Un nombre que (no) te representa

"¿Qué hay en un nombre?"
—Shakespeare, Romeo y Julieta

 ~A Sam, por enseñarme lo imprescindible sobre un nombre.~

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Una de las campañas por los derechos de las personas trans en Argentina invoca la diversidad como fundamento de la humanidad, toda vez que insiste en las implicaciones que hay detrás de un nombre, en especial para lxs trans. Que te llamen María y te concibas José debe ser un tormento en el día a día. Que te hayan registrado al nacer como Pedro y te hayas re-creado como Claudia –porque es consecuente contigo y con todo lo que anhelas ser y estar– debe ser un fastidio cotidiano. Llamarte uno cuando te nombran una tampoco te permite ejercer la ciudadanía. Así lo viven y declaran muchas personas. Así no debe ser, pero lo es en muchos contextos. Así es al día de hoy en nuestro Puerto Rico.

El nombre es una marca, una distinción, una diferencia. Pero, ¿qué pasa cuando no se corresponde con esa hechura nuestra que construimos en cada gesto, en cada acto, en cada deseo? ¿Qué hay en un nombre que no nos representa? Hay opresión, discriminación y silencio. Hay extrañeza. El nombre no representa a la persona y, por tanto, no la nombra.

Hace varios semestres tuve un estudiante trans en mi clase de mitología. Parecía justicia poética. Era la clase perfecta para nombrarlo. Él se presentó con su nombre, con el que escogió una vez afirmó quién era y estaba. Él se llama Sam. Sin embargo, cuando cotejé la lista oficial de registraduría, el nombre que aparecía allí (Samantha) no se refería al cuerpo, a la voz y a la persona que se había presentado hacía unos minutos. Tuve que mirar dos veces el papel. Tuve que mirar tres veces a Sam. Guardé silencio.

En un momento discreto, le pedí que se quedara al final de la clase. Él lo hizo con gusto. Cuando todxs sus demás compañerxs se habían ido, le pregunté, ¿cómo prefieres que te llame en clase? Me respondió, conmovido, Sam, profesora, Sam. Y se echó a llorar. Yo, por mi parte, no sabía qué hacer. No recuerdo qué le dije. Pero, él me sacó del apuro y, entre lágrimas, me dijo que era la primera profesora que le había preguntado cómo debía llamarlo. Me lo agradeció y se fue del salón enseguida.

Esta escena no es usual, pero debería serlo. Cada educadorx debería, mínimamente, educarse sobre la diversidad, sobre la multiplicidad de identidades que existen o podrían existir, sobre los nombres que han sido innombrables por siglos, pero que ya es tiempo que se griten a los cuatro vientos. Toda persona debe tener el derecho a ser nombrada a su gusto, a su manera. Si nuestro derecho no la ampara, triste de sí. Más le valdría hacerlo de una vez y por todas.

¿Qué hay en un nombre? Hay años, siglos y milenios de exclusión y de silencio. Pero también hay la promesa de que, algún día, habrá correspondencia y justicia. Sospecho que a Sam no, necesariamente, le importa la categoría en que lo encasillen en el espectro LGBTTQI. A Sam le importa el nombre con el que bautizó su vida cuando se hizo cargo. Aquellos nombres, incluso la palabra queer, son posiciones estratégicas, prácticas de afirmación que, en el mejor de los casos, son coyunturales. Hay nombres para la identificación y esos son importantes para la lucha.

Pero hay otros nombres que nombran una vida y esos son distintos. Esos figuran un existir. Esos son una diferencia sin pausa. Esos te representan. Te susurran lo que hay en un nombre.