Bruno Soreno (Juan Carlos Quiñones) y la literatura conceptual en Puerto Rico

Primero un prólogo a la reseña.

Hay toda una genealogía de la literatura puertorriqueña que toma algo que se inventa por allá por el Río de la Plata con Macedonio, Borges, Felisberto y Onetti entre otros. Literatura fantástica la llamaba Borges, pero sería más adecuado, según Piglia, llamarla literatura conceptual o ficción especulativa. Un tipo de literatura a la que no le interesa tanto explorar cómo la ficción representa a la realidad, sino cómo la realidad social y colectiva está llena de ficciones que como la enredadera de un Zapallo se nos reproducen alrededor de la vida. Una anti-literatura  en el sentido duchampiano de lo an-estético, que nos la encontramos mientras caminamos por Buenos Aires o por las calles de Santurce.

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Me parece que el primero en Puerto Rico que trae esa literatura a esta ecología caribeña es Manuel Ramos Otero por los ochenta. Mientras lee Museo de la Novela de la Eterna  y aRayuela, escribe La Novelabingo, mientras lee “La muerte y la brújula” escribe “Página en blanco y staccatto”. Y Ramos Otero es tal vez el mejor innovador de la literatura en Puerto Rico. Se multiplica rizomático por las próximas décadas. Su obra, siempre en ediciones precarias que se reproducen en fotocopias y pdf’s, ha sido más influyente en la literatura puertorriqueña hoy, que los otros escritores de su generación, más exitosos en el mercado literario.

Pero como suele suceder cuando se transplanta un organismo a otra ecología, esa forma rioplatense muta perversa cuando se trae a Puerto Rico. Contrae el vírus del HIV en Ramos Otero, alaba en lenguas en iglesias evangélicas en los libros de Ángel Rosa, se encuentra sus límites metafísicos y orales en Joserramón Melendes, vagabundea por las calles inhósipitas, detectivescas y “chino”-tropicales de Rafael Acevedo o Eduardo Lalo, y en sus versiones más finas, más ostentosas y aristocráticas, se hace decadente, decadentísima y caricaturesca, como lo vemos en esas versiones puertorriqueñas del Grupo Sur que fueron los grupos de Rosario Ferré o Arturo Echaverría. Me lanzo una hipótesis. La literatura conceptual que comienza con Macedonio Fernández llega al Caribe para ser asesinada, para encontrar su apropiado fin. Eso lo sabía bien Manuel Ramos Otero cuando la trajo con la alegre invitación al polvo en “El cuento de la mujer del mar”.

Incluso podríamos decir, que hay dos grandes líneas genealógicas que dividen la narrativa puertorriqueña desde los ochenta. Una es la línea de la que vengo hablando, de literatura conceptual, en la que el escritor es un reportero paranoico de cómo la ficción se le mete en la realidad, un escritor dionisíaco que vive o sale a vivir desde la ficción, y que la transplantamos del Río de la Plata. En esa tradición la literatura no es algo que se escribe, sino algo sobre lo que se especula, la literatura ya está dada, el texto es sólo un añadido. La otra línea, más tradicional, tiene mucho que ver con la influencia de ese fenómeno de mercado que fue el Boom Latinoamericano. Luis Rafael Sánchez, Edgardo Rodríguez Juliá, Mayra Santos Febres, serían los ejemplos más adecuados. Escritores que se conciben a sí mismos como representantes o embajadores de algo, como intelectuales nacionales, un tanto paternalistas aunque talentosos, y su cualidad principal es que su obra, siempre con relativo éxito y proyección de mercado, poco o nada tiene que ver con sus vidas. Es decir, más apolíneos y sosegados, encuentran una clara diferencia entre lo que escriben (la ficción) y su vida, distancia tajante entre sujeto-creador y objeto-creado. Para los primeros la literatura es una amenaza, les puede costar la vida en cualquier momento, se les aparece en cada arrebato, con una flor o un cuchillo, los enamora o asesina en un descuido.

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Para los segundos, la literatura es un profesión necesaria que cumple una función importante en la sociedad. (La poesía es otra cosa, la poesía en Puerto Rico es el género más productivo y reproductivo y expande sus enredaderas por todo el Caribe, y no nos vamos a meter con eso ahora.)

Ahora bien, decía que eso que transplantamos del Río de la Plata, vino a Puerto Rico a encontrar su apropiada muerte, porque todo debe morir. Y ya estamos por empezar esta reseña, aguántense un poco más. Para poder comparar cómo cambia esa tradición rioplatense en Puerto Rico después de ser importada por Ramos Otero, podríamos tomar como punto de contraste los avatares de esa tradición de literatura conceptual en la Argentina contemporánea. Lo que hizo Ramos Otero en Puerto Rico con esa tradición es simultáneo a lo que hizo (y hace) en Argentina Ricardo Piglia. Piglia redefine esa tradición para darle una nueva vitalidad. En su caso, Piglia nos muestra, como buen lector e innovador, la vitalidad socio-política antes ignorada, de esa tradición. Piglia, podríamos decir, es el clímax literario de esa genealogía de la literatura conceptual. Ramos Otero hace otra cosa con ella. Ramos Otero, el lado oscuro (tanto por perverso como por la falta de visibilidad) convierte esa tradición en un tipo de literatura maldita, lleva a los extremos la pulsión paranoica y dionisiaca de la literatura conceptual, la llena de sexo, de violencia, de enfermedad, de intoxicación, de fantasmas que hacen corresponder al cuerpo del texto con el cuerpo del autor, “el misterio que su cuerpo habita”. Manuel Ramos Otero le dio el primer golpe a esa tradición, Juan Carlos Quiñones (a.k.a Bruno Soreno) sostiene, como Brutus, traidor y héroe, el último puñal y con cada libro se acerca más al acto final.

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No reseñaremos en esta ocasión Todos los nombres el nombre (reseñas acá y acá) de Juan Carlos Quiñones (Bruno Soreno), uno de esos libros extraños y megalomaniacos, hoyo/entrada a una madriguera literaria que demanda muchas lecturas, muchas reseñas y una pasión por alterizar al propio yo, sofocarlo para que se salga de sus quicios. Reseñaremos una novela menor de Quiñones, que aparece en Todos los nombres el nombre pero que se publica por separado en La Secta de los Perros (2012) bajo el título, Adelaida recupera su pelucheAdelaida es una novela corta y veloz y violenta. Es una novela de género (en ambos sentidos), una novela negra. Ofreceré las pruebas al jurado de lectores, de cómo Quiñones  está conspirando junto a Ramos Otero para por fin asesinar la literatura conceptual del Río de la Plata. Adelaida comienza así:

“La culpa es mía, le dice Adelaida a Adelaida. Adelaida: por puta. ¿Por qué tienes que ser tan puta? Adelaida: yo no soy ninguna puta. La puta serás tú. Yo no soy ninguna puta, dice Adelaida. Puta es la noche” (7).

Todo empieza y termina en esta novela con el discurso indirecto libre. Adelaida apenas escapa un atentado de violación, mientras camina las calles nocturnas de Santurce o Río Piedras. Camina y se maldice. Dicen que cuando la mujer asimila cualquier tipo de violencia sexual que haya sufrido, voltea su agresividad a sí misma, se culpa, se injuria, activa el masoquismo contra su femenidad, no como una forma de placer, no hay placer en el masoquismo, sino como un modo precario de control. Si se puede convencer a sí misma de que ella ha sido la culpable del dolor que ha sufrido, entonces puede operar bajo la ilusión de que tiene un mínimo de control y agencia sobre el mundo e ignorar que la realidad es caótica, y que la violencia nos encuentra sin que tengamos ningún poder sobre ella. Entonces, a lo largo de la novela nuestra protagonista está escindida, y tenemos acceso a su diálogo interno por medio del indirecto libre que utiliza el narrador que primero relata, luego comenta y luego participa como personaje. Pulsan en ella, por un lado, la masoquista que se culpa por “ser puta”, y por el otro, la hedónica que sabe que el placer sólo se logra cuando dejamos de un lado la obsesión del control y nos arriesgamos. El narrador, desde el indirecto libre, se va acercando con suspenso a la realidad de su protagonista, ya hablándole en la segunda persona, ya escrutando sus pensamientos, ya haciéndolos suyos.

“Esto lo sé porque yo también deseo. ¿No me crees? Pues mira, sí. Es algo que me ocurre todo el tiempo. De eso me trato. De proponerme/proponerte, como fin un cosa (acaso un final), de seducirte/me con ciertos desenlaces probables para sacarme/te la alfombra mágica de debajo de los pies y mostrarte/me cierto también engañoso abismo y revelarte/me algo que no se nos había prometido” (48).

Pronto nos damos cuenta de que este narrador perverso persigue a nuestra protagonista aterrorizada por las calles oscuras y peligrosas de la ciudad con cierto placer morboso. Recordemos “Emma Zunz”, esa heroína de Borges que camina por las calles oscuras de la zona portuaria de Buenos Aires planeando una sofisticada venganza que requiere dejarse violar por el marinero más desagradable que encuentre. El narrador de Borges en ese cuento se mantiene como narrador omnisciente, con acceso a sus pensamientos, hasta que llega un momento clave, un momento en que el narrador se convierte en un especulador, ya no tiene acceso a los pensamientos de su protagonista, experimenta la barrera del género (en sus dos sentidos).

“¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba ese sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre la había hecho a su madre la cosa horrible que ahora a ella le hacían” (Borges, “Emma Zunz”).

Adelaida es Emma Zunz, es la heroína y víctima de su narrador. Pero el narrador de Quiñones no es tan pudoroso como el de Borges, no tiene la obsesión de control de éste último, se arriesga y convierte en acción su mórbido interés sexual por su violentada protaganista. Le da un susto en una farmacia y luego se revela como personaje (con el nombre de Bruno Soreno) para seducirla y llevársela a su casa.

“Ahora es que la cosa se pone buena, sorprendido lector. Ahora es que esto se pone kinky” (43).

El secreto que se esconde detrás del indirecto libre de Quiñones es que en la literatura realmente nunca hay un narrador. La literatura se narra sola, los narradores son meras instancias, la ilusión de una perspectiva segura, la masoquista ilusión de control sobre la violencia del mundo. Son demasiadas las voces y los relatos que nos traspasan en la literatura. En esta tradición conceptual, la literatura es la sustancia de la que estamos hechos, es la noche que acosa a Adelaida, pero nosotros somos la noche, son los ojos negros que enamoran/engañan a Adelaida, pero nosotros somos los ojos negros, es el peluche que perdimos en la memoria de nuestra niñez temprana, pero nosotros somos el peluche. Como en esta cita que tanto recuerda “El cuento de la mujer del mar” de Ramos Otero, que incluyo inmediatamente después.

“Tanto yo que soy este cuento que se llama Adelaida reencuentra su peluche, como Adelaida, personaje mío y que me habita, tendremos que leer como tú, línea por línea hasta mi última línea para quedar atónitos todos juntos ya con el desenlace inesperado de este enlace inesperado y de este cuento, que es todo lo mismo y una misma cosa con antifaz de muchas, de muchos, cosas y cuentos. “ (Juan Carlos Quiñones, 37).
“Nada lo salvará [al cuentero] de sólo ser recordado por ‘El cuento de la mujer del mar’, encerrado para siempre entre el comienzo y el final de un cuento infinito, sepultado en el amor de las palabras, detrás de la portada de su foto (como una lápida)” (Manuel Ramos Otero, “El cuento de la mujer del mar”).

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Es una operación muy borgeana, muy macedoniana la que ejecuta Quiñones aquí. Pero con la vuelta de tuerca que nos enseñó Ramos Otero. Una vuelta de tuerca del género, en sus dos sentidos. Me explico, la tradición de literatura conceptual del Río de la Plata es muy masculina, y siempre aparece una mujer que es como el origen de la escritura y su límite. La Eterna en Macedonio, la Beatriz Viterbo de Borges en “El Aleph”, La Maga en la Rayuela de Cortázar, entre innumerables ejemplos. Esta mujer, preferiblemente muerta, es siempre el último resquicio de la separación entre el autor y su obra, es el límite sexuado mediante el cual se controlan los efectos de la ficción sobre la vida. Borges, Macedonio o Cortázar ven la ficción por todas partes, circulándolos como un gran Zapallo, pero lo único que permanece inenarrable es esta mujer-origen con la cual nunca pueden confundir su propia voz y permanecen silenciadas. En la versión puertorriqueña de este género, también nos encontramos a estas mujeres-origen de la escritura (avatares de Julia de Burgos en Ramos Otero, Adelaida o la A en Quiñones), pero en vez de ser un límite, esta mujer origen es una invitación que los narradores-autores alegremente aceptan y se van con ella y confunden su voz con ella y se reproducen como espejos en un fractal, su vida se convierte en la consecuencia de la literatura y no al revés. No es que se hacen mujeres en el proceso, sino que aceptan la invitación que nos hace la literatura conceptual de confundirnos con ella, y ese “ella” es el género mismo que entonces llega a sus movimientos más incontrolables (y no es casualidad que las versiones feministas en esta tradición, las de Molloy, o Pizarnik o Diamela Eltit, tengan esta misma invitación). La vida acepta la violencia, el deseo y la fantasía que le postula la ficción que la invade:

“Y te fuiste a buscar, Adelaida. Te metiste en la zona-memoria de tu alma aunque sin tener noción exacta de lo que buscabas. Pero yo sí sé lo que buscabas. También sé que no lo encontraste. Tú estabas buscando un espejo”.

Y ese espejo que busca Adelaida encuentra su propósito en el epígrafe a la novela, un epígrafe de José Luis González, del magistral cuento “En el fondo del caño hay un negrito” que termina con esa escena brutal en la que el niño protagonista que cree ver un negrito en la reflexión del agua al fondo del caño, se va a buscarlo, a reencontrarse con su reflejo oscuro, a traspasar el límite de una alteridad y cederle la vida a las ficciones que lo rodean. El epígrafe de Adelaida simplemente cita la última frase del cuento: “Y se fue a buscarlo”. Adelaida termina con la siguiente cita, en la que alguien parece tirarse al caño a buscar un fantasma:

“Y, atravesada por una monumental carcajada, te sumergiste en aquellos ojos, te anegaste a la inquietud de  aquellos ojos recién nublados por la niebla del terros y allí, digo yo, encontraste aquel peluche que se te había perdido” (53).

Así como Alejandro Tapia narra en la secuela a su libro más importante (Póstumo el transmigrado, 1872) la historia de un hombre que muere y regresa al mundo en el cuerpo de su amada, las intenciones homicidas que les adjudico a Ramos Otero y a Quiñones no presuponen la desaparición ni el fin de esa tradición de literatura conceptual. Para aclarar, nuestra hipótesis sería la siguiente. El poder de la literatura conceptual que se inventó Macedonio en el Río de la Plata, consiste en su capacidad de considerar la literatura como algo que invade y transforma la vida, y no como un libro. El éxito que tuvo esa tradición después de Macedonio (su canonización con Borges, y hoy con Piglia y César Aira), desvirtúa y anestesia ese poder, precisamente por el talento literario de sus autores. Me explico, lo importante de la literatura conceptual para Macedonio no era el texto, poco le importaba el estilo, la “calidad literaria” o la publicación y visibilidad del mercado. Sí le importaba cómo la literatura creaba unas comunidades pequeñitas de lectores que vivían para la literatura, que dejaban que la literatura les arropara la vida, y también le importaba ver cómo la sociedad está llena de ficciones, como el poder político, por ejemplo, utiliza la ficción. Este énfasis inicial de Macedonio se pierde un poco para el lector cuando llega Borges y toda una genealogía de escritores extremadamente talentosos que canonizan, sin quererlo, esa forma conceptual. Entonces los lectores se olvidan de que lo que postula esa literatura conceptual no es un texto, sino un modo alternativo de vivir en la sociedad, y leen sus obras como clásicos, como textos en que cada palabra es deliberada, fatal y profunda como el cosmos. Sus talentos literarios le jugaron en contra, porque entonces comenzamos a ver esa literatura conceptual como un producto literario, como un libro inofensivo.

Eso es lo que Ramos Otero o Juan Carlos Quiñones y otros  asesinan en Puerto Rico. Destruyen esa idea de “producto literario” (mercantilizable y canonizable) y le devuelven esa energía macedoniana-mashedónica de vidas literarias, de cofradía de escritores, de comunidad de lectores, en la que los libros no circulan gracias a las librerías, sino a las préstamos de los amigos. No es que termina esa tradición con ellos, sino que transmigra en otro cuerpo, que posee otro cuerpo para poder sobrevivir como literatura conceptual y no como producto literario. La literatura conceptual se convierte en una literatura maldita ¿Quién lo fuera a pensar, que aquella locura que se inventó Macedonio en 1897 reencontraría su vitalidad anti-literaria en Puerto Rico?

Los dejo, como siempre, con una cita más extensa de la novela en la que la noche nos arropa.

“Yo le canto a esa noche en cantos, a esa noche única de la ciudad donde todo pasa y nada queda, esa noche-cuarto donde la entrada es gratis y la salida vemos, esa noche-luna-carey de luna que anda arriba chapoteando y enfangándolo todo y que nos contempla a nosotros abajo squirming como se miran los renacuajos en el fondo profundo de un estanque o a los goldfish de a dos por tres pesos que se pasean entre los galeones hundidos, los tesoros, los buzos de escafandra todos de plástico en el fondo adoquinado de una pecera. Yo le canto a esa noche bruja para conjurarla como ella me conjura a mí, para intentar inútilmente desenmascararla mientras ella me usa inevitablemente como máscara. Hoy somos todos los hijos de la noche-ciudad. Somos todos facetas de esa gema negra enterrada en la frente de un ídolo de ébano”.

Lista de imágenes:

1. Portada de Invitación al polvo (Plaza Mayor) de Manuel Ramos Otero.
2. Adal Maldonado, “Manuel Ramos Otero. Poeta / Novelista / Artista del Performance” (1985), cortesía de Bodegón con Teclado.
3. Portada de Todos los nombres el nombre (Colección Maravilla) de Bruno Soreno/Juan Carlos Quiñones.
4. Foto de Días de odio, una adaptación conematográfica del cuento "Emma Zunz" de Borges.
5. Jorge Luis Borges.
6. Portada de Adelaida recupera su peluche (La Secta de los Perros) de Bruno Soreno/Juan Carlos Quiñones.
7. Bruno Soreno/Juan Carlos Quiñones.

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