de él, sino que se dedicó a los números. Y hoy día los tecnócratas no tienen que saber nada excepto sus técnicas. Pero un jefe de estado no puede darse el lujo de no saber geografía ni historia. Es lo que demostró a cabalidad george w. bush (siempre con minúscula) cuando estaba siendo entrevistado por la prensa y no sabía quién era el presidente de Pakistán ni dónde quedaba Chechenia y, una vez electo presidente, donde quedaba Puerto Rico. Nadie mejor taló a bush que el recién fallecido Christopher Hitchens. En una entrevista con Chris Matthews dijo:

[george w. bush] is lucky to be governor of Texas. He is unusually incurious, abnormally unintelligent, amazingly inarticulate, fantastically uncultured, extraordinarily uneducated, and apparently quite proud of all these things.

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A pesar de eso, la Ignorancia votó por él por segunda y lo llevó a una victoria abrumadora, que acabó de sumir al mundo en la debacle económica que sufre hoy el globo. Ese conjunto de desconocimiento les hizo creer a muchos que tenía un “mandato de Dios” para atacar a Iraq, y para permitir la debacle de los bancos de corretaje, y continúan aclamando sus políticas y abrazando las de los conservadores neoliberales en una demostración indiscutible que la ignorancia es la madre de la devoción, como dijera Naunton en el siglo XVII.

Los aspirantes a la candidatura a la presidencia por el partido republicano estadounidense también caminan con la medalla de la ignorancia prendida a la solapa de sus escasos conocimientos, y hacen alarde de ello. Herman Cain luego de demostrar su profunda ignorancia de casi todo los temas que pudieran indicar que tiene el conocimiento necesario para comandar el país más poderoso del mundo, no sabía que China tiene poder atómico, qué ha sucedido en Libia, ni cuál es la posición del gobierno que desea representar en cuanto a ese país.

Al ver su ignorancia demostrada, sacó pecho para que no quedaran dudas de que es crasa, y dijo que el país necesita “un líder, no un lector”. Ese alarde de que no lee y no sabe nada fue aplaudido con furor idólatra por sus seguidores a quienes es obvio que les encanta la ignorancia. Presumo que la razón para ello es porque los que desconocen buscan a sus semejantes. Y cuando tuvo que cerrar su campaña por sus andanzas mujeriegas, cerró con broche de oro citando a esa gran fuente filosófica: Pokémon. Y como en el caso de bush, con orgullo.

El tipo de ignorancia crasa que representa Cain lo han desplegado anteriormente otras figuras idolatradas por un público que detesta que alguien pueda emitir espontáneamente oraciones completas. No podemos olvidar a Sarah Palin, que podía ver a  Rusia desde su patio en Alaska con binoculares, y dijo que esa proximidad le daba credenciales para conducir la política externa de los Estados Unidos. Y a Michele Bachmann, que no sólo habla con Dios (quien recientemente parece que por fin le dijo que volviera a su casa y abandonara su candidatura) todos los días, sino que le atribuyó la epidemia de influenza de los años setenta a que Jimmy Carter, un demócrata, era el presidente, y dijo que los padres de la nación (“The Founding Fathers”) fueron los que eliminaron la esclavitud. Tal parece que nunca oyó hablar de un presidente republicano (su partido) que se llamó Abraham Lincoln. Por suerte, ya no es candidata.

Los estandartes de los TEA —sus pancartas racistas e impropias— han exhibido errores crasos de ortografía, de citas incorrectas, y de improperios dignos de la Alemania Nazi, que cualquiera que no ignorara la historia hubiese evitado. Pero ahí está a plena vista la ignorancia, y haciendo alarde de ello, un grupo que ahora controla el destino de un gobierno.

He citado a los republicanos y los TEA, no porque los presidentes Clinton y Obama, y otros demócratas, estén exentos de decir cosas tontas o erradas, sino porque uno percibe que los dos presidentes son inteligentes y educados y porque sus ejecutorias imposibilitan tildarlos de ignorantes. Que han cometido errores de juicio y se han doblegado a las fuerzas políticas que los asedian, no hay dudas, pero ignorantes no lo son.

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La búsqueda de candidatos políticos ignorantes parece ser también un pasatiempo isleño. Se le pide, por ejemplo, a un candidato que hable en “arroz y habichuelas”. En otras palabras que sea simplón, y no tengamos que pensar, ni hacer mucho esfuerzo para identificar a los que ignoran de qué habla. Además está el “mar Caribe” que se ve desde el Capitolio, los pronunciamientos de bailarinas y pillastres que “representan el pueblo”, y las propuestas legislativas de representantes y senadores. Cuando las oímos, no se nos dificulta  remontarnos a la época cuando el latín predominaba: ignorantia.   

De acuerdo al diccionario ignorancia es la falta absoluta de conocimientos sobre cierta materia que se debe conocer; es también la falta de cultura o de ciencia. La raíz grecolatina de la palabra, “gnosc”, quiere decir conocimiento, de modo que ignorancia también se refiere a ser inexperto, a ser “avestruz”, animal que no se entera por tener la cabeza enterrada en la tierra. Es curioso que casi todos los lenguajes occidentales —incluyendo el español y el portugués— coinciden en el uso de la palabra: ignoranz en alemán, ignorance en francés, ignorance en inglés, ignoranzia en italiano, ignoranta en rumano. De modo que no puede escapar el que lo es de ser llamado  por su nombre en los países más poblados de la Europa occidental y, por supuesto, en este hemisferio. Sorprende que en Estonia, un lenguaje urálico cercano al casi incomprensible finlandés, se puede decir ignorantsus, que no deja lugar a dudas de su raíz latina. Lo curioso es que también se dice teadmatus que sin duda parece aludir a los TEA de EEUU, y a la vez alerta al importante hecho, de que también es bebida mortal.