La piel que habito

A pesar de la belleza y precisión de los escenarios iniciales de “La piel que habito”, y la deslumbrante hermosura de Carmen Amaya, la actriz que representa a Vera, el principal personaje femenino del nuevo filme de Pedro Almodóvar, la película fundamentalmente no funciona. Y no es, sin embargo, que carezca de interés cinemático. Está la imagen paradigmática de Amaya en su traje-piel y la máscara de acrílico, que podemos predecir, serán imitadas, y también las estupendas puestas en escena, pero únicamente se puede ver la película con un sentido coherente, si el espectador rechaza la trama y considera que el filme es un tango, aunque con música extraña.

El tango es el del doctor Robert Ledgard (que, de paso, es un anagrama para Gardel) representado, dada la trama, por un apropiadamente lúgubre Antonio Banderas, y es su secreto lo que propulsa la historia a unas eventualidades que crean un círculo que, al fin de la película, resulta ser “vicioso” y es el mejor “chiste” del filme, pero es tan sutil que me parece que pocos, si alguno de los espectadores, lo captó. Tendrán ustedes que descifrarlo cuando la vean. Admito que hay otro “chiste”: en los filmes de Almodóvar todos están fuera del closet. En éste, un personaje entra al “closet”. Los acordes que acompañan la letra del tango son del compositor Alberto Iglesias, tratando de imitar las partituras de Bernard Herrmann para Hitchcock en “Vértigo” y en otros filmes, presumo que con la idea de homenajear al estadounidense.

La letra del tango la provee el ama de casa (Marisa Paredes) que es, a su vez, la madre del médico, y quien va revelando el pasado melodramático de telenovela barata de su familia, y la suerte que corrió la mujer de su hijo. Además desvela secretos oscuros y profundos que tienen que ver con la situación de este hogar en el que se esconde, a plena vista, un laberinto de pasiones fatales.

Como es de esperarse en una película de Almodóvar, hay en ésta numerosas referencias a otros filmes y reconocimientos secretos a otros directores, pero predomina en ella la influencia del Hitchcock de “Vértigo” y las del “Frankenstein” y “La novia de Frankenstein” de James Whale, cual si hubiese estado drogado con prozac. De “Vértigo” se percibe la obsesión necrófila de un hombre con una muerta a quien quiere revivir y amar. Hay que recordar que en aquél filme, James Stewart quería revestir (ponerle la misma piel) a la Kim Novak sustituta de su amada.

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De la influencia de los dos filmes clásicos de Whale sobre “crear vida de partes muertas” se darán cuenta los cinéfilos que han visto esas dos películas extraordinarias, y todo el que sepa algo del monstruo de Mary Shelley, tal y como ha sido representado en el cine. El binomio creador-monstruo es el centro de la cinta. También está presente en el diseño de los plató la esterilidad de la nave espacial de “2001, Una Odisea Espacial”, y los colores de ese filme que el mismo Almodóvar favorece: los distintos tonos de rojo, que tan prominentes son en sus filmes. En otras palabras, hay partes de la película que son un homenaje a sí mismo, Almodóvar imitando a Almodóvar. Me parece que ahí reside parte del problema de la inefectividad de esta cinta: que el director se ha tomado demasiado en serio a sí mismo.

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La flor del secreto de Almodóvar esta vez es una mujer misteriosa. El doctor Ledgard llega a su casa, que es también su clínica, El Cigarral, en Toledo (es un hotel que existe) y vemos, lo que parece ser un cuadro: el rostro de una mujer hermosa. No es hasta que el médico usa un control remoto para agrandar la imagen que notamos que la está viendo en la pantalla de un telecircuito cerrado. Después descubrimos que la mujer es una paciente en la clínica. Ya se nos ha alertado que éste médico, no es un cirujano plástico cualquiera. Es un investigador que trabaja con fusiones transgénicas, y que produce, en placas de Petri, piel que es lozana y resistente al fuego, y que a pesar de las críticas de parte de sus colegas por apartarse de las reglas éticas de la experimentación humana, sus motivos parecen ser altruistas. Todo lo turbio que ha hecho (hay transferencias ilegales de sangre y células en los estacionamientos de edificios anónimos, iluminados como los que hemos visto en las escapadas de Jason Bourne y en muchas películas de intriga) con el único motivo de usar los resultados de sus pesquisas en la mujer que vive en su clínica.

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Poco a poco descubrimos que esta figura misteriosa que vemos en poses artísticas en su habitación (va de odalisca a bailarina de ballet a posiciones de yoga) ha sido “construida” por Ledgard. Vemos como Ledgard va reconstruyendo la piel de la mujer, y como las cicatrices que unen unas partes de la piel con otras forman un rompecabezas sobre su cuerpo. Resulta que ella es un rompecabezas. Sobre esa piel creada se añade un traje elástico, al principio negro, luego color carne, que parece sostener la obra de arte del médico, y que es otra piel adicional. Simultáneamente, Vera crea una serie de figuras (cabezas principalmente) con trapos que le arranca a sus vestidos, como si ella estuviera también poniéndole piel a rostros necesitados de una identidad, como si estuviera creando otra imagen suya recubierta de otra de sus pieles: sus vestidos. Esas múltiples capas de piel ocultan, no sólo el secreto de Ledgard sino el de Vera. Son las capas de una cebolla que según se van removiendo debieran despedir su zumo y, por lo menos, arrebatarnos unas lágrimas. Pero no lo hacen, no lo logran.

Es difícil adentrarse en los sentimientos de los personajes y sentir algo por ellos, o pensar en qué les depara el porvenir. Aquí Almodóvar ha copiado lo más oscuro de su obra previa, sin el humor que merece la idea de que este Frankenstein está creando su monstruo y su novia a la vez. Que la belleza y la maldad habitan la misma piel que cubre el mismo cuerpo, que las dos residen en una fantasía de venganza que es la pesadilla de amor de su creador, y que, como ya he dicho, se ha de completar un círculo (que no puedo divulgar), es algo que se prestaba para cierto humor. En vez, tratando de ser profundo, el cineasta ha rendido su mejor característica, el humor negro, a la pretensión de crear una obra “maestra”. Aunque la película no satisface, como con otros artistas especiales, hay que verla para que no les cuenten. 

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