Las vidrieras de Río Piedras

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Después de varios años viviendo en Estados Unidos, Elías se decidió a probar suerte en Puerto Rico. En medio del calor ardiente del verano del 2006 llegó con su esposa, puertorriqueña, y sus dos hijos a la que sería su nueva casa. El miedo y la incertidumbre del tener que llegar a un lugar nuevo era casi el mismo que sintió en las arenas frías, y ardientes, en el desierto de Arizona. Bueno, ya sabedor de lo que tenía que hacer para conocer los alrededores y para poder adivinar los nombres de las calles y los altos casi invisibles, se decidió a caminar por los alrededores de Hato Rey. Mientras caminaba en medio del humo de los carros y las casi desiertas aceras, Elías sintió un gélido temor que retumbó como un ruido blanco que lo estremeció todo. Él sabía que de las tetas del mundo no podía esperar nada fácil o gratis y, mientras caminaba, pensó que, después de todo, la gente con quien se iba a encontrar en esta isla era latina como él.

Era el mes del mundial de fútbol y como buen aficionado, se tuvo que detener para ver un par de partidos en un bar cerca del apartamento que había alquilado con su esposa. Cuando entró al lugar, un par de personas lo vieron de pies a cabeza, pero escabulléndose entre ellos se metió al lugar. Ahora que ya no era un turista más, las muchas miradas que se ceñían sobre él, unas con muecas de sonrisas, le hicieron sentir una rara sensación de soledad. El bar estaba lleno de sudamericanos y también de algunos puertorriqueños a los que les había entrado la fiebre del fútbol. Entre la algarabía de la gente, Elías pidió una cerveza y se sentó en un rincón del lugar.

Después de ver los partidos se montó a uno de los buses de la ruta 1 y se tiró para Río Piedras. Cuando entró al autobús lo único que faltó fueron los flashazos de las cámaras, ya que por alguna razón se robó toda la atención de los pasajeros. Escondiéndose detrás de gafas de sol trataba de eludir las caras de algunos que lo miraban con asombro y otros con extrañeza. Sin disimulo alguno, la gente transpiraba su desconcierto mientras Elías se escurría hacia la parte de atrás del bus. Su memoria volvió por un momento a sus días de ilegal en la segregada Detroit.

De repente el chillido de los frenos del autobús los lo hicieron reaccionar, la puerta se abrió en una de las paradas en Río Piedras y Elías se bajó mientras sus pies pisaban el cemento agrietado de la acera. En ese mismo momento, un hombre de tez negra y un poco mayor le pregunto con extrañeza-“¿tú eres indio?” Él se dio la vuelta para ver al hombre y por un momento no supo qué decir, la cara de Elías se anudó de ignorancia ya que nunca le habían hecho esa pregunta, bueno al menos no de esa manera.

Su ceño se volvió a fruncir en señal de confusión ya que, al igual que aquel hombre, Elías no tenía idea de a qué tribu indígena pertenecía en realidad. Su pasado étnico estaba tan disuelto como las mismas caras indígenas postergadas por siempre detrás de la montañas de su país. Como la pregunta era necia, la desfachatez de Elías decidió “ilustrar” a aquel hombre y, como desde niño uno de sus héroes era Lempira, un cacique Lenca que según la historia murió a manos de los españoles durante la conquista, pues fue lo primero que se le ocurrió decir. “Sí”, le contestó, “eh, bueno es que mi abuela por parte de padre era Lenca, que es una de las tribus indígenas de en mi país y mi abuelo tenía más indio que otra cosa también”. “¿Ah, eso es en México verdad?”, volvió a preguntar el hombre.

En seguida, Elías le replicó al hombre, que ya para entonces se había escondido del sol en la sombre de uno de los vetustos edificios de Río Piedras, que no, que él no era mexicano, que era hondureño. Y no es que tuviera nada en contra de los mexicanos, pero es que un mexicano famoso dijo una vez, que los hondureños jugaban fútbol con pelota cuadrada y por esa razón no le gustaba que lo confundieran con uno de ellos.

Elías siguió caminando sobre la acera estrujada de la calle cuando una señora se dirigió a él con cara de sorpresa, al mismo tiempo que señalaba, “¡tú no tienes cara de puertorriqueño, tú tienes cara de indio!” Esta vez el cara de indio no se enredó mucho y le soltó lo de la abuela por parte de padre, de dónde era y que no era mexicano con mucha más facilidad. En menos de cien pies cuadrados ese día, le tocó dar la explicación del por qué no era puertorriqueño casi a cien personas. De todas partes se acercaban, hombres, niños y mujeres para preguntar por la ascendencia al pobre Elías, que para entonces, no sabía si era Lempira o uno de los tantos caciques que han muerto sin nombre.

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Siguió caminando tratando de esconderse del sol y, de repente, su imagen reflejada en una vidriera le hizo detenerse. Se quedó inmóvil por un momento, quizás nunca antes se había fijado tan cuidadosamente en su color de piel, en su pelo profundamente negro y en sus pómulos tan pronunciados. “Jum”, se dijo a sí mismo con una franqueza tan cierta como su imagen. “La verdad que me parezco mucho a Lempira”. Se acomodó un poco unos mechones de pelo y siguió caminando sobre el Paseo de Diego. Dobló hacia a su izquierda en una de las callejuelas que le llevarían a la universidad, pues quería ver más de cerca la “IUPI”.

Una vez en la callejuela un rótulo que decía “El Indio Vigilante” le hizo detenerse bruscamente. El rótulo además tenía la figura de un indio y la curiosidad tentó a Elías a entrar para ver de qué se trataba el negocio. Para su sorpresa, el pequeño lugar vendía hierbas medicinales y según se anunciaba todas eran medicinas naturales. En un rincón de la vitrina yacía una figura de un cuerpo obviamente masculino, vestido con un taparrabos y que por alguna razón se le había roto la cabeza. La mutilada figura llamó inmediatamente la atención de Elías. Se acuclilló y la observó por un rato hasta que una señora le pregunto que si quería algo. Él vio a la mujer un poco sorprendido y sin decir palabra alguna se fue del lugar.

Ya van cinco años desde que Elías se mudó a la isla. Su hijo menor, que es casi un replica física suya, va a cumplir seis y se identifica completamente como puertorriqueño; camina como puertorriqueño y habla como un puertorriqueño más, sin el “vos” de su padre. Un día mientras Elías cocinaba la cena, ese hijo cruzó corriendo frente a la cocina y de repente se paró con el palo de la escoba en su mano derecha y, mientras sus ojos negros brillaban como soles, le preguntó a su papá. “Papá mírame, yo soy un indio Taíno y estoy peleando contra los españoles”. Elías lo vio por un  momento y después desde la más profundo de su alma le dijo, “la verdad que vos sí pareces un indio guerrero Javi”.

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